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lunes, 27 de julio de 2020

Diálogo con Xavier Domènech en Catalunya Plural



La pasada semana Catalunya Plural publicó mi diálogo con Xavier Domènech en torno a su libro Un haz de Naciones, publicado por Península. Si quieres puedes leerlo aquí

domingo, 7 de octubre de 2018

Diálogo con Pierre Assouline en El Confidencial



La semana pasada en Formentor tuve el placer de dialogar con Pierre Assouline en torno a su última obra, Retour à Sepharad, si quieres puedes leerla aquí

domingo, 31 de julio de 2016

Una historia del ateísmo en España, de Andreu Navarra, en El Mundo



Esta semana en El Mundo escribí sobre El ateísmo, la aventura de pensar libremente en España, de Andreu Navarra, si quieres puedes leer mi reseña clickando aquí

martes, 31 de mayo de 2016

Ángel Ganivet en Todos somos sospechosos



Esta madrugada en Todos somos sospechosos hemos hablado de Ángel Ganivet, posiblemente el precursor de la generación del 98, una vida trágica con España de fondo. Si quieres puedes escuchar la charla clickando aquí

martes, 22 de diciembre de 2015

Francisco de Goya en Todos somos sospechosos


Esta madrugada en Todos somos sospechosos Laura González y servidor hemos continuado con la serie española de Noches en la tierra y tras la cita electoral nos hemos centrado en la figura de Francisco Goya y Lucientes. Si quieres puedes escuchar la charla aquí

martes, 15 de diciembre de 2015

Mariano José de Larra en Todos somos sospechosos



Esta madrugada en Todos somos sospechososhemos abierto un ciclo español de noches en la tierra que alternaremos con otro nortemericano. Para inaugurar esta combinación hemos hablado del grandísimo Mariano José de Larra. Puedes escuchar la charla en el enlace clickando aquí

lunes, 9 de noviembre de 2015

viernes, 9 de octubre de 2015

Diálogo con José Ignacio Torreblanca en El Diario



Hace unas semanas entrevisté al politólogo José Ignacio Torreblanca en torno a su libro "Asaltar los cielos, Podemos o la política después de la crisis". Puedes leerla



aquí en catalán

aquí en castellano

viernes, 7 de agosto de 2015

En el furgón de cola en Cartas al director de EL PAIS


Creo que ante todo nuestro principal deber es como ciudadanos. Por eso la semana pasada se me ocurrió escribir una carta a EL PAIS para comentar cómo los partidos políticos se despreocupan totalmente de los autónomos. En España la tarifa es abusiva si se compara con el resto de Europa y no se atisba ninguna propuesta electoral para remediar el desastre. Puedes leer mi nota aquí

viernes, 3 de octubre de 2014

Un susurro de España en Excodra



Un susurro de España, por Jordi Corominas i Julián
Hace pocos meses abdicó el Rey Juan Carlos I. El paso del tiempo suele situar determinados acontecimientos en una óptica del recuerdo colectivo. Todos sabemos qué hacíamos cuando cayeron las torres gemelas, algo que en Cataluña es más bestia todavía porque ese día era festivo y nos pilló con la mesa puesta, casi con la comida en la boca. Sin embargo, el día de la renuncia del heredero de Franco era lunes y tras saber la noticia decidí salir a la calle. La vida seguía su curso con ejemplar normalidad, sin aspavientos. Aún era temprano y supongo que el resto de la jornada tomó otros derroteros abocados a una de las máximas absurdas de nuestra época.

Hacer Historia. La gente nunca la escribe en mayúsculas pero siente una necesidad brutal de protagonizarla porque suele ignorar cómo se redactan sus actos. Esa tarde se convocaron manifestaciones republicanas por toda España y las redes sociales ardían de lemas que evocaban el 14 de abril de 1931, como si nuestros abuelos hubieran revolucionado el país en un abrir y cerrar de ojos. Es triste que Warhol acertara con sus quince minutos de gloria. Las trayectorias, al menos desde el culto al instante, han quedado eclipsadas. Ya ajustará cuentas el reloj. 

Esta sensación eufórica ha recorrido nuestra geografía a lo largo del último lustro desde la inconsciencia de ignorar lo que significa un proceso. Puede que los soberanistas, con cierto criterio, usen el vocablo. Los demás ni siquiera lo mencionan en su base porque se mueven por impulsos que salen desde un desconocimiento brutal que marca la pauta en casi todas las facetas de nuestra sociedad de fachada elevada al cuadrado. Sin conocer la tradición, en este caso el pasado, no puedes aspirar a ir más allá del umbral presente y superarlo para crear nuevas circunstancias. La lección sirve tanto para algunos escritores como para los que fueron a la plaza y pensaron que con el mero hecho de ocuparla iban a derribar el poder.


¿Por qué tanto desconocimiento? La Historia que se enseña en las escuelas españolas es lamentable y sus programas, al menos hasta hace bien poco, lamentables. Yo mismo no pude cursar ningún tipo de asignatura relacionada con la República o la Guerra Civil hasta el segundo año del doctorado. Eso no era un problema porque mi curiosidad había resuelto la papeleta con antelación. En otros casos deduzco que muchos han preferido seguir en una ignorancia que se podría comprobar con mucha facilidad por la calle mediante pocas preguntas.



El sistema educativo ha propiciado esta basura cósmica que aturde a muchos ciudadanos que han elegido ser hijos de su tiempo sin sumergirse en otros, lo que también implica conformarse con una cultura de fachada muy parecida a un quesito de trivial pursuit. La enseñanza se articula a partir de unos esquemas que más que aprender propician vomitar datos que a posteriori se olvidan e internet ha reforzado esta tendencia desde un enciclopedismo popular capaz de elevar a la quintaesencia el fast food mnemotécnico. Ello implica una pérdida colectiva que se notará más en el futuro, pues por mucho que se hable de los enlaces cada vez se desaprovechan más. La Historia es una especie de gran línea donde todos los puntos están entrelazados. Por desgracia cada vez se valoran menos estas conexiones fundamentales porque se prefiere alardear con una fecha o una anécdota que relance el simulacro donde nos hemos instalado.

Sin comprensión de lo pretérito es imposible entender un presente donde muchos creen ser protagonistas a partir de la opinión masiva cuando en realidad sólo comentan elementos de unas casillas rellenadas por los que mandan, bien tranquilos al conseguir su propósito de marcar una agenda de debate dominada por una rapidez que genera obsolescencia programada de las noticias. Uno de los grandes fracasos de mi generación fue, pese a los nuevos partidos políticos de los últimos tiempos, el 15M. Algunos salimos. Otros prefirieron manifestarse delante del teclado para perpetuar la melodía de los zombies modernos que son incapaces de mirar el horizonte, metáfora bien indicativa de cómo van las cosas. Exterior versus interior. Activismo contra la pasividad que predomina sin límite.

De todos modos es posible cambiar los acontecimientos desde una habitación si se tienen los rudimentos para navegar por los mares de Clío, sí, la musa del tema que nos concierne porque desde las comparaciones con otros hechos podemos acercarnos a la actualidad y formularla desde estructuras internacionalistas en el doble sentido de interesarse por las vivencias de otras tierras y aceptar que en nuestra era las fronteras carecen de vigencia desde lo nacional, algo mucho más normalizado en el resto de Europa, donde la acuciante presencia de la Historia ha unido los pueblos en conflictos y hermandades que de las batallas han avanzado hasta lo cultural, imprescindible en el ámbito de estudios comparados de muchas universidades del Viejo Mundo que de este modo muestran al alumnado las relaciones entre los países del Continente para mostrar diferencias y vínculos en común.


¿Y España? Puede que la neutralidad en las dos guerras mundiales y la larga dictadura franquista hayan alargado nuestro catequismo del catetismo, teñido de uniformidad y contrario por norma a la pluralidad. Ir contracorriente suele pagarse, por eso este en muchos aspectos es un país de capillitas que protegen intereses porque más que el verdadero progreso creen en el caciquismo, típico en la banalidad de arquetipos provincianos demasiado vigentes, grupos con mucha cháchara y poca chicha, amigos de vender humo que se asustan si una mosca se desvía de la trayectoria convencional y propone otros rumbos. No intenten leer entrelíneas, o bueno, háganlo, pero lo explicado es una mera constancia histórica española. Corran, consulten las hemerotecas. Marx tenía razón. 

lunes, 28 de abril de 2014

La muerte de la reseña en España




La muerte de la reseña en España, por Jordi Corominas i Julián 

Observo en España una alarmante disminución del número de reseñas. Muchas veces, pues es un arte que adoro, me he planteado los motivos que han provocado tan acuciantes descenso.

La reseña es un género apasionante. Decía Eliot que a través de la labor crítica uno trazaba su propia biografía. Si unes todos los textos en los que hablas de obras ajenas darás con la evolución de quien los escribe, y eso, entre otras cosas, es hallar un estilo, notar cómo las capas se funden y el todo deviene uno.
No nos pongamos filosóficos. La verdad es que la crisis obedece a factores que en su interior desprenden un tufo asqueroso. La desaparición se ha gestado a partir de múltiples factores.

El más detestable, indudable fuente de descrédito, es el amiguismo. Al final, sobre todo en las redes, la credibilidad se desvanece si hurgas en camarillas, grupillos y gente ufana, carente de autocritica, que creen conseguir réditos mediante elogios, vacuidad y ésa absurda ilusión por trepar, como si tras las letras se ocultara una panacea que nunca llega.

En múltiples revistes asoman nuevos nombres, sepultados por su misma cantidad. Hace meses dije que tener muchas firmas sólo era la muestra de una ceguera insólita, porque desde mi punto de vista la acumulación sólo provoca desengaño, escaso rigor y aumentar el rebaño hasta límites desaconsejables, entre otras cosas porque la gratuidad, mayoritaria para vergüenza de todos, conlleva que los más válidos se equiparen a uno que pasaba por ahí.

Alguien avispado dirá que el lector es soberano y por lo tanto sabe distinguir entre lo bueno y la basura. Lo que no sabe es el criterio de selección, nulo si se acepta el 100% de lo que llega a redacción, de muchos editores, quienes más que pensar desde una ética privilegian sus propias obras, destacándolas con publicidad o con la simple mención en portada. Cuando no hacen eso se sienten satisfechos por favorecer determinados intereses que son un alargado letargo en una doble dirección. En primer lugar perjudican la auténtica difusión de información válida. En segundo muestran un mapa irreal que sólo se aclara si uno se empecina en hurgar en publicaciones de todo tipo.

Las de tendencias rebosan palmaditas en la espalda. Las sobrias caen en el intento de ser profesionales. Las desenfadadas saben que no ofrecen nada, pero tendrán visitas, y eso hoy en día cuenta.

También lo hace recibir muchos comentarios desde la negatividad y el sensacionalismo, que empapa hasta lo literario. Otro cáncer es el mero comentario en redes sociales, desde la sublime opinión en Facebook hasta la mención de un libro en Twitter, útil para llamar la atención y ahorrarte esfuerzo, sobre todo porque claro, no sirve de nada malgastar horas en lecturas, si nadie va a leerte ni ayudarás a que se vendan más libros en este país que nos ha tocado en gracia.

¿Y qué?

En mi caso concreto creo que entiendo muy bien a Karl Kraus, quien al final llevó su antorcha en solitario porque era lo mejor. Su idea hoy en día puede llevarse en una bitácora, pero no es lo mismo, no nos engañemos, los tiempos han cambiado y su rigor sería denostado, porque quien va contracorriente, quien se atreve a denunciar la total ausencia de autocrítica del panorama, es condenado por insumiso.

Yo mismo prefiero las entrevistas a las reseñas. Las llamo diálogos por su formato, libre de charla, sin corsés que desnaturalicen. En alguna que otra ocasión he sacrificado reseñas porque, tras leer el libro, he creído oportuno dar al autor la oportunidad de expresarse. ¿Quién mejor que él mismo para comentar los dimes y diretes de su creación?

Con las reseñas es otro cantar. Cuando me pongo con ellas siento a mi lado una voz que habla de sacrificio, subjetividad objetiva y estructura metódica. Es importante plantear un contexto, interesarse por el entrelineado y tener clara la tradición que lleva a la supuesta modernidad. Estos y otros factores, desde el estilo hasta el mensaje, configuran el conjunto.

Mi desesperación estriba en que cada vez, aunque hay honradísimas excepciones, veo menos esos puntos fundamentales y en ocasiones no veo muertos, sino el bochorno de leer comentarios donde el escritor se infiltra para obtener más repercusión. El gallinero prevalece y la seriedad dice adiós, y con ella la misma reseña, desdeñada hasta extremos que auguran su extinción, finiquitada por cinismo y un provincianismo que afecta a la mayor parte de la joven cultura española, emperifollada para la pose y negada a traspasar fronteras en lo intelectual, con una cerrazón donde el estatus interior, que puede borrarse de un plumazo cuando el juez tiempo mande sus cartas, es un objetivo primordial, casi el único, aspecto visible, perdonen que sea redundante, en redes o antologías que venden una moto donde muchos se frotan las manos por presentar generaciones y grandes esperanzas blancas de usar y tirar.

La suerte es que el mundo no se termina en la piel de toro, que debería abandonar tanta escenografía naif, amor superlativo a los libros y ponerse a trabajar de una puñetera vez en elaborar un discurso crítico sólido, que no se perciba como una escopeta nacional con ínfulas cultas. En realidad nadie quiere ser reseñista de profesión, así como de pequeños nadie deseaba ser portero en los partidos del patio.

En una de esas cenas o noches de copas donde uno se encuentra con gente del mundillo coincidí con un crítico de un periódico nacional, de esos que puedes comprar en el quiosco y que tienen suplementos culturales que enlazan muchos internautas y leen las personas que no usan habitualmente el universo donde el exceso de información genera desinformación. Le comenté que en mi opinión ellos no se fijan en lo que acaece en lo digital, y, estábamos bien tranquilos, el motivo era una especie de defensa numantina, volvamos a lo mismo, de una posición. No lo negó, pero también dijo que sabía perfectamente los nombres con alma en sus reseñas. Pocos, matizó.

La prensa escrita, expresión idiota porque no creo que exista prensa ágrafa, obviamente vela por determinados intereses, bastante más elevados económicamente que sus hermanos de la red. Precisamente el no tener que rendir cuentas sería la excusa para renovar el cotarro sin miedo, pero no sucede, y me exaspero.

El pasado domingo topé por casualidad con la última hora de Novecento, extraordinario fresco fílmico de Bernardo Bertolucci. Esos instantes finales son una oda a una esperanza truncada, con el poder adquirido en segundos que se esfuma cuando vuelve la normalidad. Puede que mi generación, aunque la historia es un proceso y aun queda mucha tela que cortar, tenga como gran fracaso el 15M, porque ese rayo ilumina sí, pero a poca gente, la pasividad se ha impuesto en el marasmo, tan español, de voy a lo mío. Esa derrota social tiene un pequeño equivalente en el descanse en paz de la reseña, un síntoma de ignorancia para con lo cartesiano, la ética y la esencia de la misma difusión de la literatura. Algún día pagaremos las consecuencias de tanto conformismo.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Todo lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina en Revista de Letras


La pasión calmada desde un nuevo regeneracionismo: “Todo lo que era sólido”

Por  | Destacados | 19.03.13
Todo lo que era sólido.
Antonio Muñoz Molina
Seix Barral (Barcelona, 2013)
Todo lo que era sólido. Piensas en Marx. Completas. Sí. Se desvanece en el aire. El título del último ensayo de Antonio Muñoz Molina es una metáfora de nuestro tiempo, donde por otra parte también es posible observar cementerios con andamios, obras paralizadas, museo al aire libre de la que podría haber sido la crónica de una muerte anunciada.
Pero más que de la crisis, que también, el autor ubetense se centra desde una visión global en España. Como problema, como sempiterno retablo de las maravillas quijotesco acrecentado por errores que emergen en la Transición, cuajan en plena democracia y configuran una imagen de país que roza el absurdo.
Lo hace desde el cambio en el relato histórico y en renuncias de moralidad en la izquierda para coger con gusto su parte del pastel de poder, traición que desprestigia lo ciudadano y apunta al inicio de la decadencia. Conservadores y socialistas, reciclados del régimen y antiguos antifranquistas optaron por, en vez de una unidad, propiciar diecisiete que se identificarían, algo muy romántico, mediante fiestas y símbolos basados en la tradición, para mayor gloria de lagarteranas, falleras, barretinas, coros, danzas, procesiones y todo el panorama que encierra en su interior la paradoja de un pensamiento común que exalta, al tiempo que propulsa problemas, naciones que nunca habían existido. El invento de tanto café comunitario conllevó a la creación de gobiernos autonómicos con sus funcionarios y de las festividades, en las que poco se recorta, se pasó a la ambición de grandes eventos, inútiles obras megalómanas y el chollo de la promoción de la marca Valencia, Illes Balears o Castilla-León. Los líderes de estas comunidades se han perpetuado en el poder, signo evidente de una democracia insana donde los gobernantes parecen de cortijo, caciques elegidos por votos sí, pero con, hasta que se les ha girado en contra, unas medidas populistas que eran una panacea barroca.
Barroca porque el edificio se diseñaba sólo con una fachada que desataba el miraje de la abundancia, que en realidad era de pocos a costa de muchos.
El boom del ladrillo, y la interesante disección que Muñoz Molina hace de la palabra pelotazo, es otra imagen significativa. El país perdiendo tierra auténtica a base de casas que quizás nadie habitará. Mientras eso sucedía Camps y los demás presidentes, alcaldes y concejales vivían la orgía del entremés hispano allende los mares, con galas y cenas en Nueva York para presentar el producto, la marca que fuera para un selecto público consistente en la delegación de turno y cuatro estadounidenses despistadas. Todo ello a costa del erario público, claro, y con unos minutos televisivos en prime time para vender la moto.
Antonio Muñoz Molina (foto © Ricardo Martín/Seix Barral)
La clase política ha manejado a su antojo las riendas del cuadro quijotesco que ha derivado en la putrefacción actual. El autor terminó el libro antes del caso Bárcenas y la escalada de corrupción en cualquier institución estatal. No importa, porque las palabras suenan y son actuales,  detrás hay una profunda reflexión que se complementa con investigación de las fuentes, factor importante teniendo en cuenta que el último ganador del Premio Jerusalén vive en Nueva York, hecho que le da un papel de observador externo e interno por sus visitas a España y su continuo interés en la evolución de la piel de toro.
Ello se aprecia en una línea que entronca con La noche de los tiempos, su última novela, desde una visión alternativa del típico cainismo y un gusto por el detalle concreto dentro del gran mapa de la Historia. La propuesta diferencial parte de la coherencia al no ser ni de unos ni de otros, apostar por el diálogo, una utopía desde los pactos de la Moncloa, y creer en una tercera vía que es la del sentido común, la misma que acude a hemerotecas y escarba hasta dar con minucias significantes que presagiaban la catástrofe.
Apartamentos en la playa, extraordinarias oportunidades de crédito, optimismo salvaje en la economía. Dentro de nada seremos una potencia de primer nivel. Escaseaban las esquelas mortuorias -tan presentes ahora, como si se despidiera el mundo de ayer- y los artículos potenciaban las glorias deportivas. El escaparate rendía a pleno gas y Muñoz Molina lo registra, se viste de notario para deducir y sacar sus propias conclusiones, donde no queda exenta la crítica a su propia generación.
Las tijeras perpetradas a la sanidad y la educación, las mil privatizaciones y el descaro son consecuencia de la nula voluntad de educar a la ciudadanía para que valoren la democracia y puedan participar de ella. A falta de pan buenas son tortas, pero al final quien ha optado por esta reacción, pedagógica y necesaria, es la población civil, que exhibe una nueva conciencia que ha agitado unas más que legítimas ansias de cambio y reforma verdadera.
A veces da la sensación, y así lo explica Todo lo que era sólido, que la mayoría piensa en el éxito de los servicios públicos, monumento de un esporádico Estado del Bienestar, como algo que existe desde siempre. Su desmantelamiento es una de tantas incertidumbres que nos rodean, actos críticos que podemos subsanar si olvidamos los reinos de taifas y  a sus gerifaltes de charanga y pandereta para encaminarnos a dialogar y hallar soluciones que den luz a tanta miseria de todo tipo.
El libro del autor de El jinete polaco es una buena noticia. Si bien es cierto que muchos escritores con columnas han reaccionado y hasta algunos se han atrevido con lo que podíamos denominar “novela de crisis”, hasta ahora fallidas en su mayoría, también cabe recalcar que ningún autor de prestigio se había atrevido a hilvanar una reflexión bien meditada de las problemáticas actuales y un retorno comprensible del me duele España. En Todo lo que era sólido un nuevo regeneracionismo se hermana con su anterior versión desde una óptica lucida que no desprestigia el vocablo, tan denostado y maltratado en bocas como las de Esperanza Aguirre o Rosa Díez.

martes, 2 de agosto de 2011

Poema sonoro "Pensamientos sobre la crítica literaria"


Y todo empezó cuando leí la famosa lista de Blogs. Observé reacciones en la red y posteriormente he flipado en colores con el nivel de comentarios en otras bitácoras,con un hooliganismo propio de MARCA. Esto es lo que tenemos, una arrogancia desmedida y una especie de bula para decir lo que nos de la gana, como si fuéramos dioses o alguna tontería parecida. Quizá porque aquí no nos dedicamos a poner a parir a nadie ni provocamos no nos encontramos estas cosas,o sí, pero sólo en concretas ocasiones y no pq nosotros queramos...la causa es que creemos en la libertad de la red hasta que nos tocan demasiado las pelotas.
En fin, las mezclas siempre son una buena forma de mejorar mi salud mental, para todo lo demás podéis ir a otros sitios a leer a tanto juez implacable, alborotadores de ocasión ( el pa sucat amb oli catalán lo define mejor), lameculos de mercadillo y gente que no tuvo cariño en su infancia. Naturalmente hay excepciones, y las respetamos,pero a veces quiero leer sobre literatura y hallo un profundo desierto a mi alrededor, desierto que además tiene fronteras delimitadas,porque parece que no hay nada más que Península Ibérica. Ya me dirán, resulta que el mundo literario se limita a los españolitos. Pues no, hay que ir más allá y dejarse de tanta discusión banal, o trabajar escribiendo,que al fin y al cabo es lo que cuenta.

ps: Porque la crítica debería ser un servicio al lector, no un instrumento para putear a los demás o trepar en plan gusanil. Al fin y al cabo el mundillo se llama así porque es pequeño e insignificante, nadie os conoce tras esa puerta. Hay personas que lo saben muy bien, otras viven en el reality felices, o amargados, muy amargados. Salid a la calle, que mola.

jueves, 24 de febrero de 2011

Elisa y Marcela de Narciso de Gabriel en Revista de Letras



Rescatando una historia única: “Elisa y Marcela”, de Narciso de Gabriel
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 20.02.11


Elisa y Marcela. Más allá de los hombres.
Narciso de Gabriel
Prólogo de Manuel Rivas
Libros del Silencio (Barcelona, 2010)

Visito Google Earth y tecleo Dumbría, población coruñesa donde en 1901 residían Elisa y Marcela. Ha pasado más de un siglo. La localidad apenas ha cambiado. Es un pueblo de carretera con casas antiguas y una vida tranquila, monótona en la gloria que da el silencio y conocer todos los rostros que pisan la tierra. Para muchos, los que ubican la trascendencia histórica en grandes núcleos urbanos, puede resultar sorprendente que una aldea celta albergara sin incidentes el romance entre Elisa y Marcela, dos pioneras que cien años antes que la ley lo permitiera decidieron casarse para adaptarse a la normalidad de su época.

Tiempos ingenuos, días de sospecha. Imaginen la escena. Finales del siglo XIX. Una chica llega a su casa y cuenta a su madre que tiene una nueva amiga. Habla con entusiasmo del nuevo hallazgo, tanto que genera alarma. Marcela ha dado con Elisa. Su vida sufre un vuelco. Las dos pasan el día juntas, son inseparables. Galicia y la España de la Restauración. Clima frío, sociedad castradora. Para una mujer con ganas de desafiar el corsé de la imposición existían pocas salidas hacia la libertad individual. Una de ellas era estudiar para maestra, profesión que concedía independencia bajo el estigma solterón. Poco importaba. Ambas trabajaban y durante casi una década intentaron combinar sus respectivas combinaciones para estar cerca. El fin de semana era la cumbre. Convivían y se amaban. Recorrían los kilómetros de separación ansiosas, anhelando el momento de reencontrarse e inventar una cotidianidad truncada por las circunstancias. Dumbría fue la clave que impulsó una nueva situación. Elisa ejercía su magisterio docente en Calo, a once mil metros de Marcela. Cuando la primera reposaba de sus obligaciones se instalaba en casa de la segunda y la ayudaba en las tareas del hogar. Los rumores crecieron. Hubo riñas, y hasta un apodo para la forastera enamorada con fuertes tonos viriles. La llamaban O civil y presumía de llevar siempre consigo una pistola, por si las moscas, como si así mostrara su posición dominante más allá de la pareja, fémina de armas tomar hasta en la calle. Cuando planeas revoluciones es mejor ser discreto.

En la primavera de 1901 los acontecimientos se precipitaron. Las enamoradas discutieron por la muerte de unos cachorros y Elisa puso punto y final a la relación tomando las de Villadiego con el propósito de trasladarse a La Habana. Sin embargo Cupido siguió haciendo de las suyas. Marcela confirmó a los vecinos que se casaría con Mario, un primo de Elisa, muy parecido físicamente a su pariente, tanto que no era ninguna exageración decir que compartían voz y maneras. El matrimonio cancelaría males y daría estabilidad integradora que disipara cuchicheos.

Mario o el travestismo: la fuga y la investigación.


Narciso de Gabriel, Catedrático de Teoría e Historia de la Educación, ha investigado durante tres largos lustros las efemérides de las dos inauditas gallegas. Mario, no hay siquiera un mínimo atisbo de duda, era Elisa, quien simuló su huida para preparar el terreno de la transformación. Se instaló en A Coruña, cortándose el pelo, dejándose un ridículo bigote y vistiendo trajes para adaptarse a su recién adquirida masculinidad. Cuando se sintió lista fue a la iglesia de San Jorge y, sin abandonar el cigarrillo para resaltar su porte, pidió ser bautizada por el párroco, quien creyó a pies juntillas la fábula del retorno desde Londres, feliz por reclutar un fiel más a la causa del catolicismo, en declive por el auge del protestantismo en casa del Apóstol Santiago.

Mario y Marcela se esposaron a las siete y media de la mañana del 8 de junio de 1901. Ciento cuatro años antes del primer enlace homosexual reconocido en nuestro país. Sin saberlo empezaba su calvario, apasionante trama que va desde el descubrimiento de la ficción hasta la perdida de su pista en Buenos Aires, cuando Elisa se casó con un viejo potentado para exaltar la paciencia y atender el óbito que diera rienda suelta a su pasión por Marcela, quien dicho sea de paso se quedó embarazada y alentó más si cabe el fervor de la prensa, entusiasmada por la oportunidad de grandes titulares. Novios de contrabando. Asunto ruidoso. Bodas sáficas. Folletín en acción. Caso sensacional. Matrimonio sin hombre. Notas para una novela. Hasta la Pardo Bazán metió baza elogiando la personalidad de Elisa. Una mujer así era sobresaliente, destacaba por astucia y capacidad para burlar la ley que obligó a las tortolitas a cruzar la frontera lusa tras revelarse, previo examen médico, la verdadera sexualidad de Mario. Oporto las acogió con su eterna niebla y una condena previsible que, postergada durante un breve lapso durante el que desarrollaron una vida como la de cualquiera, viró hacia la solidaridad popular una vez fueron depositadas en la cárcel. Crecían las colectas y la simpatía iba en aumento para salvar a las desgracias, pues según la moral de entonces eso eran, dos pobres muchachas con la brújula estropeada. Las juzgaron y recibieron la dicha de salir indemnes del íncubo con barrotes, jaleadas y valoradas por los medios, dichosas por la feliz resolución de la efeméride que tanta tinta vertió. La última anécdota fue la del nacimiento del hijo de Marcelo, objeto de bromas y sátiras por lo absurdo de toda la situación. Es más que probable que el retoño fuera el motivo de tan estrambótica unión. Una madre sola levantaba suspicacias, por lo que Elisa, predominante hasta en su capacidad de sacrificio, optó por travestirse en pos de asegurar un futuro digno a su compañera para acallar rumores que impidieran, por aquel entonces era menester, la respetabilidad de lo anodino.

Mimar la documentación en la supremacía de la síntesis: mirando al pasado para situar el presente.


Recuerdo con asombro una charla de hace pocos años en las que una chica me contaba la metodología imperante en la decrépita Universidad española. Las notas al pie desaparecen y se imponen paréntesis sintéticos para facilitar la lectura del texto, como si de una novela se tratara. La historia de Elisa y Marcela es real. Narciso de Gabriel prosigue su relato, rápido pero científico, desgranando la poca información obtenida del periplo bonaerense de las dos protagonistas. Cuando, lamentablemente, se rinde al hallarse en el vacío documental, anulación del individuo al esfumarse en las fuentes, emprende otra trayectoria que justifica su meritorio volumen. La segunda parte versa sobre materiales, procesos, repercusión mediática y un elaborado estudio sobre cuatro temáticas relacionadas con lo narrado anteriormente: Hermafroditismo, lesbianismo, travestismo y feminismo. A principios de la pasada centuria estos fenómenos eran mal conocidos y la palabrería podía a la lógica. Había algunos aciertos, nimios porque más que centrarse en el todo iban a la minucia que despertara curiosidad. La bandera blanca se agitaba de antemano por la férrea resolución de lo imperante. Bulos y mentiras corrían, privilegiando lo estático, derribando la pluralidad por orden divina y sempiterno pudor.



Cabe resaltar esta parte del manuscrito tanto por la excelente tarea desarrollada por de Gabriel, como por la irreverencia, ¿quién lo hubiese dicho hace unos años?, de Libros del Silencio al apostar por obras que en su planteamiento van más allá del fast food literario habitual, dos semanas de rabiosa promoción y adiós muy buenas. El pop no es eso, lo tildarán de efímero por querer impactar en lo contemporáneo, pero bien llevado tiene textura de permanencia.

Elisa y Marcela serían normales en 2011. Estas dos heroínas son las madres de tantas lesbianas que ahora desarrollan su sexualidad sin complejos ni ataduras. Su ejemplo, su lucha, no es una diversión más para una tarde entretenida: son un aprendizaje, advertencia para no bajar la cabeza y andar sin miedo derribando barreras que nos alejen de lo utópico y den al inconformismo un sentido que vamos olvidando mientras dejamos que el campo se llene de mierda. Si la pluma vence a la espada, el movimiento debe derrotar al estatismo. Tomen nota.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

España en las novelas de Rafael Chirbes en Panfleto Calidoscopio





Nuevos y necesarios episodios nacionales

Por Jordi Corominas i Julián



“El hombre tiene que acostumbrarse a vivir con la mierda. Es más, sólo se entiende al hombre conviviendo con la mierda, porque la mierda forma parte de él, es parte de él, desde que está envuelto en los pañales y entre los pañales y él hay mierda, y dentro de él, qué hay, mierda. La cultura, la civilización es en buena parte una lucha por olvidarla, por no verla […] Al hombre no le gusta su propia esencia. Y yo soy un hombre, hijo mío. Y a mi tampoco me gusta la mierda, pero convivo con ella, no me queda más remedio. El hombre crece conviviendo con lo que no le gusta”.
(Rafael Chirbes, La caída de Madrid, Barcelona, Anagrama, 2000)


Y quien dice el hombre bien puede referirse a España y su periplo durante buena parte del siglo XX, ruta espinosa que muchos silenciaron demasiado tiempo, como si con la palabra se resucitaran viejos fantasmas que convenía tener alejados de la realidad, vestigios incómodos relegados a un pozo muy profundo. Los jóvenes críticos, que en su mayoría tienden a privilegiar temáticas alejadas del compromiso, exhiben en este campo un discurso cínico consistente en burlarse de episodios pasados, argumentando que ya se habla demasiado de la Guerra Civil y el negro período franquista, calabozo del que aun no hemos abierto completamente la puerta. ¿Demasiado? El mercado es una bestia hipócrita que suelta enrabietadas y certeras flemas a cuentagotas. Desde la aprobación de la ley de la memoria histórica el interés de algunos literatos por recuperar aquellos años aciagos ha tenido escasa repercusión en los medios. La típica noticia para completar un hueco y listos. No nos hemos dado cuenta y vivimos nuestro particular barroco cultural. Se ama la forma. Se ningunea el contenido. Se nos machaca con fosas y desapariciones, con injusticias y torturas, pero nadie tiene la valentía de alzar la voz y hundir su tinta en las heces desde la sinceridad. Perdón. Rafael Chirbes (Tabernes de Valldigna, 1948) lleva haciéndolo desde su debut en el ya lejano 1988, en las postrimerías de la caída del muro. Lo sorprendente es que cuando pregunto a compañeros de mi generación todos, y no es exageración retórica, dicen ignorar quien es. ¿Chirbes? Me suena. ¿Chirbes? ¿Qué ha escrito? Yo mismo hasta hace dos meses me incluía en lo nómina de los desinformados. Luego leí Por orden alfabético de Jorge Herralde y percibí su entusiasmo por el valenciano, un tipo auténtico capaz de irse a vivir durante once años a un pueblo extremeño de cuatrocientos habitantes para escribir y discutir por la noche de política en los bares, un hombre honesto que defiende sus ideales y los plasma sin artificio en su narrativa, corpus esencial que ahora y en un futuro servirá para entender nuestro novecientos, centuria fallida donde fuimos reclusos desde nuestras casas, víctimas soñadoras que no pulsamos las teclas justas para mejorar el desastre perpetuado por los típicos pocos empeñados en finiquitar las ilusiones del pueblo, pelele en evolución que aun lucha, si es que lo hace, para romper las barreras y oler un poco de esa comida llamada progreso, porque si insistiéramos con la libertad haríamos el ridículo por exceso de quimérica utopía.





El primer Chirbes: el espacio y el desencanto del ideal.

El desencanto del primer Chirbes para con la España de los años ochenta se intuye inmenso, y no sería de extrañar que ese fuera el motivo de ubicar su ópera prima, Mimoun, en Marruecos, donde el narrador vivió dos años. El protagonista es un profesor de español que cruza el estrecho con la intención de concluir su novela. Sin embargo, fracasará en su objetivo al hipnotizarse con el espacio, que atenaza y domina. El zoco y la canícula, una frontera más que meteorológica, son un laberinto de vicios y tentaciones que se alía con el clima para desbaratar planes y generar una vorágine maligna donde todas y cada una de las piezas quedan atrapadas entre alcohol, hachís, sudores, sexo, fuego y un constante incendio ardiendo hacia la deriva. Hay sospechas y un aire que anuncia tragedia. Los personajes se mueven en el tablero como piezas egoístas que con su actitud creen tomar las riendas, cuando lo cierto es que sólo activan partículas siempre más propensas a la ruina, único trait d’union entre todos ellos, y lo mismo sucede en En la lucha final, segunda novela que parece anticiparse más de una década a su destino, pues en mi modesta opinión debería situarse tras La caída de Madrid, aunque si Chirbes la escribió es más que probable que lo hiciese porque seguía muy desengañado de esa España socialista donde los otrora perdedores, fanáticos de tertulias revolucionarias durante el franquismo, se aburguesaron constituyendo la crème de la crème de un Madrid decadente, con calles teñidas de un gris que se acentúa cuando nos adentramos en los hogares de una serie de trepas que permiten al lector asombrarse con el bisturí del novelista, cirujano perfecto en su operación de radiografiar la esencia de sus personajes, que en esta ocasión, algo característico también en otras obras del autor, son diseccionados sin piedad en un ambiente que recuerda con matices a Sunset Boulevard de Billy Wilder. Los vivos están muertos pese a sus oropeles, beben de éxito y comen fracaso a cada paso que dan, más preocupados en su apariencia que en defender los valores de antaño, esfumados bajo mantos más lujosos que no pueden ocultar sus sonoras miserias, propulsadas en grado máximo por el modo en que emergen, con un impostor que encandila al grupo, ese Ricardo Alcántara de basura y fascinación, y un asesinato que vertebra el relato y sirve al narrador la justa excusa para ir hilvanando su brillante polifonía, desenmascaramiento capitalino que destruye mitos contemporáneos con una suave mala leche que aún, y hablamos de una novela publicada en 1991, no ha llegado a Barcelona, donde se sigue glorificando a la Gauche divine del Bocaccio como insuperable panacea cultural.






La transición hacia el meollo: La buena letra y Los disparos del cazador.

Tras esta exploración Chirbes cambia de tercio y se traslada a una órbita donde prima la confesión que abarque cronologías donde las peripecias del individuo puedan fundirse con su tiempo histórico. Tanto en La buena letra como En Los disparos del cazador late un primigenio germen de arrepentimiento y desdicha. En la primera una mujer dirige sus impresiones al hijo, transmitiéndole la crónica familiar de unos años donde, fenecida la esperanza con la victoria de los golpistas en la Guerra Civil, la supervivencia se erigirá en máxima. La existencia se centrará, así como el relato, en las cuatro paredes del hogar, microcosmos que explica el exterior por las actitudes de cada miembro del clan. Hay amor y secretos, miradas, desaliento y mucha frustración. Lo peor, y esa es la gran debacle, es la descomposición del núcleo por rencillas y malentendidos que van más allá de la anécdota para configurarse en cuadros capaces de resumir con sus pinceladas parte del drama nacional. La figura del tío, preso republicano que tras varios desestabilizadores desmanes acaba casándose con una antigua criada con ínfulas de estrella, es un epicentro en el ángulo de la fractura, consolidada con el transcurrir de los días por fallecimientos que dejan sola a la pobre Ana, viuda y mártir sentenciada por el reloj de arena, que nada arregla, carente de justicia poética, y lo mismo acaece con el protagonista de Los disparos del cazador. El narrador, un viejo más que consciente de su próxima desaparición física, redacta un diario que es una confesión en respuesta a unos papeles de su hijo Manuel, fanfarrón que disminuía la figura paterna y la calificaba con términos poco halagüeños. Ahora el anciano convive en Madrid con un cuidador homosexual y decide desahogarse desgranando los capítulos más significativos de su singladura vital, donde es menester remarcar que Chirbes ya introduce varios motivos que se repetirán en la segunda parte de su trayectoria. Madrid, centro de España, es el punto desde donde se escribe y se salta a la dimensión exterior, prestigio y supuesta apertura cultural, del viaje. Londres, París, Roma como bastones de mando que dan prestigio a su portador porque ha logrado escapar del tedio nacional franquista para sumergirse en otras realidades más placenteras. En Los disparos del cazador la idea de allende la Junquera aun no tiene un valor cultural tan arraigado como en posteriores novelas porque el narrador valora más su fuerza en sentido liberatorio, válvula de escape que evita la tortura del matrimonio, cargado de proyectos conjuntos hasta la irrupción de la monotonía y la diferencia, contrarestada con el trabajo y las amantes, mujeres que desde sus humores condensan todas las posibles Españas, desde la recatada hasta la pasional que no se corta un pelo. Luego, naturalmente, están los amigos y los hijos, aunque quizá convendría destacar los negocios como piedra miliar que permite comprender cómo muchos se enriquecieron y pudieron llevar un frenético tren de vida, pues en las novelas de Chirbes en muchas ocasiones da la sensación que las orgías y las francachelas estaban a la orden del día, lo que podríamos relacionar con el derroche al ser, en muchas ocasiones, sus protagonistas individuos que del cero absoluto han subido hasta el infinito. Los disparos del cazador es un llanto de incomprensión, una descarga emocional que también contempla la traición al origen, como si residir en la capital fuera una burla, como si la ansiada paz marítima de la pequeñez hubiese sucumbido ante la inevitable espiral del poderoso caballero de Quevedo, siempre necesitado de un espacio agitado para pinchar con su mortal veneno, triunfo y hecatombe de la generación que se hizo adulta después de la guerra, grupo humano encadenado a la producción para olvidar lo que un día fue un sueño de mejora social desde el anhelo colectivo.




Novelas con continuidad histórica: cumbres narrativas en La larga marcha y La caída de Madrid.

Con La larga marcha Rafael Chirbes accede a un territorio inexplorado en la reciente literatura española, y es increíble que así sea, porque su opción es clara y más que necesaria: trazar la Historia nacional de las últimas décadas desde una perspectiva donde el protagonismo recaiga sobre el hombre común, héroe porque carga con el peso de los acontecimientos y los malvive desde su normalidad. La asombrosa estructura de La larga marcha podría remitirnos a filmes como Novecento de Bernardo Bertolucci o, más recientemente, La meglio gioventù de Marco Tullio Giordana, obras mosaico de una sociedad que mediante una familia y sus alrededores consiguen tejer frescos históricos válidos para comprender los acontecimientos fundamentales de un extenso período. En el caso de Chirbes su apuesta se divide en dos partes que se enlazan con naturalidad. En la inicial los padres inauguran el malestar desde varios puntos de nuestra geografía durante el primer franquismo, cuando la espriuana piel de toro era una ciénaga inmunda de silencio forzado bajo pena de fusilamiento mezclada con una suprema ignorancia, una España atenazada por el recuerdo de la contienda fraticida que espera sanar sus heridas a sabiendas que el clima lo hace imposible. Elegir la supervivencia a costa de la indignidad. Sí, quedan películas y el rasgo compartido por ricos, venidos a menos, y pobres de suspirar pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero asimismo hay una atmósfera que observa el mañana como un horizonte perfilado en un fundido en negro, si bien los hijos constituyen un reducto para creer en un futuro más optimista, y así es como sangres de distinta procedencia confluyen en el Madrid de los años sesenta y respiran bocanadas de ilusión desde la universidad, la fábrica y un bar que hermana al grupo, preparado para combatir al enemigo mientras se aspira a crecer en la pasión, sea esta celuloide, amor o la mera existencia, que ya es bastante. Los chicos de La larga marcha conspiran, se organizan, se enamoran y sucumben, pero tienen en su ADN las células bien creíbles de su época. Hay hijos de papá, estudiantes aliados con los obreros, mucha palabrería, petulancia académica, proclamas incendiarias, creencias mesiánicas, canciones legendarias, escuadrones fascistas, comunismo a ultranza y, naturalmente, un miedo atroz a caer en las garras de la policía, terrorífica hidra capaz de desarmar inteligencias mediante su omnímodo control, donde siempre hay una sórdida bombilla que alumbra sin tregua a escasos metros de los transeúntes. La larga marcha necesitaría muchas más páginas de las que tiene este modesto ensayo para recibir justa alabanza de su grandeza, obra polifónica que con sus acertadas voces engloba a todo un país en un momento crucial donde los tambores sonaron con un estruendo equivocado por la creencia de poder derribar muros que estaban bien edificados por antigüedad y perpetuo afán represivo. Aún así el testimonio de la novela sobre aquellos años abruma por la maestría con que el narrador sitúa las teselas en la superficie, con una capacidad brutal para encajarlas fluidas sin perderse en ampulosas diatribas y mostrar aspectos poco tratados, como sucede con la homosexualidad, que el autor aborda en toda su trayectoria sin reparos y con mucha valentía. Cada palabra, cada línea están plenamente justificadas, y así se consigue crear un trozo de Historia desde la ficción, que pese a la distante implicación, pero implicación al fin y al cabo, del narrador tiene un tono que podríamos calificar de suficientemente objetivo en el análisis del tiempo tratado. Sí, es imposible olvidar las evidentes simpatías de Chirbes, visibles sin exageraciones, presentes de manera inevitable sin ser agobiantes porque lo que acucia su ánimo es otra cosa, como corrobora en su siguiente novela, La caída de Madrid, donde nuevamente el valenciano presenta un magno retablo de la sociedad española el día antes de la muerte del dictador, Francisco Franco. Ese diecinueve de noviembre los hogares, medio congelados por la espera, atienden las noticias. En uno de ellos Chirbes quiere situar una fiesta que junte a todos los elementos prototípicos del momento, del empresario al artista pasando por los estudiantes hasta llegar un pez gordo de la policía franquista. Ese día eterno la confrontación entre jóvenes y mayores se manifiesta desde varios puntos de vista, lucha de pasado y presente que alcanza instantes de inmensa intensidad por las elecciones del narrador, como sucede con la relación entre el comisario y una prostituta que no entiende las reacciones de su amante, hombre amargado, cargado de sinsabores que tiene en la violencia su tabla de apoyo ante el fin que se acerca, incertidumbre vislumbrada por los estudiantes y los hijos de un empresario que tiene bastante claras las cosas. Sus hijos son, valga la redundancia, hijos de un régimen contra el que es normal que se rebelen y esta reflexión pone en tela de juicio, con una simplicidad suave y precisa, toda la cantinela marxista, toda la cuestión de las banderas en la agonía de los mal nacidos del 18 de julio para plantear el enfrentamiento en términos propios de su época, como si los himnos y la rebeldía ibérica hubiesen sido nuestra forma de corresponder al 68 francés y a los arrebatos de Pier Paolo Pasolini y Jim Morrison con su obsesión por matar al padre y fornicar con la madre, Edipo en estado puro. Franco muere, y cuando esa dicha se produce Chirbes no aminora su ritmo. Su escritura desde La larga marcha es un inacabable párrafo que entronca con la continuidad de su discurso libro tras libro, unidad fragmentada en volúmenes que contienen diferentes personajes que coinciden con otros presentes en varios tomos de la saga, hombres anónimos con los que el lector termina formulándose preguntas. ¿Por qué tiene tan mala pinta ese Coronado? ¿A qué juega Taboada? ¿Ort? ¿Dónde leí ese nombre? De este modo las novelas son un río con tintes enciclopédicos, algo brillante porque significa dignificar la cotidianidad no desde la mera efeméride sino enmarcándola como fundamental en el camino trazado por la musa Clío. Un personaje no merece desaparecer, no es un recurso estilístico sin más porque está integrado en algo mucho mayor que un envite narrativo: la Historia, cadena de montaje, por decirlo finamente, donde todos estamos implicados.






Eres lo que yo fui un día, soy lo que serás: la extinción y la metamorfosis en Los viejos amigos y Crematorio.


“Pero ahora el ideal, la mentira que uno se forma en la cabeza, ya no tiene que ver con el arsenal de valores románticos de entrega, sacrificio, todo aquello que recogió de las literaturas del XIX el republicanismo español, y que cultivamos los antifranquistas de mi generación y los de la generación de Matías: lo de ahora tiene que ver con el egoísmo, con lo que uno quiere poseer, con el consumo, con las campañas que diseñan las agencias publicitarias. Son, se quiera o no, ideales más miserables, aunque quién sabe si también menos dañinos y que, aunque parezca extraño, me resultan más cercanos, al menos más comprensibles.”

(Rafael Chirbes, Crematorio, Barcelona, Anagrama, 2007)


En Los viejos amigos Chirbes recurre a una solución fácil que sirve de manera idónea para cerrar el círculo: una cena de antiguos camaradas. Los jóvenes de los setenta se citan en un restaurante de rompe y rasga para una ceremonia decrépita, pulso de poder en el abismo. Unos han perdido la mujer, otros han visto como su hijo caía en las garras de la heroína y todos, absolutamente todos, han enterrado su casaca combativa para abrazar al dios consumo y sus parabienes de supuesta prosperidad. Muchas aspiraciones han perecido en el paseo. Prima la altanería y una arrogancia de Corte Inglés con retoños de escasa capacidad inventiva que cantan melodías a lo Bob Dylan y discuten imitando a los mayores, a los que sólo les queda la palabrería de antaño mientras se aferran al sillón de su posición y hasta sollozan con Aznavour, que ya no surge espontáneo porque el organizador ha ordenado al jefe del local que ponga el tema en el momento justo. Infiernos personales. Dentaduras postizas. Muerta la magia, expulsadas las baterías de combate en aras del goce del conformismo propio de la clase media, se plantea una nueva situación que el narrador analiza descarnadamente en Crematorio, otro Everest narrativo que vuelve al origen para relatar la destrucción perpetrada en nuestro país durante la década ominosa del pelotazo inmobiliario. La acción se centra en Misent, localidad nostálgica para el autor que simboliza la Berlusconia en la que se ha convertido la Comunidad Valenciana, Wild West de especulación, rico sarcasmo y globalización canalizada en mercados estratégicos que confluyen con suavidad. Coca, putas, ladrillo. La muerte de Matías, el único sano del tinglado por su amor a la agricultura y una mente repleta de ensoñaciones sedentarias, destapa una caja de truenos verbales que desnuda los mecanismos de una serie de personajes grotescos en su dorada y patética soledad. Su hermano Rubén es el vórtice de la pirámide y le siguen un antiguo socio, arruinado entre alcoholes y fluidos vaginales, los adalides del mercado negro de la mafia global, un sobrino estúpido que sólo contempla las cotizaciones de la bolsa, las viudas del desaparecido y la mujer del magnate, situada en la cola de mi elenco porque es metáfora de la metamorfosis. Rubén, que pese a su terremoto inmobiliario es un hombre culto, ha pasado de tener una esposa con quien viajaba y disfrutaba entre parajes plenos de historia a casarse con una niña medio siglo más joven que es hermosa, perdón, seamos claros, está como un tren, un juguetito que le quiere y que nos reengancha lo que argumentábamos al principio del texto. Adiós al contenido. ¡Viva la forma! Los viejos dioses han muerto y no acaban de llegar sus sucesores. En el intervalo toca el despropósito, y visto que nadie reacciona en el plano real me parece genial que un escritor se indigne en una época donde la tinta ya no, si es que alguna vez lo hizo, derriba gobiernos. Al menos su aportación incita a la reflexión al brindarnos una literatura que debería ser normal al meditar sobre problemáticas que se pueden tocar con la punta de los dedos. Digo debería ser, lo triste es que ahora lo anómalo es mediocre, se vende como oro y nadie se rasga las vestiduras.