Mostrando entradas con la etiqueta Literatura francesa contemporánea. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura francesa contemporánea. Mostrar todas las entradas

viernes, 26 de junio de 2020

Mis padres en el paseo de 24 horas



La semana pasada Sandra Urdín y servidor hablamos en el paseo de cada viernes de 24 Horas sobre Mis padres, del francés Hervé Guibert. Si quieres puedes escucharlo aquí

jueves, 21 de abril de 2016

lunes, 28 de diciembre de 2015

Una juventud y Tan buenos chicos, de Patrick Modiano





Díptico de búsqueda: Una juventud y Tan buenos chicos, de Patrick Modiano, por Jordi Corominas i Julián
Patrick Modiano, Una Juventud y Tan Buenos Chicos, Anagrama, Barcelona, 2015
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
La prosa de Patrick Modiano está impregnada de partículas aéreas aliadas con el recuerdo. Cuando el pasado otoño ganó el Premio Nobel se produjo en España ese extraño fenómeno consistente en la proliferación de súbitos expertos que sin contextualizar su obra se atrevían a juzgarla desde bases muy endebles. Entre las perlas de aquellos días recuerdo el tópico del autor que siempre repite la misma novela, como si la textura de sus palabras fuera un viaje en bucle hacia un mismo punto, una senda laberíntica imposible de desentrañar centrada en París y sus alrededores. Esta podría llegar a ser cierto, pero olvida parcelas fundamentales de un territorio muy especial donde la obsesión espacial se aúna con la memoria desde el detalle y una precisión quirúrgica propia de un detective de la cotidianidad.

Desde este punto de vista Modiano sería una especie de Flâneur de la segunda mitad del siglo XX con una particularidad: sus paseos son reconstrucciones que parten del cerebro y vuelven a instalarse en la superficie cuando ha transcurrido suficiente tiempo para que lo vivido canalice en lo escrito. Tras su inicial Trilogía de la ocupación dio un salto que le acercó a la obtención de su estilo en Villa Triste y Libro de Familia. La primera mostraba un gusto por ciertos ambientes turbios que chocan al protagonista, fascinado por lo extraño mientras ansía la obtención de un amor que le acerque a una paz obstaculizada por las situaciones acaecidas en un breve lapso cronológico. En cambio la segunda ya exhibe una marcada querencia por reconstruir el pasado personal desde la ficción entre calles, registros y la lenta labor de hilvanar piezas para que el puzzle de la comprensión encaje, pues gran parte de sus novelas son una búsqueda inexacta basadas en preguntas simples que devienen complejas precisamente por esa sencillez.



Una juventud y Tan buenos chicos fueran publicadas en 1981 y 1982. Pueden entenderse como una quête a la espera de dar con la tecla adecuada de un gran libro. Tras la consagración que supuso en 1978 el Premio Goncourt por Calle de las tiendas oscuras Modiano tuvo un largo período prolijo que, sin embargo, no termino de contentarle si se observa la selección de diez novelas que hizo en 2013 para la editorial Gallimard. En este volumen se aprecia un salto de un decenio desde su galardonada novela hasta Reducción de condena, que vio la luz en 1988. ¿Consideraba el Nobel su década de los ochenta como un campo de experimentos para pulir su material y darle un cuerpo más sólido? Este interrogante es el que me permite imaginarlo como cualquier escritor, entre dudas que nos asaltan y conducen a la acción, que en el caso que nos concierne derivó en un díptico encuadrado en un mecanismo estructural con similitudes por la evocación y diferencias bien marcadas por la trama.

Una juventud empieza con una pareja que a punto de cumplir los treinta y cinco años disfruta de una vida acomodada al lado de una estación de esquí. Este inicio desemboca en la necesidad de volver al origen y contar cómo se conocieron Louis y Odile, dos desesperados que, apenas salidos de la adolescencia, intentaban abrirse camino en el París de mediados de los años sesenta, fechas fundamentales en la trayectoria del narrador, arquitrabes de una arquitectura interior que se funde con la geografía de la ciudad de la luz para depararnos una historia donde la pareja protagonista circula entre míseros trabajos, sueños truncados en el espectáculo y la compañía de dos oscuros secundarios que mueven los hilos del relato con sus decisiones. La ambigüedad de esos acompañantes es un clásico modianesco, quien gusta de situar figuras experimentadas porque de este modo puede abrazar más trechos que tracen líneas temporales del paisaje y la Historia, convertida en la suma de pequeñas biografías que suman y restan desde intimidades que nunca mencionarán los periódicos desde esa perspectiva.




La tristeza de esos jóvenes en una estación de tren encaja con la pena de los antiguos internados de Valvert, esos Tan buenos chicos del título de la novela, hombres curtidos, derrotados sin saberlo por el destino, que coinciden con el narrador a lo largo de un período indeterminado. El pasado se plasma en el presente mediante la casualidad y unos pasos que convergen porque todos los implicados del relato saltaron a la realidad desde los muros de una escuela desquiciada con el deporte por premisa y la clausura como virtud. El trayecto colectivo que se dibuja en estas páginas es el de la riqueza que no ha sabido nadar en las aguas de la normalidad, el de la esperanza truncada que se resigna a transitar sin lucir ningún destello, y así, tras cerrar el libro, como siempre en Modiano, pensamos que quizá ellos podríamos ser nosotros. 

martes, 8 de diciembre de 2015

Michel Houellebcq en Todos somos sospechosos de Radio3



Esta madrugada hemos hablado en Todos somos sospechosos del siempre controvertido Michel Houellebecq. Con él cerramos el ciclo francés de Noches en la tierra. Si quieres puedes escuchar el programa aquí

viernes, 4 de diciembre de 2015

El Reino, de Emmanuel Carrère




No es casual empezar por el número 1 bis de la rue Vaneau. En ese edificio vivió André Gide, excelso escritor autobiográfico, férreo protestante por tradición familiar y buen conocedor de los evangelios. Años más tarde esa casa con una extraña fachada curvilínea irrumpe de nuevo en la literatura francesa de la mano de El Reino de Emmanuel Carrère, digno sucesor del autor de Los sótanos del Vaticano.

La relación entre ambos debe cifrarse desde la inevitable evolución del género novelístico. Gide lo tocó en ciertos momentos de su existencia y consiguió cumbres como Los monederos falsos, obra en que su presencia personal es constante porque en sus páginas no oculta brindarnos un roman à clef con rostros bien reconocibles. El mayor hito del premio Nobel de 1947 fueron sus diarios, inclasificables más allá de su valor testimonial.

Por su parte Càrrere ha demostrado desde El adversario ser un valiosísimo apóstol de una literatura  diferente del yo que reformula la novela desde unas coordenadas donde el narrador es un detective de sí mismo capaz de aprovechar cualquier material para reflexionar, investigar y sacar una serie de conclusiones muy relativas. Su método deberá ser recordado como un cierto giro copernicano de principios de nuestro siglo que le ha conferido el honor, bien extraño en nuestra época, de poder presumir de originalidad bien aliado con un estilo propio que, además, ha influenciado a colegas de muchas y variadas latitudes.

En esta ocasión la excusa para su nueva creación surge de la transformación de su yo pasados veinte años. Creo que en Carrère es importante delimitar como frontera la caída del muro de Berlín. Sin el derrumbe de los comunismos su mundo sería otro y la influencia rusa quizá no podría formularse con tanto esplendor. Nos situamos en 1990. El novelista se encuentra perdido en una crisis sentimental y alcohólica. Una tarde, casi un presagio, acude al piso de su madrina en el número 1 bis de la rue Vaneau. Ya he dicho que las casualidades no existen.

Esta mujer es católica y ha insistido durante mucho tiempo en la importancia de la fe. El Carrère escritor emergente considera absurda la cuestión, pero en su desorientación se asesora, conoce al muy cristiano Hervé y un día la eucaristía le concede unas palabras para la gran sacudida: “pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”.
Se convierte y durante tres años cultivará su amor para con el señor a través de apuntes sobre el Evangelio de Juan en dieciocho libretas. El entusiasmo se desvanecerá entre la escritura de una biografía de Philip K. Dick y el retorno a una cierta normalidad.

Carrère es un hombre curioso. Tras Limónov debió costarle dar con un tema potente y lo localizó por un matiz filológico. En Los Hechos de los Apóstoles, supuesta segunda parte del Evangelio de Lucas, hay un pasaje decisivo. El narrador, hasta entonces bastante aséptico, menciona la súplica de un macedonio. Pablo, que aún no era santo e ignoraba transitar por el año 50 después de Cristo, se decide a ayudarle. Muy bien. El punto de inflexión es hallar en este fragmento un “inmediatamente intentamos partir a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarlos”.

Lucas está presente, luego cuenta la historia con conocimiento de causa y Los Hechos de los Apóstoles devienen un relato en primera persona, como la gran mayoría de los textos de Carrère, quien se interesa y se aventura a intentar trazar una biografía del patrón de los pintores s a partir de esa pequeña apertura de la puerta del Nuevo Testamento.

No importa mucho si lo consigue y el mismo es consciente de la dificultad del envite. Por eso aprovecha el mismo para trazar su peculiar visión de los orígenes del Cristianismo leyéndolos como si fueran una novela vista desde distintas vertientes. La primera es la suya de exégeta, una confesión de sus pesquisas inmersas en su día a día entre vídeos porno, enamoramientos y el desarrollo comprensible de toda investigación, plagada de saltos y sorpresas. La segunda tiene al autor del material como protagonista en la sombra porque, ahí accedemos a la tercera, Pablo es el héroe absoluto por su lucha contracorriente en su interpretación de la fe. Carrère entiende la magnitud del protagonista y los obstáculos del reto. Lo considera un trotskista de la secta, un outsider empecinado en desmontar el tinglado de los padres fundadores para expandir la palabra de Jesús en sentido ecuménico, y ese punto le da juego para plantearse cómo las creencias son desmentidos de la realidad, ilusiones del desprenderse de las exigencias de la razón para instalarse en mundo allende el mundo: el Reino de los cielos.

La narración fluye en su desorden ordenado de una sinceridad aplastante. Por principio todo narrador es un farsante, un manipulador incuestionable y el francés no lo oculta en ningún momento. Sin embargo expone a las claras sus intenciones. No pretende ninguna verdad definitiva, navega por el mar que él mismo ha generado y se deja llevar por el viento de la Historia sine ira et studio, con la objetividad subjetiva de quien contrasta fuentes, viaja con sus personajes y termina por conocerse mejor entre el mundo globalizado de la Antigüedad con Asia como punto de lanza, la Roma neroniana y la resaca de los Flavios, antesala de una consolidación hacia el lento estallido corroborado por Constantino.


El tiempo histórico se funde con el tiempo personal de este autodenominado Bobo, bourgeois bohème,  parisino. Sus teorías se hilvanan con el deseo de entender su propia  transformación y, con un toque sutil, sirven al lector para comparar lo remoto con lo presente, no desde la máxima marxista, sino desde el libre albedrío de la novela, bestia poliforme que se resiste a morir por el poder bautismal de algunos escritores. 

martes, 23 de junio de 2015

miércoles, 20 de mayo de 2015

sábado, 4 de octubre de 2014

El bigote y Una semana en la nieve, de Emmanuel Carrère




El bigote y Una semana en la nieve, de Emmanuel Carrère, por Jordi Corominas i Julián
Emmanuel Carrère, El bigote, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción de Esther Benítez
Emmanuel Carrère, Una semana en la nieve, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción de Javier Albiñana

Con el paso de los años Emmanuel Carrère se ha labrado una carrera sólida que ha recibido varias consolidaciones. La primera a ojos del lector español llegó con El adversario, novela de no ficción que inauguraba un ciclo completado con Una novela rusa, De vidas ajenas y su segunda gran consagración. Limónov traza el periplo del escritor y político ruso desde coordenadas reales que, sin embargo, bien podrían compararse con las de personajes como Julien Sorel, pero en la encrucijada entre nuestro siglo y el pasado.

Antes de esta prolífica etapa Carrère fue un outsider que se atrevió, como tantos otros, con la ficción pura y dura mientras buscaba una voz propia que, en realidad, siempre tuvo. Lo comprobamos este otoño mediante la publicación de dos novelas escritas en 1985 y 1995, obras surgidas de una absoluta necesidad de verterlas al papel como demuestra que ambas se redactaron en menos de dos meses, como si el autor las tuviera en la cabeza y necesitara expulsarlas, como si esos hijos fueran un malestar que sólo se esfumaría en forma de libro.

La primera de ellas es demoledora e indica una serie de intenciones que han cuajado con el tiempo. El bigote, publicada en catalán por Labreu Edicions, las muestra desde una óptica que aun mantiene su vigencia, pues los tres decenios que han pasado desde su publicación no han desgastado su argamasa paranoica encuadrada en una tradición donde Kafka es evidente, Maupassant un recuerdo lejano y Buñuel un punto de referencialidad que Carrère transforma por completo en esta historia donde un hombre que siempre cree haber lucido un nutrido mostacho decide afeitárselo para sorprender a su mujer.



Cuando los seres humanos realizamos actos tan absurdos, palabra fundamental en el tejido narrativo que nos concierne, buscamos saber qué opinan los demás. La ausencia de comentarios escandaliza al pobre protagonista, quien termina por interrogar a sus allegados. De este modo empieza una locura que revolucionará su existencia, desestabilizará su relación conyugal y le llevará a plantearse su propia identidad en una vertiginosa lucha interior que el Carrère deja fluir con mucha habilidad por espacios cerrados y exteriores, escenarios simbólicos de una descomposición que en realidad se produce dentro de este antihéroe que parece notar la velocidad de los ochenta y el cambio de un mundo que se acerca a la globalización actual sin terminar de avistarla por completo.

Aun quedan recuerdos que se desvanecen, certezas caídas en un pozo sin fondo y una normalidad quebrantada por una anécdota que es la gota que colma un vaso repleto de tonterías que afectan nuestro devenir, trastocándolo con saña por nuestra propia impotencia para entender lo que es esencial.



La imagen es un factor determinante en este relato de un hundimiento adulto. El de Una semana en la nieve, asimismo cargado de introspección psicológica, centra su planteamiento en Nicolás, un niño inseguro y ultraprotegido que acude a un campamento de esquí junto a sus compañeros de clase. Si en El bigote veíamos cómo la desaparición de un supuesto trazo reconocible desencadenaba la tormenta aquí el motivo que apunta una serie de catastróficas desdichas es el descuido del equipaje en la bolsa del padre, quien en su desconfianza para con el mundo ha acompañado al pequeño hasta el sitio donde, en principio, debería empezar a cultivar su libertad más allá del hogar.

Sin embargo los condicionamientos son demasiado fuertes. La tortura se expresa en la imposibilidad de franquear las puertas de los recintos, donde la amenaza de lo cotidiano es menos peligrosa desde una seguridad que nunca es absoluta. El pánico del niño es otro botón del muestrario de patologías que en este caso se han desarrollado cuando su víctima aun no tiene suficientes mimbres como para asumirlas desde la plena consciencia, algo que permite al narrador recrearse en miedos fútiles y alucinantes imaginaciones que se entremezclaran con lo acaecido a lo largo de ese viaje donde brillan algunos rayos de esperanza, desde la música hasta la amistad de uno de los coordinadores, que desaparecen con la noche, tiniebla simbólica donde se concentran ansiedades que casi se reciben con beneplácito porque están ya dentro de las costumbres de Nicolás, quien desde un derrotismo muy triste acepta lo establecido casi sin rechistar.




Tanto en El bigote como en Una semana en la nieve la dualidad entre lo individual y lo inevitable de la superficie constituyen el engranaje que articula la maquinaria de una marginación que nace de los propios fantasmas y cuaja desde una irracionalidad que no es tal porque está insertada con naturalidad en nuestra sociedad. De este modo ambas novelas pueden leerse como una crítica de un sistema demencial, aunque nunca conviene olvidar que Carrère, y así lo demuestra su posterior trayectoria, es un apasionado de estos perfiles deshilachados que al no adaptarse al ámbito que los circunda emprenden una senda laberíntica que es la base de su atractivo, y lo dicho puede aplicarse a la gran mayoría de sus personajes, fichas desconectadas en un tablero donde se pide otra sustancia para transitar sin problemas. 

sábado, 27 de septiembre de 2014

Un año, de Jean Echenoz



Un año, de Jean Echenoz, por Jordi Corominas i Julián

Jean Echenoz, Un año, Mardulce, Buenos Aires, 2014

Este otoño es pródigo por lo que concierne al retorno de un Jean Echenoz que muchos desconocen. Su estela biográfica ha eclipsado en cierto punto al autor que desde hace más de tres decenios ofrece al lector una literatura personalísima y de gran calidad. Si hará cosa de dos semanas ya informábamos de la reedición de sus dos primeras novelas, en esta ocasión celebramos de la llegada a España de la bonaerense Mardulce, que debuta en nuestras tierras con Un año, nouvelle de 1997 situada en el camino que el francés proseguirá durante toda su trayectoria hacia esa desnudez formal que tanto y tan bien le caracteriza.

Sorprende encuadrar esta obra en su singladura, justo después de Rubias peligrosas y antes de Me voy, dúo significativo que podría resumir muy bien varias facetas del galo, capaz de ser exuberante y experimental casi sin solución de continuidad. En Un año ambas características se funden un una trama donde lo casual irrumpe con contundencia a partir de un inicio sorprendente que determina todo el recorrido, donde la lógica desaparece y Victoire parece un títere en manos de su narrador, caprichoso en obsequiarla con movimientos que conformarán un todo dramático y delirante.

Todo empieza una noche, quizá deberíamos decir una mañana que es consecuencia de la oscuridad. La chica despierta y encuentra que su compañero de cama está muerto. Se asusta, no recuerda nada que haya conducido a este punto y por eso decide escapar por miedo a las pesquisas policiales. Sorprende que en vez del análisis hallemos una precipitación desmedida. Salir de la casa, sacar dinero del banco y correr hacia la estación para coger el primer tren hacia cualquier destino, como si el narrador hubiera dotado a su víctima de una óptica surrealista de un cruento azar donde nada puede hacer para evitar completar un círculo más bien macabro.



El tren la lleva a un punto y de ahí se afinca en otro lugar donde parece hallar una calma. Cada parcela del texto es una invitación a reconstruir un nuevo viraje en la inestabilidad de la ruta. El dinero se esfuma, aparece el cálculo, la despersonalización del presente y los no lugares como colofón inevitable de la pesadilla que también es la circularidad en la carretera dentro de una degradación, pues Echenoz no se olvida de resaltar que Victoire es joven, hermosa y apetitosa para cualquier hombre que tenga un mínimo criterio estético, pero claro, las circunstancias son las que son e impulsan que la progresiva fealdad se acompase a su estatus social en un Tour de Francia nada amable que sin embargo sobresale en el habitual esmero estilístico del autor.

En una época cargada de susceptibilidad a veces escribir reseñas es un ejercicio de riesgo por los spoilers. Creo que a Jean Echenoz eso le daría totalmente igual, pues sus historias tienen introducción, nudo y desenlace, sí, claro, pero son partes de un conjunto donde lo importante no es el final, sino más bien el juego que el texto posibilita desde una perspectiva donde se ha superado lo decimonónico, y ahí se siente una profunda deuda con el Nouveau Roman, y el campo se abre hasta el infinito y más allá porque no existen reglas, sólo las elige quien inventa y escribe. Quizá ello dé para reflexionar con relación al dominio de una cultura audiovisual que en lo alternativo presume de series para entender un cierto retroceso en el gusto de muchos que casi consideran experimentos como Un año desde una posición radical al creer que son la panacea de la novedad, cuando simplemente son los herederos de una larga tradición que busca transgredir un canon estructural demasiado ceñido a unos principios clásicos a traspasar si deseamos un arte nuevo.


¿Lo es el de Jean Echenoz? Sí, a su manera, claro, no es un revolucionario, sólo un ser coherente con su visión de la literatura y ello se percibe con claridad en Un año, donde el clima de ensoñación prevalece para lanzarnos preguntas que abordan desde la identidad de los personajes, sus desdoblamientos en función de las necesidades de la trama, hasta nuestra esquizofrenia en el umbral del siglo XXI. Han pasado diecisiete años y su concepción sigue siendo válida. La única lástima es que no la compartan muchos más creadores. 

jueves, 25 de septiembre de 2014

Sigmaringen, de Pierre Assouline


Sigmaringen, de Pierre Assouline, por Jordi Corominas i Julián

Pierre Assouline, Sigmaringen, Navona, Barcelona, 2014
Traducción de Manuel Serrat Crespo

La incultura tan propia de nuestro país y su arraigado gusto por la anécdota, un pecado que se acentuará más y más a medida que avance el siglo, hacen que conozcamos poco o nada de la Francia de Vichy y el período de la ocupación nazi del Hexágono entre 1940 y 1944. Quedan los tópicos reverdecidos ahora que se cumplen setenta años, pero más allá de los mismos conviene escarbar con afán analítico para comprobar que aquella pesadilla estaba envuelta de códigos más que siniestros que tuvieron un broche final en tierras alemanas.
Pierre Assouline lo logra en Sigmaringen, novela que toma como excusa el último periplo del gobierno del casi nonagenario Mariscal Pétain para hilvanar una trama con muchos estratos interesantes. El título de su libro alude a la localidad alemana donde se alojó, por obra y gracia del Tercer Reich, la flor y nata de esa segunda Francia que no resistió al invasor y prefirió avenirse para pescar ideología y fortuna en un terreno muy espinoso. El desembarco de Normandía y la liberación de París provocaron su partida hacia los dominios del Führer, que no tuvo ningún tipo de problema en ordenar a los legendarios Hohenzollern que abandonaran su mítico castillo para acoger a sus títeres galos. El desalojo de los nobles muestra a las claras las tensas relaciones entre la cúpula de poder nazi y los dueños del pastel durante milenios, reacios casi por completo al arribismo del caporal austríaco y sus secuaces.



Y ahí es donde empieza una historia con una voz narrativa sólida y un espacio muy concreto que parece dotar al todo de un cierto grado tétrico. El castillo es una fortaleza y una prisión donde los únicos que quedan del conjunto previo son los miembros del servicio, entre los que destaca Stein, máximo protagonista y fiel observador de lo ocurrido. Su sapiencia del lugar hace que podamos entender las divisiones de su tarta, donde para evitar choques innecesarios se sitúa al héroe de Verdún en lo más alto y a los demás en pisos inferiores accesibles sólo mediante las escaleras, pues el ascensor está reservado al viejo desconfiado y ya marchito que comandó esa intentona reaccionaria con olor a satélite.

Stein es un mayordomo de primera. Cumple a rajatabla con el protocolo, se preocupa por cualquier minucia y no tolera ningún desorden en las pautas marcadas, como si así prolongara el espíritu de sus amos para mantener una tradición inquebrantable pese a los visitantes, arribistas que se comportan como tales sin aspavientos ni estridencias. La naturalidad de ese grupo mediocre en un ambiente extraño es uno de los logros del volumen, donde en ningún instante se comercia con la espectacularidad, innecesaria en un relato donde los ritmos vitales se ajustan a un encierro surcado por la guerra y una serie de costumbres jerárquicas que no son del gusto de todos. La rigidez germánica de Stein parece ocultar frustraciones internas que compartirá con Jeanne, la intendente del mariscal, dura hasta que rompe su coraza para respirar mejor en unos barrotes donde la humanidad de ambos es la nota que rompe la constante música lúgubre que cubre el tejido.



El castillo es una metáfora real del absurdo tanto de la situación como de esos personajes desalmados por su insignificancia. Se sienten importantes, mantienen su compostura ministerial y olvidan que nada pueden hacer, son despojos de la Historia agarrados a un barco que hace aguas por todos lados. Más abajo, en el pueblo, un nutrido grupo de colaboracionistas ha mutado la ciudad de la luz por unas calles donde son figurantes que han creado una comunidad provisional donde destaca por exigencias del guión el médico Destouches, más conocido por su nom de plume. Céline es el atractivo especial de la trama, pero no engañaremos a nadie. Su presencia es vistosa sin ser esencial, palpable sin ostentar ningún tipo de predominancia. Aparece, deambula por el castillo y se esfuma porque otros aspectos lo eclipsan. Entre ellos cabe mencionar la misma estructura de la obra, compuesta como si fuera un drama de génesis y disgregación limitado en el tiempo con una adenda que nos ubica en el futuro a través de un viaje de Stein una vez han terminado las hostilidades y Europa se sacude el miedo para intentar volver a la normalidad.

Personalmente considero que estos breves  interludios entre raíles, que avivaron en mi recuerdo la lectura de La tregua de Primo Levi, son la justa marcha que confiere a la novela ese tono evocador entre el íncubo y la precisión de la memoria reciente que se condimenta con matices ideológicos trazados con sutileza, desde los libros mencionados hasta meros gestos que indican posturas bien definidas.




Otro autor hubiera armado un artefacto narrativo de denuncia salvaje para lograr un golpe de efecto. Assouline no pertenece a este nutrido elenco. Es sobrio, expone lo acaecido con elegancia y deja que los acontecimientos y las actitudes hablen por sí solas por mucho que Stein sea el ojo que todo lo ve, una pupila muy bien documentada, pues nada de lo contado es fruto del azar, factor honesto y bien trabajado porque en  ningún momento la fluidez de la prosa queda obstaculizada los datos contextuales, bien camuflados entre diálogos, reflexiones y delirios de una troupe que sin ser la del Ángel exterminador buñueliano alcanza cotas surrealistas casi sin proponérselo. Al fin y al cabo la Historia tiene épica por sus cronistas, hombres que suelen olvidar lo grotesco de la cotidianidad. 

martes, 9 de septiembre de 2014

El meridiano de Greenwich y Cherokee, de Jean Echenoz





El meridiano de Greenwich y Cherokee, de Jean Echenoz
Jean Echenoz, El meridiano de Greenwich, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción de Josep Escué

Jean Echenoz, Cherokee, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción de Josep Escué

Puede que los últimos lectores que se han acercado al arte de Jean Echenoz juzguen su producción a partir de esa senda biográfica donde lo mínimo se infiltra en el tejido del espacio y sus protagonistas para lograr que a partir de los detalles sobresalga la esencia. Esta fórmula alcanzó su paroxismo en 14, donde su autor prescindió de personajes ilustres y convirtió a la Historia en el gran motor que acciona los acontecimientos de estas atmosferas minúsculas, marionetas de un conjunto al que están encadenadas.

Mediante una serie de ardides narrativos la escritura y la trama se desnudan porque no necesitan nada más. Lograrlo es una proeza que requiere una maestría surgida de otra fase, cuando se llegó a un umbral que era inevitable superar para seguir adelante entre prosas e historias. ¿Cuál era? No corre prisa, ya lo descubriremos.

Las obras de Echenoz empezaron a traducirse al castellano a finales de los ochenta. En 1989 Anagrama publicó El meridiano de Greenwich y Cherokee. Ahora las reedita y por eso quien escribe estas líneas ha pensado que ello da la posibilidad de articular una crítica desde varios niveles cronológicos.

Si fuera un crítico galo del momento en que salieron ambos volúmenes, 1979 y 1983, creo que enfocaría la cuestión a través de diversos puntos que aun hoy en día son de interés. En primer lugar centraría la obra en su contexto. Tanto El meridiano de Greenwich como Cheeroke parecen responder a una urgencia literaria por reinventar el Polar del Hexágono tras su edad dorada que deslumbró a medio mundo, sobre todo con una producción cinematográfica donde se alternó lo popular con obras de culto, y el joven Echenoz usó aspectos de ambas parcelas, como si así mostrara, algo muy propio de la cultura que vendría en el siglo XXI, que lo elevado puede conjugarse con tonos menos elaborados.



En segundo término abordaría la cuestión de influencias ajenas al género negro. En este sentido Echenoz se presentó en sociedad como un autor que conocía la tradición de su país, algo detectable en leves dejes Nouveau Roman y ambiciosos, pero sutiles, planteamientos donde emergía la figura de André Gide, quien desde finales del siglo XIX se interesó por el acto gratuito. Empezó a jugar con este concepto su Le Prométhée mal enchaîné, donde un sobre con dinero y un puñetazo en plena calle se erigían en caprichos con verdadera incidencia en la vida de las personas. El mayor ejemplo en su producción es del asesinato que Lafcadio Wluiki perpetra en ese tren camino de Nápoles en Los sótanos del Vaticano, crimen cometido sin motivo alguno, sólo por la diversión de ver qué pasa.
En este último caso las consecuencias del hecho afectan hasta al brillante malhechor, desencadenándose episodios que parten de pequeñas minucias que devienen significantes porque el destino es una casa donde todas las puertas están conectadas, algo que Echenoz comparte con el “contemporáneo capital” y aplica desde distintos ángulos que nos sirven para comprobar cómo construye sus personajes.

La joya de la corona de El meridiano de Greenwich es Théo Selmer, traductor de las Naciones Unidas que un buen día se cansa de su oficio, abandona Nueva York y comprueba, mientras lee diccionarios para no perder la forma, que es un notable tirador. De viaje por Sudamérica topa con tres viejos conocidos del edificio donde trabajaba y acaba con ellos por mero entretenimiento, y lo mismo perpetra Albin, killer que elige a sus muertos a partir de cuatro características esenciales. Sus macabras ruletas rusas difieren de otra que encontramos en una de las subtramas. Un hombre entra en un bar con un montón de sobres pardos en la mano y los reparte por las mesas. Vera recoge uno y de este modo precipitará su camino hacia las antípodas. ¿Les resulta familiar?



En Cherooke el protagonista es Georges Vache, quien por la tontería de seguir a rubia de aúpa y querer quedar con ella se ve involucrado en mil peripecias a cada cual más surrealista que se introducen en el conjunto para jugar con el lector, desbordado ante la profusión de elementos que configuran la novela, piezas de un rompecabezas que terminan por confluir. 

Estos matices quedarían apuntalados en el tercer ciclo de interpretación que brindan las dos novelas, muy parecidas entre sí desde algunos aspectos que incluyen la polifonía, un ritmo trepidante, la acumulación de enrevesadas tramas que convergen en una sola al final del relato y el sentido del humor como bandera, humor que uno puede detectar al otro lado de los Pirineos en Enrique Vila-Matas, con absurdos que salen potenciados por ser invisibles para la mayoría. Echenoz se revela como un notable narrador de París, de la que elige los espacios desde una valencia cartográfica y simbólica, pues notamos cómo los personajes avanzan con unos pasos que, en realidad, nada tienen de casual, si bien esto daría pie a discutir sobre el azar, otra parcela que tocan ambos libros desde lo cotidiano, donde todo es posible en el baile del tablero, hasta recalar en territorios lejanísimos, típicos y tópicos de una narrativa con unas señas de identidad muy definidas. El contenido de sus novelas es tan libre al erigirse como excusa para hilvanar con rotundidad el continente del estilo y la estructura, claves no sólo estéticas.


Para un lector avezado en la obra del francés, tanto El meridiano de Greenwich como Cherokee insinúan un itinerario que alcanzará un primer punto álgido con Rubias peligrosas, donde todo lo insinuado en sus novelas de debut se consolidará hasta un límite que conducirá a una nueva etapa que quizá ya haga agotado. La próxima entrega nos desvelará el secreto. 

domingo, 8 de junio de 2014

Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre



Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre, por Jordi Corominas i Julián

Pierre Lemaitre, Nos vemos allá arriba, Salamandra, Barcelona, 2014
Traducción de José Antonio Soriano Marco

No parece casual que dos de los grandes premios del panorama actual, si bien con distinto prestigio, hayan premiado recientemente a autores provenientes del género negro. En el caso español creo que se intentó dar un aire distinto al Planeta a través de la figura de Lorenzo Silva, fuerte por número de lectores y presencia tanto en redes como en medios de comunicación.

Si cruzamos la frontera y vamos a Francia veremos que el Goncourt de 2013 sigue unas coordenadas parecidas porque Pierre Lemaitre proviene del Polar, que es como se llama en el Hexágono a la novela policíaca, y ha usado alguno de sus recursos en Nos vemos allá arriba, obra que aborda la posguerra del primer conflicto mundial con mucha inteligencia y una trama más que perfecta para el séptimo arte entre enredos, personajes perfectamente cincelados y mil vueltas de tuerca aderezadas con muchas dosis de suspense.

Tras el último párrafo creo que cualquier lector podrá entender que he disfrutado mucho con el libro de este autor desconocido en nuestro país, tanto que hasta en algún momento, como ocurre en las buenas producciones de ficción, he sufrido por el destino de sus criaturas, víctimas desheradadas, desmovilizados del frente con graves problemas para reingresar a la vida cotidiana. Padecí con las historias de Albert y Édouard, quise todo el mal del mundo al pérfido Pradelle y deseé que todo terminara bien, casi como si fuera un niño pequeño sin capa de crítico, sólo un lector dichoso por disfrutar de intrigas y emociones.



Esto me lleva a pensar en la alteración del paradigma que supone para el Goncourt Nos vemos allá arriba. No cabe duda que la coincidencia del centenario de la Gran Guerra habrá sido una razón añadida para conceder el laurel a Lemaitre, pero si sólo nos ciñéramos a este argumento iríamos bastante perdidos, pues no creo que exista un solo motivo. Es probable que el insigne jurado viera en la historia de los dos excombatientes y su cínico capitán una gallina de los huevos de oro que permitiera prescindir de lo intelectual, me viene a la mente el descabellado año de Las benévolas, desde la literatura popular con denuncia nada encubierta, ideal para nuestra época de crisis, genial por cómo se plantea en la novela, donde ese par de antihéroes ninguneados urdirán un plan pluscuamperfecto para vengarse de tanto desdén para los que lucharon por lograr la victoria contra el enemigo alemán en las trincheras, lo que encaja con el presente a partir de las grandes estafas perpetradas por los poderosos.

Estos factores dan un aliño muy interesante que, sin embargo, no se sostendría sin calidad. Y aquí hay que rendirse ante Lemaitre porque ha sabido usar con inteligencia una serie de circunstancias históricas para crear algo propio y verosímil, un rompecabezas parisino donde todas las piezas encajan sin atisbo de error, impecable en la elección de una serie de espacios que evolucionan al son de los protagonistas, desde el episodio inicial en esos absurdos últimos días de contienda hasta la miseria periférica de la espera del desgarbado Albert y su compinche Édouard, desfigurado sin rostro pero con muchas ideas para cumplir su estratagema al límite.

Si nos limitáramos a estos elogios olvidaríamos otras tretas que son las que conducen a una cierta magia. El maniqueísmo entre ricos y pobres se nutre de otros ingredientes que generan una totalidad apasionante. Pradelle es diabólico porque no tiene ningún tipo de caridad. Su pasado bélico está coronado por medallas, pura fachada como todo su ser, más interesado en recuperar el prestigio de sus apellidos y burlar a una autoridad que considera vetusta porque considera que la nueva era será de los audaces que abrazarán a la fortuna con métodos nada ortodoxos que, en realidad, siempre han existido. Su labor se contrapone a la de la pareja del suburbio, sus rivales en un juego del gato y el ratón repleta de embustes con opuestas intenciones y un peligro bien distinto. Pradelle se siente seguro desde el cobijo de su círculo de relaciones, mientras Albert y Édouard, sobre todo el primero, temen quemarse como es normal en los que nada tienen y siempre reciben el duro peso de la ley, siempre favorable a los de arriba.




Podría calificar sin riesgo Nos vemos allá arriba como una gran novela de aventuras y un doble fondo que recorre la Historia desde una perspectiva inusual, muy fílmica y con gran tino a la hora de enhebrar su tejido, con capítulos que combinan bien acción y diálogo, trances cómicos, mucha intriga y roles medidos al milímetro hasta en la repartición de sus atribuciones, por eso quizás no podemos terminar esta aproximación sin mencionar al funcionario Merlín, compendio de muchas otras zonas grises de la literatura francesa, ejemplo idóneo para exhibir cómo Lemaitre triunfa con su obra al saber mezclar valores antiguos tanto en contexto como en forma y adaptarlos a nuestra modernidad desde lo trepidante que impide soltar un libro diseñado para ser devorado en una sentada, cúmulo de felices coincidencias muy difíciles de encontrar con o sin crisis, con aniversarios conmemorativos o sin ellos. 

domingo, 9 de marzo de 2014

Le Park, de Bruce Begout, en Número Cero


Le Park, por Jordi Corominas i Julián

Bruce Begout, Le Park, Siberia, Barcelona, 2014
Traducción de Rubén Martín Giráldez 


Al terminar la lectura de 'Le ParK', uno siente un extraño desasosiego que deriva del temor de una posibilidad que quizá es simplemente la constatación de un cierto presente.

Conocía a Bruce Bégout por su serie de ensayos publicados en Anagrama que, sin duda anticipan esta novela donde el espacio es el gran protagonista, y ello es más que comprensible si desvelamos que la trama aborda la existencia de un parque temático que en realidad es una metáfora de un inquietante universo más parecido al nuestro de lo que pensamos mientras leemos sus páginas. Esta estructura distópica está ubicada en una isla, donde siempre surgen todos los elementos que quieren experimentar y apostar por la transformación del mundo, tratándolo como si fuese un juego, macabro, despiadado y letal por su extrema frialdad, que se corresponde con la prosa, analítica, como si se tratase del informe funcionarial del delirio.

Decía Javier Avilés que 'Le ParK' podría considerarse un 'Locus Solus' del siglo XXI. Sus diferencias respecto a la obra magna de Raymond Roussel dependen, en mi modesta opinión, de una cuestión de tono y contenido. El francés partía de una apuesta muy definida por el lenguaje y sus fantásticas invenciones, pero no creo que quisiera reflejar con la rotundidad de su heredero una idea espejo de la sociedad, pues eso es 'Le ParK', donde lo teóricamente surrealista no lo es en absoluto, desde el arquitecto inaccesible que en su torre de marfil reposa y maquina hasta las propuestas que el aturdido visitante puede encontrar en su paseo.

Un fragmento fundamental para la comprensión del entramado es la historia de Leer (vacío en alemán), un empleado que se pierde por la instalación, llega a una sala impoluta, sigue su extraño camino y llega, como en un videojuego en el que se van superando fases, a un paraje donde intuye la presencia de hombres primitivos, alieno a la dinámica que ha transformado de un plumazo el enclave.
Este pequeño pasaje es una advertencia de peligro desde una doble perspectiva. Por una parte, quien sale del límite está condenado al retorno de lo primitivo mediante la expulsión de una pesadilla que es el puro presente. Por otra, indica como se nos habla de un tejido que bien podría ser la calle pese a su camuflaje de edificios alucinantes y atracciones que, más que inverosímiles, son esencias de una era. Lo percibimos en la misma fugacidad de algunas creaciones, desechadas por capricho, y la misma dinámica del sitio, donde el control y el miedo se integran en una normalidad donde los turistas rascan los murales con revolucionarios porque ellos no tienen el coraje de imitar esa memoria visual del pasado.

El ocio surge como un paseo y una oda a la complacencia. Nuestra capacidad de asombro cada vez es más nula. Quien entra en Le ParK puede llorar tras ser sometido a la inclemencia del disgusto, que sin embargo es nulo en la mayoría de los que acceden a sumergirse en el reto porque el conformismo en la feria de los horrores es otra puñalada, suave y sutil, que el autor lanza mientras desgrana su especialísima arquitectura.

La voluntad de captar la totalidad, de generar un maquiavélico entramado de dominio, llega al paroxismo con el elenco de trabajadores, donde figuran genios sumisos de todas las profesiones habidas y por haber. Son, como su jefe, sombras invisibles que a partir de su esfuerzo tienden una densa capa de control, y lo hacen como los que mueven los hilos, desde un rincón ciego inasible para la mayoría.

'Le ParK' se lee como lo que es, una novela, pero ello no excluye que su poso sea claramente ensayístico donde no es menester mostrar el interior porque las vistas ya confiesan el marasmo organizado al milímetro. Bégout y su economía de medios consiguen ser exhaustivos sin ramplones trucos de magia.