sábado, 5 de diciembre de 2009

El escritor y su búsqueda en Panfleto Calidoscopio






Estilo e Historia en Jonathan Coe

Por Jordi Corominas i Julián


La publicación a mediados de 2009 de La lluvia antes de caer hizo emerger en quien escribe una fuerte curiosidad por la obra de Jonathan Coe. La mayoría de críticos definían la última novela del inglés como la apertura de una nueva etapa que abandonaba la sátira para inaugurar una brillante madurez. Leí el libro, lo disfrute y decidí revisar su anterior trayectoria. Me intrigaba una respuesta de una entrevista en la que el autor de Birmingham negaba esa supuesta metamorfosis basándose en la lógica evolutiva del narrador. Las fotografías que vertebran La lluvia antes de caer necesitaban madurar en sentido histórico y plasmarse textualmente con suficiente conciencia del tiempo transcurrido. Por eso una idea de los años 80 recibió digno finiquito en la primera década de nuestro siglo. La sátira es muy seria y se toma a la ligera, como si el escritor con tintes medio humorísticos mereciera ese calificativo sin más, hondo lastre provocado por pereza de algunos hombres buenos, es un decir, obstinados en abrazar la capa superficial y no penetrar con fuerza en el interior de un cuerpo que va mucho más allá de la mera hilaridad.

Temas y motivos: claves de una cotidianidad enferma


La prosa de Coe tiene, desde su debut en ¡Menudo reparto!, la virtud exquisita de dibujar sin temblores lo cotidiano mientras teje un fino hilo que se centra en la Historia a partir de las vivencias individuales de sus personajes. Michael Owen es un escritor que tuvo una época afortunada. Su talento literario le auguraba un espléndido porvenir. All things must pass, y el presente tiene otra calidad cromática, siempre más apagada. Ha dejado en suspenso un encargo sobre una ilustre dinastía británica y transcurre sus jornadas revisitando una película que en su infancia no pudo terminar de ver porque su familia se lo llevó corriendo del cine. Ahora tiene el poder de la reproducción, pero no lo conocerá en su totalidad hasta que una vecina expulse con ternura su macilento sopor, literalmente, de andar por casa. Esa sutil transformación le indicará el camino a seguir. Retomar la investigación sobre los Winshaw le permitirá afrontar otra vez la vida y dará al lector la posibilidad de adentrarse en una novela coral donde las efemérides de los ricos mezcladas con las del protagonista conforman un amplio fresco sobre los efectos directos del Thatcherismo en la sociedad británica. No podía ser de otra manera. Lo polifónico irrumpe con personajes que ostentan posiciones representativas. Un traficante de armas, una columnista imbécil, un visionario del libre mercado y una loca que no lo está tanto son algunas de las piezas que facilitan la singladura por un tiempo destructivo desde el saqueo económico, el cinismo y la anulación de lo público en beneficio de unos pocos ansiosos. La rueda se mueve y Michael Owen asiste a un viaje endiablado de pérdida cultural y resolución de enigmas que cierran un doble círculo en un ambiente propio de la mejor Agatha Christie. Sin embargo, ese escenario irónicamente detectivesco es la excusa para desarrollar la temática del reencuentro desde varias vertientes. Una navega por los mares de la coincidencia con seres poco relevantes del pasado que irrumpen de nuevo para quedarse y esclarecer situaciones. Otra funciona como colofón de la trama y ata cabos que quedaron sueltos a la espera de su gran oportunidad en la clausura.





Coe repite esquema en La casa del sueño, novela que tiene como epicentro la residencia universitaria del acantilado de Ashdown transformada con el paso de los decenios en una clínica para enfermedades del sueño. La dirige un antiguo alumno que en su etapa académica agobiaba a su novia Sarah por su fetichismo con los ojos. El trauma se expresó en un lesbianismo provisional que afectó sobremanera a Robert, enamorado de la chica aceptando su rol de testigo mudo, incapaz de manifestar sus sentimientos pese a su exacto conocimiento, sin que nadie se lo haya dicho, de la narcolepsia que maltrata a su musa. El enamorado agarrará detalles y cometerá un tremendo error cuando llegue la hora del reencuentro en las últimas y tristes páginas de esta melodía somnolienta de vigor y encaje de bolillos.

La unión entre pasado y presente se produce mediante el espacio. La clínica del sueño acoge a Terry, el cinéfilo de la cuadrilla universitaria. Cada casilla permite el salto a un conocimiento imprevisible que agita la estabilidad del castillo de naipes. Los objetos se erigen en transmisores de enlaces– un libro que asocia un amor lleva dentro versos de otro– de recuperación que modulan un rompecabezas bien hilvanado con una poética tenaz en la recreación de tragedias mediante pequeñas vivencias del día a día que dicen mucho más que una batalla o una ley política, y así ocurre con el laboratorio de los horrores del doctor o con la pobre niña rica desatendida por sus padres, alma que traducirá su lamento en felicidad de destino.

El fresco social del punk al nuevo laborismo: los alegres chicos del King David

Las dos primeras novelas de Coe persiguen un estilo y un gran tema que contar: la evolución de la sociedad británica durante la segunda mitad del siglo XX. Ello explicaría La cronología elegida en El club de los canallas, El círculo cerrado y, en última instancia, La lluvia antes de caer. La materia se hace más compleja y el autor surca cronologías más extensas. La presentación de esta nueva y sólida línea surge con El Club de los canallas. El Swinging London y la alegría pop de los sesenta se despiden y saludan una Inglaterra gris que se viste para la inminente tormenta del neoconservadurismo. Los jóvenes escuchan punk y sueñan desangelados, los adultos penan el viraje del sistema. Las fábricas cierran, los matrimonios se rompen y la calle de la existencia sigue brindando situaciones memorables que nunca nadie recordará. Amor, competiciones, música. Los protagonistas son las familias de los chicos del colegio privado King David de Birmingham. Benjamín Trotter es un genio incomprendido con la aspiración de llegar a ser un buen escritor que alcance en su trayectoria una gran obra revolucionaria. Su hermano Paul ejerce de repelente niño Vicente con sus tratados de economía y un maléfico papel de ambiciosa mosca cojonera, actitud que le va ni que pintada a Sean Harding, el anárquico bromista del que más vale la pena escapar si quieres seguir en tus trece. Philip Chase quiere formar un grupo musical, adora pasear por su ciudad y venera el superado rock sinfónico. Doug Anderton es el más cabal y redacta apasionadas notas sobre cualquier noticia de relieve. Los estudiantes son el eje de gravitación de la trama y exhiben su sentir en el periódico del instituto y en sus reacciones, bañadas por una colosal ingenuidad, imposible de encontrar en nuestros tiempos; su crecimiento se complementa con la experiencia y padecer de los mayores, reflejo del contexto de una década en la que se congeló la predicción y los hombres de la otrora Pérfida Albión permanecieron firmes en sus anquilosados valores de antaño al desconocer la auténtica marcha de ese velocímetro llamado Historia. La hermana de Benjamín y Paul pierde a su novio en un atentado de la IRA, un chico de color sufre las iras de ciertos grupos racistas en el colegio y Doug viaja a Londres para sentir la grandeza de la capital y el sexo libre con una desconocida de altos vuelos. Las ilusiones se desvanecen a un ritmo donde la esperanza aun se resiste a perder la partida, ignorante del verdadero trayecto al desconsuelo que llegará con el fin de los estudios y el brusco despertar de los adultos justo antes del fatídico 1979 y el triunfo del mayo conservador.

Birmingham está en medio de Inglaterra y su situación geográfica la convierte en espejo de todo el país, si bien el imán londinense anula el resto y concentra en su seno el pálpito de la nación. Lo comprobamos en El círculo cerrado, continuación del Club de los canallas que el autor enmarca en un teórico momento innovador, la muerte de Lady Di y el ascenso al poder del nuevo Laborismo de Tony Blair, que se derrumba con la violación de la voz del pueblo y la intervención vasalla del Reino Unido en la guerra de Irak. La consolidación del estilo se evidencia en la progresión y los matices de cada elemento de la trama. Los padres han cedido su trono y ahora los hijos pululan por el mundo laboral con suerte dispar. El personaje más atractivo es Paul, diputado laborista de éxito sin una opinión formada en ningún tema de actualidad. Su codicia lo llevará hacia senderos de condena por culpa de un sistema podrido, víctima de sus propios vicios y mecanismos rituales. La prensa amarilla se ha erigido en diosa de la difamación útil mientras los demás periodistas ansían, sin atreverse al cien por cien, extraviar su ética y subir cimas con más ceros en la cuenta corriente. Otros prefieren la fidelidad al trabajo bien hecho desde su ciudad. Philip Chase no se ha movido de Birmingham e investiga el creciente nacionalismo xenófobo, lo que le llevará a dar con Harding y Richards, cara y cruz de una misma moneda fundida en amarguras diametralmente opuestas. Benjamín tampoco se movió de la patria chica y ha cobrado fama entre sus conocidos de maldito que sigue empecinado en su magna obra que nunca verá la luz pública. No tiene hijos, o eso cree, y necesita superar el hastío para volver a experimentar lo que significa tener paz. Vive obsesionado por su único romance serio y es la oveja negra de una familia convencional que se mantiene alejada del furor mediático de Paul, alienado en una burbuja que estallará para darle el sentido común extraviado durante su flirteo con las altas esferas de Westminster.



Los otros personajes se han instalado en un plácido acomodamiento burgués que contrasta con sus idas y venidas, intentos de resolver frustraciones endémicas, por el paisaje narrativo. La primera mujer de Philip conoce a un empresario rico por las indemnizaciones que logra cuando lo despiden, tiburón simbólico de la época del dinero fácil para la minoría que ha bebido de la fuente neocon; los demás, y esa es la palabra adecuada, transitan por la historia, la palpan en leves flashes y reflexionan sobre ella como si no pudieran huir de su pegajosa tela de araña. El adiós a las últimas fábricas se combina con los trajes de lujo y un pakistaní adicto a la televisión, oráculo máximo de nuestro estado de cosas, templo cuadrado que recauda instantáneas para criaturas vulgares travestidas en estrellas de quita y pon por exigencias del guión. La gran mascarada, asumida con los negros ribetes de una socialdemocracia prostituida a la tercera vía, sólo puede salvarse con la vida y su infinito flujo de generaciones, jóvenes cogidos de la mano en el Berlín de 2003, capital del planeta cambiante que sepultó un muro comunista para ampliar los tentáculos de la bestia de sombrero de copa y fajos de billetes en los bolsillos.

La guinda del pastel: La lluvia antes de caer


Las premisas se han asentado. La mente ha desarrollado un engranaje con una meta precisa. Los desencuentros han desencadenado la ira de la Historia. Ha dado un puñetazo en la mesa, liberándose de un corsé estrecho ampliado en la polifonía de voces que sienten en sus propias carnes los ataques de la pesadilla de la que Joyce quería despertar. Esa parte apasionada da a muchos fragmentos de los textos de Coe una absoluta empatía con el lector, consciente de los hechos narrados y por tanto partícipe de los mismos, con opinión propia y, en la mayoría de casos, suficiente capacidad para juzgar la verosimilitud de la ficción para con la realidad.
No obstante la cuadratura del círculo sólo podía completarse desde una relativa carencia de pasión. En la lluvia antes de caer una mujer muere y lega a una desconocida ciega unas cintas que contienen la descripción de veinte fotografías. La narradora decide escucharlas con sus hijas y aceptar, sin saberlo, el reto de sumergirse en una confesión visual que es la de una vida humana que baila al ritmo del siglo. Lo provinciano del nacimiento lleva a la Guerra Mundial y a un idílico aislamiento en el campo a las afueras de Birmingham. Los cincuenta son el preludio teñido de residuos victorianos. Lo rural se mantiene a trancas y barrancas. Se suceden las décadas y ese magnetófono encendido ilumina en nuestra imaginación la retina de Imogen, la rubita a quien iba destinado ese regalo que leemos admirados por la maestría en el dominio del tempo narrativo y en la construcción de una atmósfera vívida que obtiene el efecto deseado de transmitir el énfasis en primera persona combinado con la atónita y perpleja, porque descubrir la anterior centuria en ocasiones es una revelación, audiencia, encantada con lo narrado como nosotros lo estamos con Jonathan Coe, capaz de superarse en cada novela en su intento de construir frescos históricos creíbles sin fecha de caducidad.




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