sábado, 12 de julio de 2014

La excusa de Proust o la fascinación por la Gran Guerra (y II)



Claude Arnaud traza en Proust contre Cocteau, inédito en España, las claves que permiten entender con simple maestría los principales trazos de la personalidad del autor de La Recherche. La contraposición con el joven príncipe frívolo que fue Cocteau, ninguneado por estar en todas partes y adaptarse a ellas como si nada, ratifica la idea de un hombre que a partir de una soledad enfermiza desarrolló un talante de permisividad autista, donde el mundo era uno pero la única individualidad era su persona.

En un momento del libro que hemos mencionado al principio de este texto se menciona como Cocteau se enfadó con su amigo por llegar tardísimo a un recital privado. Las anécdotas de este tipo son infinitas y, aunque parezca increíble, pueden explicar los motivos de una obra tan extensa como detallista, último monumento del siglo XIX, agotándolo,  y primera piedra miliar de la novelística del Novecientos.

Proust fue un chico condenado por voluntad propia a un exilio dorado. Con nueve años empezó a sufrir serios problemas de salud que él se preocupó por acrecentar, pues a lo largo de su existencia tampoco hizo mucho caso a los médicos. De hecho, huelga decirlo, pasó más que olímpicamente de la mayoría de sus consejeros. El momento paradigmático que lo resume, una relación maravillosa, es el intercambio epistolar con su corredor bursátil, Lionel Hauser, con más paciencia que un santo, fiel advertidor del desastre de un dinero mal invertido que casi servía para que su cliente se regodeara de una teórica, inminente e imposible ruina.

La obcecación explicaría, y así de lo demuestra Ghislain de Diesbach en su monumental biografía, su lucha para superar el complejo de inferioridad del nuevo rico. El padre de Proust fue un brillante doctor que ejemplificaba un tipo de burgués muy del gusto de la naciente y exultante Tercera República. La familia creció y pudo codearse, entre premios y loanzas, con lo más granado de la aristocracia parisina, que acogió a los hijos del galeno con la naturalidad de aquellas infancias consentidas y custodiadas de finales del siglo XIX. Los encuentros por los Campos Elíseos, el juego léxico propio de una clase privilegiada y  unas coordenadas de orden privado inaccesibles al resto del tejido social de la época.

Estos factores se trasladaron con la edad adulta a los salones, donde el joven Marcel sacó a relucir sus encantos en el diálogo, su atención excesiva con los otros participantes y la manía de querer brillar sin ser considerado por falta de méritos. Poco o nada importaba que en 1896 hubiera publicado Les plaisirs et les jours, libro caro e ignorado. Los años pasaban factura en un medio competitivo donde estaba muy bien que te invitaran, sí, pero contaba y mucho el caché del anfitrión, y claro, no era lo mismo que te invitara Anna de Noailles o Montesquiou, de los que ya volveremos a hablar cuando corresponda, que un don nadie con muchas ínfulas y unos pocos artículos en periódicos de postín, favores de directores abrumados por la pesadez del elegante chupatintas.



El mundo adorado de Proust era una opereta de vanidad que le iba como anillo al dedo para plasmar un todo que sólo adquiriría significado cuando cayó el telón de la Primera Guerra Mundial y muchos descubrieron que los valores de 1914 eran una reliquia en 1918, algo absolutamente pasado de moda. Seguramente el gran valor de La Recherche sea anclar este universo a la eternidad mediante la literatura, y el único modo de hacerlo era a través de una inmensa labor documental que nos llevaría a las anécdotas que Céleste Albaret cuenta en su célebre Monsieur Proust, libro tan hagiográfico que conviene abordar con cautela, si bien contiene algo básico como es la mirada desde el interior del domicilio del autor, con esa habitación de locos entre humos, cervezas del Ritz, manuscritos que se alargaban con notas suplementarias y visitas intempestivas deseadas por nuestro protagonista, derrotado en esa parcela que tanto deseaba dominar, tanto que al final lo hizo con las palabras y unos recuerdos filtrados por otras memorias y muchas, quizá demasiadas preguntas.



Escribo con un orden desordenado. El final de esa aristocracia banal y gloriosa llegó antes para Proust que para los demás. La muerte, casi simultánea, de sus padres inició su alejamiento del mundanal ruido, aunque no hasta los extremos que la leyenda ha querido vender. Su exilio interior fue progresivo y si se leen con atención las semblanzas dedicadas a su persona veremos cómo seguía a rajatabla una rutina muy concreta, viaje entre París y una ciudad de vacaciones donde era capaz de alquilar casi un hotel entero para sentirse bien desde sus manías patológicas. En 1920 Picasso coincidió con él y Joyce en una cena. Dijo que le recordaba a un maniquí de otro tiempo por su atuendo y posado. La definición del genio malagueño suena idónea. Mientras Proust pudo fue alguien que estuvo a la última y se sintió fuerte para exhibirse, único método para ser en un ese microcosmos donde lo presencial era el pasaporte. Cuando su clan desapareció optó por encerrarse en sus filias y fobias, convirtiéndose en su propio yo más auténtico y, por lo tanto, aun más caricaturizado.




Desde 1908 intuyó la llamada de lo que siempre será su legado póstumo, entramado de tantas facetas que sería ridículo resumirlo desde la estética y la psicología. La primera, barco desde donde todo zarpó, se movió en su mente desde el minuto cero de su existencia, catapultándose hasta un punto interesante con la traducción que hizo de Ruskin, donde probablemente aprendió la trascendencia de la minucia significante y de tratar una parte como un conjunto donde piezas minúsculas conforman una especie de colmena, más evidente en lo humano que en las obras de arte. Lo psicológico reluce en todo el manuscrito que aquí hemos denominado La Recherche, mapa mental que asusta porque en su magma recoge un inmenso cuerpo de personajes que bien podrían ser el mismo Proust en ese estancia donde escribía compulsivamente mientras buscaba la perfección y ajustaba cuentas, que de eso también se trataba, con unos y otros. Esta vertiente psicológica también puede estudiarse desde el sueño, y aquí hermanamos, como hace Jean-Yves Tadié, a Freud y Proust en la senda que el primer Novecientos abrió para toda la Humanidad. Ambos, a su manera, hurgaron en una herida que deseaba ser abierta, la de penetrar en el interior para disipar unos fantasmas que llevaban demasiado sujetos a unas prerrogativas medievales. El vienés y el parisino no se conocieron y tampoco consta que tuvieran noticia uno del otro, ni siquiera en lo profesional. No debe extrañarnos que coincidieran en intereses desde enfoques bastante opuestos. Un episodio real encandiló a Proust. Un hombre, al que conocía relativamente, supo de la pérdida de su padre y, así por las buenas, mató a su madre para después suicidarse. El resultado de tan luctuoso hecho fue un señor artículo del francés. Freud, desde su estudio, seguro que hubiera sacado petróleo del suceso.



La Recherche no tuvo un periplo sencillo. Su primer volumen corrió a costa del autor y la efeméride nos permite introducir en este esbozo al admirado André Gide, arrepentido por haber quitado a la NRF la exclusiva inicial, que ganó Grasset, a quien Proust fue fiel hasta que las circunstancias propiciaron una traición muy previsible si se considera su codicia y capricho. Imaginar a Gide sentado en una silla al lado de esa cama proverbial es pura maravilla, sobre todo porque la imagen expresa el choque de dos modos de concebir la literatura y la tensión de una homosexualidad expresada desde perspectivas muy alejadas, hasta el punto que el autor de Los sótanos del Vaticano, famoso por el impacto de su Coridón, se escandalizó con A la sombra de las muchachas en flor.

Las querencias sexuales de Proust son otro de los morbos que despierta. Diesbach menciona burdeles de rompe y rasga del París de la Gran Guerra donde el escritor se divertía con fetichismos que incluían ratas y, especialmente, mucho voyeurismo. Debo confesar que el tema, salvo por el ambiente novelesco que tiene y contiene, me interesa más bien poco, entre otras cosas porque en un ególatra para adentro el verdadero erotismo se centró en su enfermedad, donde las atenciones y los cuidados eran su gran orgasmo. Una vez el éxito le sonrió, consolidándose en la posguerra, otra forma de coito fue su desfile, más intenso por breve, del desquite, como si con la publicación de su sueño imperfecto, así lo prueba el tormento de correcciones y otros menesteres del proceso de edición, hubiera perpetrado el crimen perfecto de sentir el poder del que se le había privado entre fiesta y fiesta.

Decíamos en algún instante de este texto que Proust supo leer que una de las claves que aseguraría el éxito de su Recherche sería adaptarla al mundo que nació después de la Primera Guerra Mundial. Los nombres que inspiraron su magna obra se convirtieron, casi como en el convite de los nobles de La Dolce Vita de Fellini, en zombies ninguneados, graciosas bestias de escaparate. Cocteau, avispado, cambió a Anna de Noailles por Picasso y Satie, Montesquiou comprobó cómo era la inspiración de Charlus y se hundió.

Cuando Proust murió, inmortalizado por Man Ray como si de un dios asirio se tratara, es probable que una parte de su ser deseara el óbito, no tanto para dejar de sufrir como para que su cosecha fuera extendiéndose desde una óptica que acelerara el rendimiento. Una centuria después, pese a que no debe ser muy leído, su triunfo es una evidencia que deslumbra y advierte desde lo meticuloso que siempre cae más en desuso, como si hasta la celebración de su cima fuera otra triste cuestión de fachada.





Céleste Albaret, Monsieur Proust, Madrid, Capitán Swing, 2013
Claude Arnaud, Proust contre Cocteau, París, Grasset, 2013
Ghislain de Diesbach, Marcel Proust, Barcelona, Anagrama, 2013 (reedición)
Jean-Yves Tadié, El lago desconocido entre Proust y Freud, Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2013



2 comentarios:

Sergio del Molino dijo...

Hay una lectura proustiana que no sé si has considerado: "Los orígenes del totalitarismo". En la primera parte, Arendt explica el surgimiento y consolidación del antisemitismo en Francia recurriendo a La Recherche, donde, según ella, se contienen todas las claves para entenderlo. La tesis es sorprendente y audaz: no se puede entender a Hitler sin entender antes el mundo de Proust.

Jordi dijo...

Pues es verdad, y de la buena, porque ese mundo, que era el que siempre había estado ahí pero en el caso de París con refinamiento, debió aceptar muy mal eso de la democratización post-1918. De todos modos últimamente me ha dado por pensar que Apollinaire, además del ya conocido caso de Marinetti, se estaba protofascistizando antes de su muerte,tela