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viernes, 26 de junio de 2020
Mis padres en el paseo de 24 horas
La semana pasada Sandra Urdín y servidor hablamos en el paseo de cada viernes de 24 Horas sobre Mis padres, del francés Hervé Guibert. Si quieres puedes escucharlo aquí
jueves, 21 de abril de 2016
El principio, de Jerome Ferrari, en El Mundo
Hoy en El Mundo Cultura hablo de El principio, la última novela de Jerome Ferrari, si quieres puedes leer la reseña aquí
lunes, 28 de diciembre de 2015
Una juventud y Tan buenos chicos, de Patrick Modiano
Díptico de búsqueda: Una juventud y
Tan buenos chicos, de Patrick Modiano, por Jordi Corominas i Julián
Patrick
Modiano, Una Juventud y Tan Buenos Chicos, Anagrama, Barcelona, 2015
Traducción
de María Teresa Gallego Urrutia
La
prosa de Patrick Modiano está impregnada de partículas aéreas aliadas con el
recuerdo. Cuando el pasado otoño ganó el Premio Nobel se produjo en España ese
extraño fenómeno consistente en la proliferación de súbitos expertos que sin
contextualizar su obra se atrevían a juzgarla desde bases muy endebles. Entre
las perlas de aquellos días recuerdo el tópico del autor que siempre repite la
misma novela, como si la textura de sus palabras fuera un viaje en bucle hacia
un mismo punto, una senda laberíntica imposible de desentrañar centrada en
París y sus alrededores. Esta podría llegar a ser cierto, pero olvida parcelas
fundamentales de un territorio muy especial donde la obsesión espacial se aúna
con la memoria desde el detalle y una precisión quirúrgica propia de un
detective de la cotidianidad.
Desde
este punto de vista Modiano sería una especie de Flâneur de la segunda mitad
del siglo XX con una particularidad: sus paseos son reconstrucciones que parten
del cerebro y vuelven a instalarse en la superficie cuando ha transcurrido
suficiente tiempo para que lo vivido canalice en lo escrito. Tras su inicial
Trilogía de la ocupación dio un salto que le acercó a la obtención de su estilo
en Villa Triste y Libro de Familia. La primera mostraba un gusto por ciertos
ambientes turbios que chocan al protagonista, fascinado por lo extraño mientras
ansía la obtención de un amor que le acerque a una paz obstaculizada por las
situaciones acaecidas en un breve lapso cronológico. En cambio la segunda ya
exhibe una marcada querencia por reconstruir el pasado personal desde la
ficción entre calles, registros y la lenta labor de hilvanar piezas para que el
puzzle de la comprensión encaje, pues gran parte de sus novelas son una búsqueda
inexacta basadas en preguntas simples que devienen complejas precisamente por
esa sencillez.
Una
juventud y Tan buenos chicos fueran publicadas en 1981 y 1982. Pueden
entenderse como una quête a la espera
de dar con la tecla adecuada de un gran libro. Tras la consagración que supuso
en 1978 el Premio Goncourt por Calle de las tiendas oscuras Modiano tuvo un
largo período prolijo que, sin embargo, no termino de contentarle si se observa
la selección de diez novelas que hizo en 2013 para la editorial Gallimard. En
este volumen se aprecia un salto de un decenio desde su galardonada novela
hasta Reducción de condena, que vio la luz en 1988. ¿Consideraba el Nobel su
década de los ochenta como un campo de experimentos para pulir su material y
darle un cuerpo más sólido? Este interrogante es el que me permite imaginarlo
como cualquier escritor, entre dudas que nos asaltan y conducen a la acción,
que en el caso que nos concierne derivó en un díptico encuadrado en un mecanismo
estructural con similitudes por la evocación y diferencias bien marcadas por la
trama.
Una
juventud empieza con una pareja que a punto de cumplir los treinta y cinco años
disfruta de una vida acomodada al lado de una estación de esquí. Este inicio
desemboca en la necesidad de volver al origen y contar cómo se conocieron Louis
y Odile, dos desesperados que, apenas salidos de la adolescencia, intentaban
abrirse camino en el París de mediados de los años sesenta, fechas
fundamentales en la trayectoria del narrador, arquitrabes de una arquitectura
interior que se funde con la geografía de la ciudad de la luz para depararnos una
historia donde la pareja protagonista circula entre míseros trabajos, sueños
truncados en el espectáculo y la compañía de dos oscuros secundarios que mueven
los hilos del relato con sus decisiones. La ambigüedad de esos acompañantes es
un clásico modianesco, quien gusta de situar figuras experimentadas porque de
este modo puede abrazar más trechos que tracen líneas temporales del paisaje y
la Historia, convertida en la suma de pequeñas biografías que suman y restan
desde intimidades que nunca mencionarán los periódicos desde esa perspectiva.
La
tristeza de esos jóvenes en una estación de tren encaja con la pena de los
antiguos internados de Valvert, esos Tan buenos chicos del título de la novela,
hombres curtidos, derrotados sin saberlo por el destino, que coinciden con el
narrador a lo largo de un período indeterminado. El pasado se plasma en el
presente mediante la casualidad y unos pasos que convergen porque todos los
implicados del relato saltaron a la realidad desde los muros de una escuela
desquiciada con el deporte por premisa y la clausura como virtud. El trayecto
colectivo que se dibuja en estas páginas es el de la riqueza que no ha sabido
nadar en las aguas de la normalidad, el de la esperanza truncada que se resigna
a transitar sin lucir ningún destello, y así, tras cerrar el libro, como
siempre en Modiano, pensamos que quizá ellos podríamos ser nosotros.
lunes, 14 de diciembre de 2015
París-Modiano de Fernando Castillo en El Mundo
Hoy en El Mundo aparece mi reseña sobre París-Modiano, de Fernando Castillo, si quieres puedes leerla aquí
martes, 8 de diciembre de 2015
Michel Houellebcq en Todos somos sospechosos de Radio3
Esta madrugada hemos hablado en Todos somos sospechosos del siempre controvertido Michel Houellebecq. Con él cerramos el ciclo francés de Noches en la tierra. Si quieres puedes escuchar el programa aquí
viernes, 4 de diciembre de 2015
El Reino, de Emmanuel Carrère
No
es casual empezar por el número 1 bis de la rue Vaneau. En ese edificio vivió
André Gide, excelso escritor autobiográfico, férreo protestante por tradición
familiar y buen conocedor de los evangelios. Años más tarde esa casa con una
extraña fachada curvilínea irrumpe de nuevo en la literatura francesa de la
mano de El Reino de Emmanuel Carrère,
digno sucesor del autor de Los sótanos
del Vaticano.
La
relación entre ambos debe cifrarse desde la inevitable evolución del género
novelístico. Gide lo tocó en ciertos momentos de su existencia y consiguió
cumbres como Los monederos falsos, obra en que su presencia personal es
constante porque en sus páginas no oculta brindarnos un roman à clef con rostros bien reconocibles. El mayor hito del
premio Nobel de 1947 fueron sus diarios, inclasificables más allá de su valor
testimonial.
Por
su parte Càrrere ha demostrado desde El
adversario ser un valiosísimo apóstol de una literatura diferente del yo que reformula la novela desde
unas coordenadas donde el narrador es un detective de sí mismo capaz de
aprovechar cualquier material para reflexionar, investigar y sacar una serie de
conclusiones muy relativas. Su método deberá ser recordado como un cierto giro
copernicano de principios de nuestro siglo que le ha conferido el honor, bien
extraño en nuestra época, de poder presumir de originalidad bien aliado con un
estilo propio que, además, ha influenciado a colegas de muchas y variadas
latitudes.
En
esta ocasión la excusa para su nueva creación surge de la transformación de su
yo pasados veinte años. Creo que en Carrère es importante delimitar como
frontera la caída del muro de Berlín. Sin el derrumbe de los comunismos su
mundo sería otro y la influencia rusa quizá no podría formularse con tanto
esplendor. Nos situamos en 1990. El novelista se encuentra perdido en una
crisis sentimental y alcohólica. Una tarde, casi un presagio, acude al piso de
su madrina en el número 1 bis de la rue Vaneau. Ya he dicho que las
casualidades no existen.
Esta
mujer es católica y ha insistido durante mucho tiempo en la importancia de la
fe. El Carrère escritor emergente considera absurda la cuestión, pero en su
desorientación se asesora, conoce al muy cristiano Hervé y un día la eucaristía
le concede unas palabras para la gran sacudida: “pero cuando seas viejo,
extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”.
Se
convierte y durante tres años cultivará su amor para con el señor a través de
apuntes sobre el Evangelio de Juan en dieciocho libretas. El entusiasmo se desvanecerá
entre la escritura de una biografía de Philip K. Dick y el retorno a una cierta
normalidad.
Carrère
es un hombre curioso. Tras Limónov debió
costarle dar con un tema potente y lo localizó por un matiz filológico. En Los
Hechos de los Apóstoles, supuesta segunda parte del Evangelio de Lucas, hay un
pasaje decisivo. El narrador, hasta entonces bastante aséptico, menciona la
súplica de un macedonio. Pablo, que aún no era santo e ignoraba transitar por
el año 50 después de Cristo, se decide a ayudarle. Muy bien. El punto de
inflexión es hallar en este fragmento un “inmediatamente intentamos partir a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarlos”.
Lucas
está presente, luego cuenta la historia con conocimiento de causa y Los Hechos
de los Apóstoles devienen un relato en primera persona, como la gran mayoría de
los textos de Carrère, quien se interesa y se aventura a intentar trazar una
biografía del patrón de los pintores s a partir de esa pequeña apertura de la
puerta del Nuevo Testamento.
No
importa mucho si lo consigue y el mismo es consciente de la dificultad del
envite. Por eso aprovecha el mismo para trazar su peculiar visión de los
orígenes del Cristianismo leyéndolos como si fueran una novela vista desde
distintas vertientes. La primera es la suya de exégeta, una confesión de sus
pesquisas inmersas en su día a día entre vídeos porno, enamoramientos y el
desarrollo comprensible de toda investigación, plagada de saltos y sorpresas.
La segunda tiene al autor del material como protagonista en la sombra porque,
ahí accedemos a la tercera, Pablo es el héroe absoluto por su lucha
contracorriente en su interpretación de la fe. Carrère entiende la magnitud del
protagonista y los obstáculos del reto. Lo considera un trotskista de la secta,
un outsider empecinado en desmontar el tinglado de los padres fundadores para
expandir la palabra de Jesús en sentido ecuménico, y ese punto le da juego para
plantearse cómo las creencias son desmentidos de la realidad, ilusiones del
desprenderse de las exigencias de la razón para instalarse en mundo allende el
mundo: el Reino de los cielos.
La
narración fluye en su desorden ordenado de una sinceridad aplastante. Por
principio todo narrador es un farsante, un manipulador incuestionable y el
francés no lo oculta en ningún momento. Sin embargo expone a las claras sus
intenciones. No pretende ninguna verdad definitiva, navega por el mar que él
mismo ha generado y se deja llevar por el viento de la Historia sine ira et
studio, con la objetividad subjetiva de quien contrasta fuentes, viaja con sus
personajes y termina por conocerse mejor entre el mundo globalizado de la
Antigüedad con Asia como punto de lanza, la Roma neroniana y la resaca de los
Flavios, antesala de una consolidación hacia el lento estallido corroborado por
Constantino.
El
tiempo histórico se funde con el tiempo personal de este autodenominado Bobo, bourgeois bohème, parisino. Sus teorías se hilvanan con el
deseo de entender su propia transformación y, con un toque sutil, sirven
al lector para comparar lo remoto con lo presente, no desde la máxima marxista,
sino desde el libre albedrío de la novela, bestia poliforme que se resiste a
morir por el poder bautismal de algunos escritores.
martes, 23 de junio de 2015
Capricho de la reina, de Jean Echenoz, en El Mundo
El pasado sábado apareció en El Mundo mi reseña sobre Capricho de la reina, de Jean Echenoz. Puedes leerla aquí
miércoles, 20 de mayo de 2015
Domingos de agosto, de Patrick Modiano, en El Mundo
El pasado viernes 15 apareció en El Mundo mi reseña sobre Domingos de agosto, de Patrick Modiano. Puedes leerla aquí
sábado, 4 de octubre de 2014
El bigote y Una semana en la nieve, de Emmanuel Carrère
El bigote y Una semana en la nieve,
de Emmanuel Carrère, por Jordi Corominas i Julián
Emmanuel
Carrère, El bigote, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción
de Esther Benítez
Emmanuel
Carrère, Una semana en la nieve, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción
de Javier Albiñana
Con
el paso de los años Emmanuel Carrère se ha labrado una carrera sólida que ha
recibido varias consolidaciones. La primera a ojos del lector español llegó con
El adversario, novela de no ficción que inauguraba un ciclo completado con Una
novela rusa, De vidas ajenas y su segunda gran consagración. Limónov traza el
periplo del escritor y político ruso desde coordenadas reales que, sin embargo,
bien podrían compararse con las de personajes como Julien Sorel, pero en la
encrucijada entre nuestro siglo y el pasado.
Antes
de esta prolífica etapa Carrère fue un outsider que se atrevió, como tantos
otros, con la ficción pura y dura mientras buscaba una voz propia que, en
realidad, siempre tuvo. Lo comprobamos este otoño mediante la publicación de
dos novelas escritas en 1985 y 1995, obras surgidas de una absoluta necesidad
de verterlas al papel como demuestra que ambas se redactaron en menos de dos
meses, como si el autor las tuviera en la cabeza y necesitara expulsarlas, como
si esos hijos fueran un malestar que sólo se esfumaría en forma de libro.
La
primera de ellas es demoledora e indica una serie de intenciones que han
cuajado con el tiempo. El bigote, publicada en catalán por Labreu Edicions, las muestra desde una óptica que aun mantiene su vigencia, pues
los tres decenios que han pasado desde su publicación no han desgastado su
argamasa paranoica encuadrada en una tradición donde Kafka es evidente,
Maupassant un recuerdo lejano y Buñuel un punto de referencialidad que Carrère
transforma por completo en esta historia donde un hombre que siempre cree haber
lucido un nutrido mostacho decide afeitárselo para sorprender a su mujer.
Cuando
los seres humanos realizamos actos tan absurdos, palabra fundamental en el
tejido narrativo que nos concierne, buscamos saber qué opinan los demás. La
ausencia de comentarios escandaliza al pobre protagonista, quien termina por
interrogar a sus allegados. De este modo empieza una locura que revolucionará
su existencia, desestabilizará su relación conyugal y le llevará a plantearse
su propia identidad en una vertiginosa lucha interior que el Carrère deja fluir
con mucha habilidad por espacios cerrados y exteriores, escenarios simbólicos
de una descomposición que en realidad se produce dentro de este antihéroe que
parece notar la velocidad de los ochenta y el cambio de un mundo que se acerca
a la globalización actual sin terminar de avistarla por completo.
Aun
quedan recuerdos que se desvanecen, certezas caídas en un pozo sin fondo y una
normalidad quebrantada por una anécdota que es la gota que colma un vaso
repleto de tonterías que afectan nuestro devenir, trastocándolo con saña por
nuestra propia impotencia para entender lo que es esencial.
La
imagen es un factor determinante en este relato de un hundimiento adulto. El de
Una semana en la nieve, asimismo cargado de introspección psicológica, centra
su planteamiento en Nicolás, un niño inseguro y ultraprotegido que acude a un
campamento de esquí junto a sus compañeros de clase. Si en El bigote veíamos cómo
la desaparición de un supuesto trazo reconocible desencadenaba la tormenta aquí
el motivo que apunta una serie de catastróficas desdichas es el descuido del
equipaje en la bolsa del padre, quien en su desconfianza para con el mundo ha
acompañado al pequeño hasta el sitio donde, en principio, debería empezar a
cultivar su libertad más allá del hogar.
Sin
embargo los condicionamientos son demasiado fuertes. La tortura se expresa en
la imposibilidad de franquear las puertas de los recintos, donde la amenaza de
lo cotidiano es menos peligrosa desde una seguridad que nunca es absoluta. El
pánico del niño es otro botón del muestrario de patologías que en este caso se
han desarrollado cuando su víctima aun no tiene suficientes mimbres como para
asumirlas desde la plena consciencia, algo que permite al narrador recrearse en
miedos fútiles y alucinantes imaginaciones que se entremezclaran con lo
acaecido a lo largo de ese viaje donde brillan algunos rayos de esperanza,
desde la música hasta la amistad de uno de los coordinadores, que desaparecen
con la noche, tiniebla simbólica donde se concentran ansiedades que casi se
reciben con beneplácito porque están ya dentro de las costumbres de Nicolás,
quien desde un derrotismo muy triste acepta lo establecido casi sin rechistar.
Tanto
en El bigote como en Una semana en la nieve la dualidad entre lo individual y
lo inevitable de la superficie constituyen el engranaje que articula la
maquinaria de una marginación que nace de los propios fantasmas y cuaja desde
una irracionalidad que no es tal porque está insertada con naturalidad en
nuestra sociedad. De este modo ambas novelas pueden leerse como una crítica de
un sistema demencial, aunque nunca conviene olvidar que Carrère, y así lo
demuestra su posterior trayectoria, es un apasionado de estos perfiles
deshilachados que al no adaptarse al ámbito que los circunda emprenden una
senda laberíntica que es la base de su atractivo, y lo dicho puede aplicarse a
la gran mayoría de sus personajes, fichas desconectadas en un tablero donde se
pide otra sustancia para transitar sin problemas.
sábado, 27 de septiembre de 2014
Un año, de Jean Echenoz
Un año, de Jean Echenoz, por Jordi
Corominas i Julián
Jean
Echenoz, Un año, Mardulce, Buenos Aires, 2014
Este
otoño es pródigo por lo que concierne al retorno de un Jean Echenoz que muchos
desconocen. Su estela biográfica ha eclipsado en cierto punto al autor que
desde hace más de tres decenios ofrece al lector una literatura personalísima y
de gran calidad. Si hará cosa de dos semanas ya informábamos de la reedición de
sus dos primeras novelas, en esta ocasión celebramos de la llegada a España de
la bonaerense Mardulce, que debuta en nuestras tierras con Un año, nouvelle de 1997 situada en el camino que el francés
proseguirá durante toda su trayectoria hacia esa desnudez formal que tanto y
tan bien le caracteriza.
Sorprende
encuadrar esta obra en su singladura, justo después de Rubias peligrosas y
antes de Me voy, dúo significativo que podría resumir muy bien varias facetas
del galo, capaz de ser exuberante y experimental casi sin solución de
continuidad. En Un año ambas características se funden un una trama donde lo
casual irrumpe con contundencia a partir de un inicio sorprendente que
determina todo el recorrido, donde la lógica desaparece y Victoire parece un
títere en manos de su narrador, caprichoso en obsequiarla con movimientos que
conformarán un todo dramático y delirante.
Todo
empieza una noche, quizá deberíamos decir una mañana que es consecuencia de la
oscuridad. La chica despierta y encuentra que su compañero de cama está muerto.
Se asusta, no recuerda nada que haya conducido a este punto y por eso decide
escapar por miedo a las pesquisas policiales. Sorprende que en vez del análisis
hallemos una precipitación desmedida. Salir de la casa, sacar dinero del banco
y correr hacia la estación para coger el primer tren hacia cualquier destino,
como si el narrador hubiera dotado a su víctima de una óptica surrealista de un
cruento azar donde nada puede hacer para evitar completar un círculo más bien
macabro.
El
tren la lleva a un punto y de ahí se afinca en otro lugar donde parece hallar
una calma. Cada parcela del texto es una invitación a reconstruir un nuevo
viraje en la inestabilidad de la ruta. El dinero se esfuma, aparece el cálculo,
la despersonalización del presente y los no lugares como colofón inevitable de
la pesadilla que también es la circularidad en la carretera dentro de una
degradación, pues Echenoz no se olvida de resaltar que Victoire es joven,
hermosa y apetitosa para cualquier hombre que tenga un mínimo criterio
estético, pero claro, las circunstancias son las que son e impulsan que la
progresiva fealdad se acompase a su estatus social en un Tour de Francia nada
amable que sin embargo sobresale en el habitual esmero estilístico del autor.
En
una época cargada de susceptibilidad a veces escribir reseñas es un ejercicio
de riesgo por los spoilers. Creo que a Jean Echenoz eso le daría totalmente
igual, pues sus historias tienen introducción, nudo y desenlace, sí, claro,
pero son partes de un conjunto donde lo importante no es el final, sino más
bien el juego que el texto posibilita desde una perspectiva donde se ha
superado lo decimonónico, y ahí se siente una profunda deuda con el Nouveau
Roman, y el campo se abre hasta el infinito y más allá porque no existen
reglas, sólo las elige quien inventa y escribe. Quizá ello dé para reflexionar
con relación al dominio de una cultura audiovisual que en lo alternativo
presume de series para entender un cierto retroceso en el gusto de muchos que
casi consideran experimentos como Un año desde una posición radical al creer
que son la panacea de la novedad, cuando simplemente son los herederos de una
larga tradición que busca transgredir un canon estructural demasiado ceñido a
unos principios clásicos a traspasar si deseamos un arte nuevo.
¿Lo
es el de Jean Echenoz? Sí, a su manera, claro, no es un revolucionario, sólo un
ser coherente con su visión de la literatura y ello se percibe con claridad en
Un año, donde el clima de ensoñación prevalece para lanzarnos preguntas que
abordan desde la identidad de los personajes, sus desdoblamientos en función de
las necesidades de la trama, hasta nuestra esquizofrenia en el umbral del siglo
XXI. Han pasado diecisiete años y su concepción sigue siendo válida. La única
lástima es que no la compartan muchos más creadores.
jueves, 25 de septiembre de 2014
Sigmaringen, de Pierre Assouline
Sigmaringen, de Pierre Assouline,
por Jordi Corominas i Julián
Pierre
Assouline, Sigmaringen, Navona, Barcelona, 2014
Traducción
de Manuel Serrat Crespo
La
incultura tan propia de nuestro país y su arraigado gusto por la anécdota, un
pecado que se acentuará más y más a medida que avance el siglo, hacen que conozcamos
poco o nada de la Francia de Vichy y el período de la ocupación nazi del
Hexágono entre 1940 y 1944. Quedan los tópicos reverdecidos ahora que se
cumplen setenta años, pero más allá de los mismos conviene escarbar con afán
analítico para comprobar que aquella pesadilla estaba envuelta de códigos más
que siniestros que tuvieron un broche final en tierras alemanas.
Pierre
Assouline lo logra en Sigmaringen, novela que toma como excusa el último
periplo del gobierno del casi nonagenario Mariscal Pétain para hilvanar una
trama con muchos estratos interesantes. El título de su libro alude a la
localidad alemana donde se alojó, por obra y gracia del Tercer Reich, la flor y
nata de esa segunda Francia que no resistió al invasor y prefirió avenirse para
pescar ideología y fortuna en un terreno muy espinoso. El desembarco de
Normandía y la liberación de París provocaron su partida hacia los dominios del
Führer, que no tuvo ningún tipo de problema en ordenar a los legendarios
Hohenzollern que abandonaran su mítico castillo para acoger a sus títeres
galos. El desalojo de los nobles muestra a las claras las tensas relaciones
entre la cúpula de poder nazi y los dueños del pastel durante milenios, reacios
casi por completo al arribismo del caporal austríaco y sus secuaces.
Y
ahí es donde empieza una historia con una voz narrativa sólida y un espacio muy
concreto que parece dotar al todo de un cierto grado tétrico. El castillo es
una fortaleza y una prisión donde los únicos que quedan del conjunto previo son
los miembros del servicio, entre los que destaca Stein, máximo protagonista y
fiel observador de lo ocurrido. Su sapiencia del lugar hace que podamos
entender las divisiones de su tarta, donde para evitar choques innecesarios se sitúa
al héroe de Verdún en lo más alto y a los demás en pisos inferiores accesibles
sólo mediante las escaleras, pues el ascensor está reservado al viejo
desconfiado y ya marchito que comandó esa intentona reaccionaria con olor a
satélite.
Stein
es un mayordomo de primera. Cumple a rajatabla con el protocolo, se preocupa por
cualquier minucia y no tolera ningún desorden en las pautas marcadas, como si
así prolongara el espíritu de sus amos para mantener una tradición
inquebrantable pese a los visitantes, arribistas que se comportan como tales
sin aspavientos ni estridencias. La naturalidad de ese grupo mediocre en un
ambiente extraño es uno de los logros del volumen, donde en ningún instante se
comercia con la espectacularidad, innecesaria en un relato donde los ritmos
vitales se ajustan a un encierro surcado por la guerra y una serie de
costumbres jerárquicas que no son del gusto de todos. La rigidez germánica de
Stein parece ocultar frustraciones internas que compartirá con Jeanne, la
intendente del mariscal, dura hasta que rompe su coraza para respirar mejor en
unos barrotes donde la humanidad de ambos es la nota que rompe la constante
música lúgubre que cubre el tejido.
El
castillo es una metáfora real del absurdo tanto de la situación como de esos
personajes desalmados por su insignificancia. Se sienten importantes, mantienen
su compostura ministerial y olvidan que nada pueden hacer, son despojos de la
Historia agarrados a un barco que hace aguas por todos lados. Más abajo, en el
pueblo, un nutrido grupo de colaboracionistas ha mutado la ciudad de la luz por
unas calles donde son figurantes que han creado una comunidad provisional donde
destaca por exigencias del guión el médico Destouches, más conocido por su nom de plume. Céline es el atractivo especial
de la trama, pero no engañaremos a nadie. Su presencia es vistosa sin ser
esencial, palpable sin ostentar ningún tipo de predominancia. Aparece, deambula
por el castillo y se esfuma porque otros aspectos lo eclipsan. Entre ellos cabe
mencionar la misma estructura de la obra, compuesta como si fuera un drama de
génesis y disgregación limitado en el tiempo con una adenda que nos ubica en el
futuro a través de un viaje de Stein una vez han terminado las hostilidades y
Europa se sacude el miedo para intentar volver a la normalidad.
Personalmente
considero que estos breves interludios
entre raíles, que avivaron en mi recuerdo la lectura de La tregua de Primo Levi,
son la justa marcha que confiere a la novela ese tono evocador entre el íncubo
y la precisión de la memoria reciente que se condimenta con matices ideológicos
trazados con sutileza, desde los libros mencionados hasta meros gestos que
indican posturas bien definidas.
Otro
autor hubiera armado un artefacto narrativo de denuncia salvaje para lograr un
golpe de efecto. Assouline no pertenece a este nutrido elenco. Es sobrio,
expone lo acaecido con elegancia y deja que los acontecimientos y las actitudes
hablen por sí solas por mucho que Stein sea el ojo que todo lo ve, una pupila
muy bien documentada, pues nada de lo contado es fruto del azar, factor honesto
y bien trabajado porque en ningún
momento la fluidez de la prosa queda obstaculizada los datos contextuales, bien
camuflados entre diálogos, reflexiones y delirios de una troupe que sin ser la
del Ángel exterminador buñueliano alcanza cotas surrealistas casi sin proponérselo.
Al fin y al cabo la Historia tiene épica por sus cronistas, hombres que suelen
olvidar lo grotesco de la cotidianidad.
martes, 9 de septiembre de 2014
El meridiano de Greenwich y Cherokee, de Jean Echenoz
El meridiano de Greenwich y Cherokee, de Jean
Echenoz
Jean
Echenoz, El meridiano de Greenwich, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción
de Josep Escué
Jean
Echenoz, Cherokee, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción
de Josep Escué
Puede
que los últimos lectores que se han acercado al arte de Jean Echenoz juzguen su
producción a partir de esa senda biográfica donde lo mínimo se infiltra en el
tejido del espacio y sus protagonistas para lograr que a partir de los detalles
sobresalga la esencia. Esta fórmula alcanzó su paroxismo en 14, donde su autor prescindió de
personajes ilustres y convirtió a la Historia en el gran motor que acciona los
acontecimientos de estas atmosferas minúsculas, marionetas de un conjunto al
que están encadenadas.
Mediante
una serie de ardides narrativos la escritura y la trama se desnudan porque no
necesitan nada más. Lograrlo es una proeza que requiere una maestría surgida de
otra fase, cuando se llegó a un umbral que era inevitable superar para seguir
adelante entre prosas e historias. ¿Cuál era? No corre prisa, ya lo descubriremos.
Las
obras de Echenoz empezaron a traducirse al castellano a finales de los ochenta.
En 1989 Anagrama publicó El meridiano de
Greenwich y Cherokee. Ahora las
reedita y por eso quien escribe estas líneas ha pensado que ello da la
posibilidad de articular una crítica desde varios niveles cronológicos.
Si
fuera un crítico galo del momento en que salieron ambos volúmenes, 1979 y 1983,
creo que enfocaría la cuestión a través de diversos puntos que aun hoy en día
son de interés. En primer lugar centraría la obra en su contexto. Tanto El meridiano de Greenwich como Cheeroke parecen responder a una
urgencia literaria por reinventar el Polar
del Hexágono tras su edad dorada que deslumbró a medio mundo, sobre todo con
una producción cinematográfica donde se alternó lo popular con obras de culto,
y el joven Echenoz usó aspectos de ambas parcelas, como si así mostrara, algo
muy propio de la cultura que vendría en el siglo XXI, que lo elevado puede
conjugarse con tonos menos elaborados.
En
segundo término abordaría la cuestión de influencias ajenas al género negro. En
este sentido Echenoz se presentó en sociedad como un autor que conocía la
tradición de su país, algo detectable en leves dejes Nouveau Roman y
ambiciosos, pero sutiles, planteamientos donde emergía la figura de André Gide,
quien desde finales del siglo XIX se interesó por el acto gratuito. Empezó a
jugar con este concepto su Le
Prométhée mal enchaîné, donde un sobre con dinero y un puñetazo en plena
calle se erigían en caprichos con verdadera incidencia en la vida de las
personas. El mayor ejemplo en su producción es del asesinato que Lafcadio Wluiki
perpetra en ese tren camino de Nápoles en Los sótanos del Vaticano,
crimen cometido sin motivo alguno, sólo por la diversión de ver qué pasa.
En este último caso
las consecuencias del hecho afectan hasta al brillante malhechor, desencadenándose
episodios que parten de pequeñas minucias que devienen significantes porque el
destino es una casa donde todas las puertas están conectadas, algo que Echenoz
comparte con el “contemporáneo capital” y aplica desde distintos ángulos
que nos sirven para comprobar cómo construye sus personajes.
La joya de la corona
de El meridiano de Greenwich es Théo Selmer, traductor de las Naciones
Unidas que un buen día se cansa de su oficio, abandona Nueva York y comprueba,
mientras lee diccionarios para no perder la forma, que es un notable tirador.
De viaje por Sudamérica topa con tres viejos conocidos del edificio donde
trabajaba y acaba con ellos por mero entretenimiento, y lo mismo perpetra
Albin, killer que elige a sus muertos a partir de cuatro características
esenciales. Sus macabras ruletas rusas difieren de otra que encontramos en una
de las subtramas. Un hombre entra en un bar con un montón de sobres pardos en
la mano y los reparte por las mesas. Vera recoge uno y de este modo precipitará
su camino hacia las antípodas. ¿Les resulta familiar?
En Cherooke el
protagonista es Georges Vache, quien por la tontería de seguir a rubia de aúpa
y querer quedar con ella se ve involucrado en mil peripecias a cada cual más
surrealista que se introducen en el conjunto para jugar con el lector,
desbordado ante la profusión de elementos que configuran la novela, piezas de
un rompecabezas que terminan por confluir.
Para un lector avezado
en la obra del francés, tanto El meridiano de Greenwich como Cherokee
insinúan un itinerario que alcanzará un primer punto álgido con Rubias
peligrosas, donde todo lo insinuado en sus novelas de debut se consolidará
hasta un límite que conducirá a una nueva etapa que quizá ya haga agotado. La
próxima entrega nos desvelará el secreto.
domingo, 8 de junio de 2014
Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre
Nos vemos allá arriba, de Pierre
Lemaitre, por Jordi Corominas i Julián
Pierre
Lemaitre, Nos vemos allá arriba, Salamandra, Barcelona, 2014
Traducción
de José Antonio Soriano Marco
No
parece casual que dos de los grandes premios del panorama actual, si bien con
distinto prestigio, hayan premiado recientemente a autores provenientes del
género negro. En el caso español creo que se intentó dar un aire distinto al
Planeta a través de la figura de Lorenzo Silva, fuerte por número de lectores y
presencia tanto en redes como en medios de comunicación.
Si
cruzamos la frontera y vamos a Francia veremos que el Goncourt de 2013 sigue
unas coordenadas parecidas porque Pierre Lemaitre proviene del Polar, que es
como se llama en el Hexágono a la novela policíaca, y ha usado alguno de sus
recursos en Nos vemos allá arriba, obra que aborda la posguerra del primer
conflicto mundial con mucha inteligencia y una trama más que perfecta para el
séptimo arte entre enredos, personajes perfectamente cincelados y mil vueltas
de tuerca aderezadas con muchas dosis de suspense.
Tras
el último párrafo creo que cualquier lector podrá entender que he disfrutado
mucho con el libro de este autor desconocido en nuestro país, tanto que hasta
en algún momento, como ocurre en las buenas producciones de ficción, he sufrido
por el destino de sus criaturas, víctimas desheradadas, desmovilizados del
frente con graves problemas para reingresar a la vida cotidiana. Padecí con las
historias de Albert y Édouard, quise todo el mal del mundo al pérfido Pradelle
y deseé que todo terminara bien, casi como si fuera un niño pequeño sin capa de
crítico, sólo un lector dichoso por disfrutar de intrigas y emociones.
Esto
me lleva a pensar en la alteración del paradigma que supone para el Goncourt
Nos vemos allá arriba. No cabe duda que la coincidencia del centenario de la
Gran Guerra habrá sido una razón añadida para conceder el laurel a Lemaitre,
pero si sólo nos ciñéramos a este argumento iríamos bastante perdidos, pues no
creo que exista un solo motivo. Es probable que el insigne jurado viera en la
historia de los dos excombatientes y su cínico capitán una gallina de los
huevos de oro que permitiera prescindir de lo intelectual, me viene a la mente
el descabellado año de Las benévolas, desde la literatura popular con denuncia
nada encubierta, ideal para nuestra época de crisis, genial por cómo se plantea
en la novela, donde ese par de antihéroes ninguneados urdirán un plan
pluscuamperfecto para vengarse de tanto desdén para los que lucharon por lograr
la victoria contra el enemigo alemán en las trincheras, lo que encaja con el
presente a partir de las grandes estafas perpetradas por los poderosos.
Estos
factores dan un aliño muy interesante que, sin embargo, no se sostendría sin
calidad. Y aquí hay que rendirse ante Lemaitre porque ha sabido usar con
inteligencia una serie de circunstancias históricas para crear algo propio y
verosímil, un rompecabezas parisino donde todas las piezas encajan sin atisbo
de error, impecable en la elección de una serie de espacios que evolucionan al
son de los protagonistas, desde el episodio inicial en esos absurdos últimos
días de contienda hasta la miseria periférica de la espera del desgarbado
Albert y su compinche Édouard, desfigurado sin rostro pero con muchas ideas
para cumplir su estratagema al límite.
Si
nos limitáramos a estos elogios olvidaríamos otras tretas que son las que
conducen a una cierta magia. El maniqueísmo entre ricos y pobres se nutre de
otros ingredientes que generan una totalidad apasionante. Pradelle es diabólico
porque no tiene ningún tipo de caridad. Su pasado bélico está coronado por
medallas, pura fachada como todo su ser, más interesado en recuperar el
prestigio de sus apellidos y burlar a una autoridad que considera vetusta
porque considera que la nueva era será de los audaces que abrazarán a la
fortuna con métodos nada ortodoxos que, en realidad, siempre han existido. Su labor
se contrapone a la de la pareja del suburbio, sus rivales en un juego del gato
y el ratón repleta de embustes con opuestas intenciones y un peligro bien
distinto. Pradelle se siente seguro desde el cobijo de su círculo de
relaciones, mientras Albert y Édouard, sobre todo el primero, temen quemarse
como es normal en los que nada tienen y siempre reciben el duro peso de la ley,
siempre favorable a los de arriba.
Podría
calificar sin riesgo Nos vemos allá arriba como una gran novela de aventuras y
un doble fondo que recorre la Historia desde una perspectiva inusual, muy
fílmica y con gran tino a la hora de enhebrar su tejido, con capítulos que
combinan bien acción y diálogo, trances cómicos, mucha intriga y roles medidos
al milímetro hasta en la repartición de sus atribuciones, por eso quizás no
podemos terminar esta aproximación sin mencionar al funcionario Merlín,
compendio de muchas otras zonas grises de la literatura francesa, ejemplo
idóneo para exhibir cómo Lemaitre triunfa con su obra al saber mezclar valores
antiguos tanto en contexto como en forma y adaptarlos a nuestra modernidad
desde lo trepidante que impide soltar un libro diseñado para ser devorado en
una sentada, cúmulo de felices coincidencias muy difíciles de encontrar con o
sin crisis, con aniversarios conmemorativos o sin ellos.
domingo, 9 de marzo de 2014
Le Park, de Bruce Begout, en Número Cero
Le Park, por Jordi Corominas i Julián
Bruce Begout, Le Park, Siberia, Barcelona, 2014
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Al terminar la lectura de 'Le ParK', uno siente un extraño desasosiego que deriva del temor de una posibilidad que quizá es simplemente la constatación de un cierto presente.
Conocía a Bruce Bégout por su serie de ensayos publicados en Anagrama que, sin duda anticipan esta novela donde el espacio es el gran protagonista, y ello es más que comprensible si desvelamos que la trama aborda la existencia de un parque temático que en realidad es una metáfora de un inquietante universo más parecido al nuestro de lo que pensamos mientras leemos sus páginas. Esta estructura distópica está ubicada en una isla, donde siempre surgen todos los elementos que quieren experimentar y apostar por la transformación del mundo, tratándolo como si fuese un juego, macabro, despiadado y letal por su extrema frialdad, que se corresponde con la prosa, analítica, como si se tratase del informe funcionarial del delirio.
Decía Javier Avilés que 'Le ParK' podría considerarse un 'Locus Solus' del siglo XXI. Sus diferencias respecto a la obra magna de Raymond Roussel dependen, en mi modesta opinión, de una cuestión de tono y contenido. El francés partía de una apuesta muy definida por el lenguaje y sus fantásticas invenciones, pero no creo que quisiera reflejar con la rotundidad de su heredero una idea espejo de la sociedad, pues eso es 'Le ParK', donde lo teóricamente surrealista no lo es en absoluto, desde el arquitecto inaccesible que en su torre de marfil reposa y maquina hasta las propuestas que el aturdido visitante puede encontrar en su paseo.
Un fragmento fundamental para la comprensión del entramado es la historia de Leer (vacío en alemán), un empleado que se pierde por la instalación, llega a una sala impoluta, sigue su extraño camino y llega, como en un videojuego en el que se van superando fases, a un paraje donde intuye la presencia de hombres primitivos, alieno a la dinámica que ha transformado de un plumazo el enclave.
Este pequeño pasaje es una advertencia de peligro desde una doble perspectiva. Por una parte, quien sale del límite está condenado al retorno de lo primitivo mediante la expulsión de una pesadilla que es el puro presente. Por otra, indica como se nos habla de un tejido que bien podría ser la calle pese a su camuflaje de edificios alucinantes y atracciones que, más que inverosímiles, son esencias de una era. Lo percibimos en la misma fugacidad de algunas creaciones, desechadas por capricho, y la misma dinámica del sitio, donde el control y el miedo se integran en una normalidad donde los turistas rascan los murales con revolucionarios porque ellos no tienen el coraje de imitar esa memoria visual del pasado.
El ocio surge como un paseo y una oda a la complacencia. Nuestra capacidad de asombro cada vez es más nula. Quien entra en Le ParK puede llorar tras ser sometido a la inclemencia del disgusto, que sin embargo es nulo en la mayoría de los que acceden a sumergirse en el reto porque el conformismo en la feria de los horrores es otra puñalada, suave y sutil, que el autor lanza mientras desgrana su especialísima arquitectura.
La voluntad de captar la totalidad, de generar un maquiavélico entramado de dominio, llega al paroxismo con el elenco de trabajadores, donde figuran genios sumisos de todas las profesiones habidas y por haber. Son, como su jefe, sombras invisibles que a partir de su esfuerzo tienden una densa capa de control, y lo hacen como los que mueven los hilos, desde un rincón ciego inasible para la mayoría.
'Le ParK' se lee como lo que es, una novela, pero ello no excluye que su poso sea claramente ensayístico donde no es menester mostrar el interior porque las vistas ya confiesan el marasmo organizado al milímetro. Bégout y su economía de medios consiguen ser exhaustivos sin ramplones trucos de magia.
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