sábado, 27 de diciembre de 2014

Yvette, de Guy de Maupassant



Los legados del maestro y la evolución de una temática decimonónica: Yvette, de Guy de Maupassant, por Jordi Corominas i Julián
Guy de Maupassant, Yvette, Pasos Perdidos, Madrid, 2014
Traducción de Luisa Juanatey

La figura literaria de Guy de Maupassant suele nutrirse de una serie de hermosos tópicos típicos en aquellos autores que suelen ser muy mencionados pero poco leídos, sobre todo en España, donde gozó en su tiempo de una fortuna crítica que el paso de los decenios ha virado hacia un cierto aire de anecdotario donde destaca, al situarlo en una parte clave del conjunto, Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas.

La inmortalidad literaria de Maupassant pareció ser una obsesión que terminó en locura, y en este sentido sus coordenadas vitales no se alejan mucho de la historia de Yvette, que también puede relacionarse sin duda alguna con el aprendizaje que el escritor de Dieppe recibió de su maestro, Gustave Flaubert. La nouvelle del alumno tiene en algunos instantes fundamentales reminiscencias de Madame Bovary, aunque en realidad su verdadera inspiración no deja de ser la vida de su autor, alocado en su triunfo prematuro, abocado al disfrute de los días entre París y esa periferia festiva, alejada del centro desde una temible cercanía, como si una fina línea separara lo visible de lo oculto del exceso.

Al fin y al cabo Maupassant, maestro de concisión y dueño de una prosa afilada como pocas para su época, dominaba muy bien el arte de contar las aventuras de jóvenes que se sumergen en la mundanidad de la capital francesa. Pienso en Bel Ami como máximo ejemplo, pero en el caso que nos concierne las situaciones reflejadas son un boceto de lo que vendrá entre salones de lujo y engaño, personalidades a la deriva y la magnífica hipocresía de las costumbres que flotan entre máscaras donde la fiesta es sólo un camino para apaciguar notorias amarguras.

La protagonista de la nouvelle es la ingenuidad en forma de encanto capaz de llevar su condición a extremos peligrosos. Yvette ha vivido poco y las lecturas no dan la experiencia. Su madre la protege en medio de espacios donde la ilusión de la opulencia y los piropos de cuatro desgraciados son un pan agradable a los oídos. Nada ofrece complicaciones y las noches se repiten en su tono ocioso entre juego, bailes y charlas banales. En estas irrumpen dos crápulas sensacionales, entregados a la causa con el fervor del devoto. Saval irá a por la progenitora y Servigny a por la pequeña sin muchos remilgos en una carrera que al ser narrada por Maupassant cambia de color con intencionalidad, dándole a cada fase de la trama una dimensión distinta que remarca su evolución interna. Por eso pasamos del jaleo de la calle Berry a la supuesta calma del campo colindante a la ciudad de la luz, íntimo entre cuatro paredes y generoso en la voluntad de encontrar la diferencia en lo excéntrico de la juerga. No deja de ser lógico que ambos opuestos colisionen en una isla. 



Eso desde la idea colectiva que sitúa el ambiente propio del relato, un mundo disipado de prostitutas y balas perdidas, y poco a poco acentúa matices para preparar la explosión del contraste, visible entre las cuatro paredes de una casa donde la chica padece hasta descubrir cómo las apariencias engañan. De nada servía la belleza ni el ideal mientras las diferencias sociales marcaran barreras inexpugnables, fronteras básicas en el abismo entre placer, deber y la conveniencia.

A partir de ese instante la nouvelle se adentra en una nueva dualidad que transcurre entre la mente de Yvette y la alienación de los demás, ajenos por completo a un drama en ciernes, disolución de un yo hacia otra senda. Es en este punto donde Maupassant prosigue lo emprendido por Flaubert desde otra perspectiva propia de una Francia donde los pecados de provincia se han alejado del escándalo de 1856 y han avanzado hacia una feminidad aun inocente y frustrada por la dureza de la realidad y un papel fijo en la comedia de la existencia. En ambos casos la amenaza del suicidio planea en el horizonte. Cianuro, cloroformo, veronal. La droga, el mecanismo, sólo es un paso más en la cronología que hermana a los franceses con Zweig y Schnitzler, con Emma y Else, mujeres reacias al tormento de ceñirse el corsé de su período histórico. La muerte, o su anhelo, como resistencia a tener solo un cuerpo y nada más, única transacción para salvar unos muebles escasos ante los mecanismos imperantes, sorteables desde el cinismo, no desde la bondad de aceptar las normas del guión e instalarse en sus pútridas páginas.





La madre de Yvette ha entendido la lección, no así su hija, víctima del desencanto de la mediocridad. Las vías de escape trazan un panorama que otorga la felicidad más allá del canon, con todo lo que ello conlleva, distanciándose de lo palpable para alcanzar la paz en las antípodas. Ahí Maupassant, en ese sueño alucinado del limbo, consigue sus más brillantes logros de una notable nouvelle que durante algún fragmento flaquea por su deseo de mantener el suspense con rodeos innecesarios, como si el francés saliera del paso para cumplir con el expediente, resuelto con su habitual solvencia a partir de un talento innato. 

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