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sábado, 1 de septiembre de 2012

Diálogo con Agustín Fernández Mallo en Sigueleyendo





Es miércoles y la calle me taladra con la previa barcelonesa de San Juan, con esa serie de petardos, que aumentan los ya existentes en la cotidianidad, efímeros, molestas explosiones que retumban en el asfalto y convierten el centro de la ciudad en un campo de batalla estéril, como siempre.

Cruzo la puerta giratoria del hotel y el aire acondicionado me avasalla. Tomo acomodo en un asiento de recepción. Llega la jefa de prensa, y al cabo de unos minutos aparece Agustín Fernández Mallo, sonriente y poco agobiado por el carrusel de entrevistas con motivo de la necesaria reedición de Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus y la publicación de su poemario Antibiótico. Durante breves segundos debatimos sobre si hablar en unas butacas bastante neutras o en el jardín con piscina, y este último se lleva la palma por tranquilidad y poder fumar sin paranoias de ningún tipo. El único estorbo en nuestras palabras será un nadador chino que se zambulle a lo bruto, pero esa ya es otra historia. Comentamos cuatro cosas y decidimos que el tiempo apremia. Enciendo la grabadora.


—Jordi Corominas i Julián: Casi me da por pensar que hemos retrocedido once años en el tiempo. Estamos en 2001, que es cuando sacaste el libro. ¿Cómo fueron tus inicios en esto de la literatura?

—Agustín Fernández Mallo: El primer libro que escribí fue Creta Lateral Travelling en 1998 y Yo siempre regreso a los pezones un año después. Era el momento en que crees que tienes algo que decir y aportar interesante a la literatura y sin embargo no tienes ni idea de cómo se articula eso en la medida en que se pueda sacar a la luz, a quién llamar, a quién enviarlo. Lo mandé a sitios, me dieron buenos informes, pero nadie se decidía, así que decidí publicarlo yo mismo. Lo edité con Edición personal, una de esas editoriales donde tú pagabas y ellos hacían el resto.

J.C. –Y montaste una gira.

A.F.M. —Primero lo repartí por librerías de A Coruña, Palma, Madrid y Barcelona. Eso fue jodido. Un tío que nadie conocía entrando por la puerta. La mayoría de libreros decían que no. También se lo hice llegar a críticos a través de Eduardo Moga. En definitiva, era un salto al vacío absoluto. Luego para la presentación hice algo que nadie hacía: hice al televisor y las presentaciones eran alguien que pasaba un carro con imágenes, la música y yo leyendo fragmentos. Era un chorro, información… hice ese periplo por diferentes ciudades. Tuve mucha fe para currarme eso solo, que es tiempo y dinero. Esa es la parte bonita, pero hubo partes chungas con desplantes, rechazos, soledad.

J.C. —El mundo literario era mucho más pequeño.

A.F.M. —Mucho más. Yo en Barcelona estaba muy ligado al entorno de la revista Lateral. Acogieron bien el libro.

J.C. —¿De cuántos ejemplares era la edición?

A.F.M. —Quinientos. Aún tengo algunos en casa.

J.C. —¿Y desaparecieron fácil?

A.F.M. —Sí. Vendí en las presentaciones y alguna gente me lo pedía por correo, y entonces los regalaba a la peña, sin más.

J.C. —Siempre me has hablado de Yo siempre regreso con mucho cariño.

A.F.M. —Mucho, es un libro en que se perfilan muchas cosas que hice luego, no todas, porque en verdad mi libro medular y de inflexión real es Joan Fontaine Odisea, que prefigura lo que hubo luego, pero en Yo siempre regreso identifico mi voz. Lo escribí en Mallorca y me acuerdo perfectamente de cómo me venían las ideas: en una cala, viendo una peli, yendo en coche por la isla en círculo. Escribía eso y no sabía para qué. Fue un hallazgo estético, de crecimiento estético personal, como escritor, leer un día todas esas notas azarosas, como caóticas, llenas de ideas a medio hacer y saber que eso ya era el libro. Tardé mucho tiempo en darme cuenta.






J.C. —De repente un día encontraste que tenía un orden y una lógica absoluta.

A.F.M. —Una lógica absoluta, un punto de locura poética y de investigación que me interesaba aludiendo a las cosas, con frases lógicas y muy abiertas.

J.C. —Y el detalle. Cada fragmento condensa un pequeño detalle que es una parte del todo.

A.F.M. —Por ejemplo. Ese detalle se revela, que es algo que luego he ampliado, como epifánico.



J.C. —Te gustan mucho los no lugares, como la habitación de hotel…

A.F.M. —Donde puedes ser otro o resucitar. No hay marcas, todo está borrado, es un lugar casi zen…

J.C. —Es como un juego de cajas, como lo que dices que un hombre es una isla dentro de otra isla y la habitación de hotel es una isla dentro de otra isla, como las muñecas rusas.

A.F.M. —Eso es. Le tengo cariño al libro por muchas cosas, pero también porque hay puntos de investigación muy metafísica donde se cuestionan muchos límites. Tanto sea del yo como de cosas reales, como del propio sonido, los objetos, los símbolos.

J.C. —Hay algún momento, además de la portada de Nocilla Lab con Monica Vitti, en que Yo siempre regreso me recuerda a cosas de la trilogía de Antonioni, como el final de L’eclisse, donde termina la relación y solo quedan los espacios.

A.F.M. —Pues puede ser, aunque no lo había pensado. En aquel momento de Antonioni había visto L’avventura.

J.C. —Que también recuerda al libro por la isla.

A.F.M. —Pero fíjate como son cosas en las que no había pensado, y es un motivo que volvió luego.

J.C. —Quizá simplemente coincide por lo de captar la alienación del mundo moderno a través de los objetos, que están ahí inanimados pero algo nos dicen siempre.

A.F.M. —Eso es importante, lo de la gente se va, pero los objetos quedan. No sé si es nostalgia, que también, pero es crear una ficción a través de elementos nostálgicos, porque cuando reescribes algo lo que haces es inventarlo, y es la clave de cualquier acto creativo. De lo anodino, como de las relaciones que se rompen cada día, o de este cenicero, de este barro, recrear a través de una nostalgia muy potenciada.






J.C. —¿Y la idea del monigote?

A.F.M. –Fue una visión. Estaba metido en la atmósfera del libro, como abducido por su mundo y mientras cenaba en un bar de Palma, fui al baño y al ver al monigote al fondo de la puerta lo vi como un tipo muerto, que me podía contar cosas, nada psicodélico, simplemente me dijo algo, me dio una idea que en este caso fue que ese monigote abrió un foco de visión brutal para ir a otro lugar.

J.C. —Una especie de mensajero…

A.F.M. —Sí. La primera vez que aparece el monigote la frase es “El monigote al verlo me anunció su estado: muerto.”. Lo percibía así, pero al mismo tiempo podía hablar. Visto en perspectiva me parece importante eso de que un muerto te hable, pero no es la persona querida, solo un objeto ligado a un lugar de consumo. La metafísica, por decirlo de alguna manera, está en todo, está en el ojo que mira.

J.C. —Todo puede ser epifánico.

A.F.M. —Y el concepto que de repente un muerto habla al yo poético. Y además es un muerto que asume que no puede resucitar y el otro del libro quiere hacerlo y va hacia la luz. Empezó así y tomó una potencialidad que no esperaba.

J.C. —Porque a partir de esos apuntes diseminados y otros links le viste una coherencia.

A.F.M. —Aún conservo esas notas, si las vieras comprobarías que la mayoría de ellas ya estaban estructuradas. En algunos casos modifiqué pequeñas cosas, pero la mayoría las escribí del tirón. Lo que sí que está es muy barajado, cosa que no hice nunca en las Nocillas.

J.C. —¿Cómo si fuera lo de Marc Saporta y su Composición n1?

A.F.M. —Podría ser, pero no quería eso, las hojas están pegadas por algo.

J.C. —Y es lo que dice Moga en el prólogo, que la fragmentación al final, con el monólogo del monigote, se rompe totalmente, con lo que hay una intencionalidad clara.

A.F.M. –No es que en ese momento la fragmentación adquiera sentido, pero sí que hay algo que pretende unir el conjunto. Y termina con el eco blanco. Que casi te lo puedes imaginar como una proyección mental.

J.C. – En Yo siempre regreso se percibe la evolución futura. Arriesgas, pero menos que a posteriori, cobras confianza en las Nocillas y otros textos.

A.F.M. –Siempre se tantea, pero en ese primer momento todavía más. En 1999 no se hacían en España este tipo de cosas, me sentía en una especie de vacío. Ese tanteo que se percibe en el libro lo veo muy natural.






J.C. –Hoy buscando cosas por Internet me ha hecho mucha gracia, y lo relaciono con lo que hablamos, ver que muchas librerías catalogan el libro en narrativa. Aún genera confusión, y sorprende porque tú siempre has dicho muy claro que es poesía.

A.F.M. –Siempre tuve muy claro que era una colección de poemas en prosa. Y en las biografías así aparece.

J.C. –Y pese al transcurso de los años puede que el libro siga siendo innovador, y en parte es porque en la poesía española todavía hay muchos adeptos a la línea que criticabas en Postpoesía.

A.F.M. –Evidentemente, pero por suerte se ha abierto mucho el campo.

Los vaivenes de la charla provocan que Agustín sienta necesario enseñarme su nuevo poemario, Antibiótico. La jefa de prensa, advertida ante el peligro del monigote, sube a buscarlo.

J.C. – Ahora mismo la gente aprecia que se exponga la poesía desde un punto de vista diferente, pero aún así les cuesta mucho aceptar ese cambio, es un proceso largo el de cambiar la percepción de la gente, y no hablo sólo desde lo performativo, que debe tener el texto como esencia y base.

A.F.M. –Con las primeras performances de Yo siempre regreso la gente flipaba, sobre todo los del mundo poético puro, para que nos entendamos. Pero luego hubo mucha gente, incluso poetas muy clásicos, que lo alabó, y personas en principio más progresistas se quejaban más.

J.C. –¿Las imágenes y la música bailaban al son del texto?

A.F.M. –Sí, el texto era lo más importante, pero las imágenes y la música le daban un ritmo, aportaban una atmósfera necesaria, si bien no hice el libro para hacer performances. En Antibiótico, que creo que es donde he llevado mi idea de postpoesía a un punto importante dentro de mis posibilidades, es un poema de cien páginas en verso donde quizá está todo, es muy conceptual y es la evolución natural de Joan Fontaine Odisea.

J.C. –Y siempre se tiende más, al menos en un determinado sector poético, a arriesgar, a apostar por el todo y prescindir del poema de toda la vida, de algunos versos, la pieza simple e individual, se privilegia el conjunto.

A.F.M. –Mira, ya está aquí el libro. Es probable que en un sector reducido exista esta tendencia. Con Antibiótico el proceso fue el siguiente. En diciembre de 2005, terminadas las Nocillas y sin saber si se publicarían, me fui a León a un pueblo donde sólo vivía otra persona, a la que nunca vi por otra parte. Quería ver qué ocurría yendo a un lugar tan apartado de lo urbano, en la montaña leonesa, sin cobertura móvil ni teléfono fijo. Fui solo con un ordenador y mi cámara de fotos, y para colmo nevó y me quedé incomunicado. Y ahí en veinte días me salió el poemario. Es un lugar ligado a mis lugares de infancia, y quizá por eso aparece mucho el tema de la muerte, un tema que por algún motivo, totalmente inconsciente, no abandono, pero tanto en Yo siempre regreso como en Antibiótico aparece, y vuelven a coincidir en la mención a la sociedad de consumo, la mística y la metafísica.

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J.C. –Me da la sensación que crees que cuando se te lee, el lector no capta estos aspectos.

A.F.M. –Bueno, el lector atento siempre los ha tenido en cuenta, pero sí que es verdad que mucha gente que ha leído la trilogía se ha quedado con una parte más superficial. E incluso hay gente que en los poemarios se queda en la anécdota, pero con Antibiótico o Yo siempre regreso es inevitable fijarse.

Agustín hojea el libro y se para en unos versos que transcriben un anuncio de Neutrex.

J.C. –El anuncio encaja en un juego poético muy válido que es meter las cosas cotidianas en los versos y darles una trascendencia, como si antes fuera algo prohibido.

A.F.M. –Cosa absurda, porque no se entiende cómo, hasta siendo muy clásico, puedes encomiar que Proust hiciera algo tan importante con una magdalena. ¿Por qué no puede hacerse ahora con un detergente?

J.C. –Y es curioso cómo a partir de un punto tan concreto creo que tú eres de los pocos en España que concibes tu literatura como un proyecto, como un todo estructurado.

A.F.M. –Sí, pero cuidado, que también es engañoso: puede que sea un proyecto, pero eso no implica que yo sepa hacia dónde va.




J.C. –Pero teorizas sobre él, como en Postpoesía.

A.F.M. –Esto tiene que quedar súper claro. Teorizo sobre él, pero a posteriori. Cuando escribo no estoy pensando en mis teorías, me sale solo, y luego a posteriori le veo un sentido. Si editas un libro y no estás un poco arrepentido de haberlo editado es malo. Todo libro tiene que tener esa aparente imperfección que da el riesgo, eso es importante.



J.C. –Cuándo lo terminas reflexionas sobre lo hecho.

A.F.M. –Reflexiono o comparo como ahora.

J.C. –Aquí no has reescrito nada.

A.F.M. –Cero.

J.C. –Aquí sólo ha reescrito Eduardo Moga con su prólogo.

A.F.M. –Ni me había fijado. Yo solo quité una palabra y un par de erratas, y ahora he detectado un par más, pero nada.

J.C. –¿Qué evolución crees que está tomando el panorama poético español? ¿Mirará más hacia lo transversal o seguirá anclada en una tónica clásica?

A.F.M. –Siempre existirá una poesía de toda la vida, y también habrá espacio para lo nuevo. Si sales a la calle verás edificios al estilo del siglo XIX, pero también encontrarás nuevas construcciones. La poesía está dando pasos importantes hacia una evolución y una transversalidad.

J.C. –Y tiene que dar el paso de adaptarse a su tiempo.

A.F.M. –Evidentemente, pero no siempre ocurre.

J.C. –Es una de las artes que más le cuesta dar ese salto.

A.F.M. –Y misteriosamente es así. ¿Por qué escribí las Nocillas? Porque sólo escribía poesía, que es escribir algo que nadie lee, de modo que te puedes permitir experimentar y hacer lo que te da la gana sin ninguna cortapisa, por lo que no entiendo como en poesía no se da ese ámbito de libertad mucho más que en otros lugares.

J.C. –Porque al no leerte nadie tienes una capacidad de riesgo mucho mayor.

A.F.M. –Como si hiciéramos pelis aquí con los colegas que nadie verá en un cine. El conservadurismo en la poesía es lo más antinatural, se da mucho y no lo comprendo. No entiendo eso, y me da igual si el poeta es joven o viejo. Hay gente pretendidamente conservadora, otra lo es porque inconscientemente le sale, y está bien: cada uno puede escribir lo que quiera. Pero otros se creen que transportan una llama y conservan el legado. ¿Qué legado, si tú naciste ayer? Hay que deformarlo y transformarlo.

jueves, 9 de agosto de 2012

Antibiótico de Agustín Fernández Mallo en Revista de Letras







Descargas asimétricas: “Antibiótico”, de Agustín Fernández Mallo
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 6.08.12



Antibiótico. Agustín Fernández Mallo
Visor (Madrid, 2012)





Agustín Fernández Mallo me gusta porque hace lo que le da la real gana: si tiene una idea, y aquí no entramos en debates de originalidad y otros tópicos manidos, intenta llevarla a cabo. Tal afirmación parece idiota, pero no lo es. No creo que sean tantos los que puedan decirlo. En invierno de 2005, el gallego afincado en las Baleares tuvo la idea de realizar una suite poética a lo largo de quince días en un pueblo leonés donde sólo queda un habitante. Aislado por el ambiente y la nieve compuso Antibiótico con la ayuda de pocos objetos, un ordenador y un estado de ánimo, producto de la soledad, que fluctuaba entre grandes dosis de excitación y aburrimiento.

El resultado es un poema río en forma de ráfaga, un totum revolutum bastante más coherente de lo que parece a simple vista. Para darme cuenta de ello apliqué un método de lectura que recomiendo a todo hijo de vecino. Primero lo leí de una sentada, y luego, con calma, degusté los versos, que adquirieron más precisión, sin que ello signifique que en la anterior cata no la tuvieran. En ellos está presente la idea lírica del autor de las Nocillas, con una carcasa en la que aparecen elementos que ya constituyen su propia marca de la casa entre música popular, la metafísica de los objetos, la alusión a marcas de consumo como elementos cotidianos de nuestro tiempo y una aceleración burlona que de manera muy consciente se desdice de la supuesta lógica y nos brinda un batiburrillo en el que el rosa corresponde a Carolina de Mónaco en la Almudena o a los testículos. El reloj se mueve con una extraña sensación de congelar los segundos y el espacio en una atmósfera en apariencia irreal. La culpa es de la simultaneidad expresada tanto en la repetición del doble como en la diversidad de lugares hermanados por el fluir del texto y la lógica de la física.

Es bien sabido que cuando se aplica a los cuerpos en movimiento, la electrodinámica de Maxwell conduce a asimetrías que parecen entrar en contradicción con los fenómenos observados.

En el alba del poemario uno presiente que vida y muerte cobran un papel decisivo en el devenir de lo que se nos quiere exponer a nivel conceptual. No nos equivocamos, o sí, porque la realidad es vista como un ciclo ininterrumpido en constante mutación donde los desechos se transforman en otros cuerpos hasta el paroxismo. Salimos de Maratón y alcanzamos el nivel cero de las torres gemelas sin solución de continuidad, y la única excepción a tanta transformación es Venecia, inmutable por caprichos del destino y su inevitable absurdo de unicidad.

“Wheeler: Ya sé por qué todos los electrones tienen la misma masa y la misma carga.

Feynman: ¿Por qué?

[Instante de silencio]

Wheeler: ¡Porque todos son el mismo!”

Lo que comprobaríamos una jornada cualquiera al entrar en Facebook o Twitter y alucinar con la monotonía de un TL donde las personas se empeñan, pese a estar en cuerpos distintos, en reiterar la misma cantinela, se llame Ana Pastor, Marilyn o Chavela. En Antibiótico paseamos por facturas, frases que son de Valente y Wittgenstein, contratos donde el yo se desdobla, la nieve, la obviedad de la inexistencia de lo diferente en ese magma de voluble igualdad y una construcción que quizás sólo puedan comprender en su totalidad los que dominen los vericuetos de la física. Se nos escapan las fórmulas del edificio, que observo como una salida a una oscilante carretera de muchas matrículas y un solo camino que no desea alcanzar el final, quimera en la inmensidad de la red de redes y la propia existencia, pues el poema concluyó cuando la cronología ajustó cuentas con el objetivo del experimento: de otro modo, y así es, continuaría hasta el infinito.

“la estética del instante siempre ha tenido mala prensa, recaen sospechas sobre lo que dura una fracción inmedible de tiempo: aquello que no tiene pasado ni futuro, fogonazo de nada, carece de reputación el nihilismo, de poco sirve que el punk o la publicidad lo dignificaran,”

La misma coma del fragmento que precede a estas líneas indica lo ininterrumpido y muestra cómo en esta suite lo poético se expresa tanto en prosa como en verso al encontrarnos en el interior de un collage que es la plasmación artística de lo que, a posteriori, el autor vertió en la teoría con su ensayo Postpoesía, del que Alejandro Zambra dijo lo siguiente: “¿A alguien puede molestarle que Fernández Mallo diga, como descubriendo la pólvora, que ciertos spots publicitarios son “verdaderos poemas contemporáneos”? La respuesta, al menos en España, parece ser un largo y doliente sí. Y eso es lo escandaloso de este libro: que sea posible que alguien se espante ante estas propuestas tan razonables.”

Y poco más hay que añadir. Se aplaude la inventiva, la calidad del conjunto y el riesgo de saber que en un universo tan minoritario es estúpido no querer usar lo que lo contemporáneo brinda a nuestra disposición para crear y sacar a cadáveres de la tumba para darles la respiración que reclaman a gritos.