martes, 7 de enero de 2014

El arte de leer, de W.H. Auden



El arte de leer de W. H. Auden, por Jordi Corominas i Julián
W.H. Auden, El Arte de leer, Lumen, Barcelona, 2013
Edición de Andreu Jaume
Traducción de Juan Antonio Montiel
Uno de los aparentes problemas del mundo contemporáneo es la velocidad que ahoga la perspectiva e impide que muchos autores tomen conciencia de su oficio. Para lograrlo no está de más dedicarse a la crítica. La lectura de los demás permite asumir la tradición, enmendar errores y trazar un perfil de coordenadas que va de lo general, mediante el análisis del pasado y el presente, al punto particular que siempre es uno mismo.

Por eso creo que el poeta del siglo XXI debería ser fiel al estímulo de alternar su propia producción con ensayos que le permitan navegar con mayor fiabilidad. Sin el conocimiento de lo pretérito no es posible alcanzar nuevas aguas con solidez. Ir a ciegas a veces puede resultar interesante como experimento, pero ya dice W.H. Auden que cada poema que escribimos es fruto de lecturas, vivencias y un vasto conglomerado de factores, por lo que el resultado será consecuencia del todo, con sus virtudes y sus carencias, siempre más visibles en verso que en prosa.
Los ensayos del autor inglés nacionalizado estadounidense, como si se tratara de un anverso de su admirado y temido T.S. Eliot, deben leerse desde una doble vertiente que viene condicionada por el paso del tiempo. La primera es la esencial y se relaciona con los interés del poeta anglosajón, quien a lo largo de toda su trayectoria supo combinar sin excesivas petulancias su amor por la prosodia y una voluntad de ser entendible desde la conciencia que sus opiniones no contienen ninguna verdad universal.

Dentro de este primer punto cabe destacar, algo bien visible en los ensayos dedicados a leer y al propio arte de la escritura, el dominio de Auden para con el aforismo, utilísimo por su capacidad de síntesis, que en ocasiones parece erigirse como un rasgo diferencial, como un modo de alejar la sombra del monstruo de La tierra baldía, más dado a extensos circunloquios igualmente válidos pese a su poso menos coloquial y mucho más retórico.



Desde esta tesitura reluce la segunda faceta característica de nuestro protagonista, quien habla con una naturalidad que hace fluir el ensayo. Ello se debe en que en ocasiones los textos son conferencias que pronunció para un auditorio, aunque este rasgo estilístico no se debe sólo al público. Lo entendemos en parte a través del último apartado del volumen, fragmentos de conversaciones donde el poeta se suelta desde la sinceridad de la conversación. En esos pedacitos orales captamos lo personal e intransferible de su idiosincrasia, desde la ironía, de la que advierte sobre su abuso, hasta un gusto contrario a lo francés salvo excepciones como Cocteau, valorado por su agudeza sin par, y Valéry, encomiable por una inteligencia que no explota al máximo sus talentos para aquello a lo que se dedica.

Estas consideraciones sirven al bardo para trazar líneas de oposición entre las varias prosodias, que entiende no sólo desde el lenguaje, sino también desde el contexto en que fueron forjadas las obras. La lucidez de estas reflexiones derriba mitos y ahonda en una evolución que ni puede eternizar la figura romántica ni privilegiar, un peligro que hoy en día sigue de plena actualidad, una propensión al ombligo que deje la construcción del verso como una especie de cementerio de seres vivos que se leen entre ellos sin preocuparse en absoluto por la sociedad y su devenir.

Otro valor fundamental de estos ensayos es el espectro temporal que abarcan. Las disquisiciones sobre los griegos, donde alarga lo canónico y con buen criterio no sólo se limita a los clásicos anteriores a la era cristiana. La cuadratura del círculo se completa con su veneración por Kavafis y la heterodoxa forma que este tenía de volcar sus filias y fobias mediante la historia y la evocación de una época que sin ser la suya le daba más que juego para glosar la contemporaneidad con inusitado lirismo.

El trozo más goloso del pastel que es esta edición de Andreu Jaume es la dedicada a los autores de lengua inglesa. Admirables son los ensayos dedicados a los sonetos de Shakespeare, los místicos protestantes y el mártir como héroe dramático, si bien creo que se percibe la vocación y la constancia de Auden en la serie que desmenuza las figuras de D.H. Lawrence, E.A. Poe, Tennyson y Lewis Carroll, donde además de una querencia puede confundir ironía con sarcasmo hallamos una capacidad de hilar fino con los pequeños detalles, visible, por ejemplo, en la explicación sobre las preguntas que Alicia hilvana para desmontar el rígido mundo victoriano y las convenciones entre niños y adultos.


La escuela anglosajona del siglo XX supo mezclar con solvencia, y mucho rigor, crítica y creación. Auden no es Eliot, ni falta que hace. Ambos gigantes, con el primero mirando al segundo con cierto pánico reverencial, son una puerta que nosotros no debemos cerrar para aprender y regar el camino con aguas que a veces creo demasiado olvidadas. La rapidez de nuestra era hace necesarias estas publicaciones que advierten y ubican la musa en territorios que dan a la inspiración una ética del trabajo muy alejada de frivolidades más que prescindibles, lacras a sepultar en la basura con rabiosa inmediatez. 

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