martes, 25 de agosto de 2009

El mundo de ayer en Revista de Letras


Visiones centroeuropeas(III): El mundo de ayer de Stefan Zweig por Jordi Corominas i Julián

Él ha aprendido
Él puede enseñarnos

( J.W. Goethe)

Dejo volar un poco mi imaginación y veo a Stefan Zweig en una mesa de una habitación brasileña. Hitler lleva las de ganar en Europa y el apátrida decide escribir sus memorias de un plumazo. Ha perdido gran parte de sus posesiones, sólo le quedan recuerdos que plasmar en el papel para que alguien pueda leer y entender los momentos estelares de una existencia que en los últimos años es siempre más valorada en nuestro país, y parte de la culpa, por no decir toda, es de Acantilado, editorial fundamental para quien quiera sumergirse en el océano austrohúngaro y catar sus esencias. Desde que en mayo de 2001 la crítica valorara El mundo de ayer como uno de los volúmenes imprescindibles en toda librería que se precie, el nombre del escritor vienés parece ser una especie de obligada referencia cultural, y como sucede con las mismas ello implica que, en realidad, la fachada se impone al contenido. Muchos dicen apreciar sus textos, pocos son los que se han atrevido con el gran y reflexivo burgués que antes de suicidarse nos legó una autobiografía que traspasa fronteras y se erige en mosaico de la deriva europea hacia el naufragio.

A lo largo de las dos primeras entregas de esta serie centroeuropea hemos enfocado nuestro punto de vista en un universo finito, muerto en 1914 entre balas y estupidez humana. Más adelante trataremos la debacle que engendró el período de entreguerras, pero por una coherencia temática en este artículo nos centraremos otra vez en el reino bicéfalo, milenaria estructura política que a finales del siglo XIX imbuía una pasmosa seguridad a sus habitantes. Zweig nació en 1881 en el seno de una familia acomodada de, no podía ser de otra manera, origen cosmopolita. Si relacionamos al vienés con Kafka, descubriremos una característica de los nuevos ricos de aquel tiempo: la virtud del ahorro. Los padres de ambos escritores prosperaron al destinar parte de sus ingresos al crecimiento de su negocio, mientras guardaban más de la mitad de lo ganado para sentir un techo firme en sentido económico. Safety first era la divisa y el Imperio, estable hasta por lo longevo de la testa coronada que regía sus destinos, se convirtió en un salón al aire libre propicio para la creación cultural y el intercambio de ideas que posibilitaran una verdadera edad de oro de la cultura teutona. Cabe reseñar que ese fenómeno se produjo mientras en la capital austriaca gobernaba un alcalde antisemita, Karl Lueger, un populista que derrochaba demagogia que no afectaba en absoluto a la numerosa comunidad judía, principal fautora del increíble desarrollo intelectual del país, grupo social instalado en un placidez monetaria que era el símbolo del momento. Todo se aseguraba, todo tenía que estar controlado para no perder el rumbo. Ese era el máximo deseo de esa sociedad, saber que la nave no iría a pique y así poder continuar gozando sin trabas, pues si algo hicieron los vieneses finiseculares fue disfrutar de las oportunidades que brindaba su ciudad, verdadera meca con nada que envidiar al tan mitificado París de los cafés y la bohemia.

El autor de Amok creció justo cuando los engranajes estaban en su algidez. Penó los ocho años de gymnasium, el equivalente a nuestro instituto, descubriendo que más allá de las puertas de la escuela se abría un calidoscopio excepcional. Como suele suceder la materia impartida en las aulas estaba desfasada en relación al sentir del tiempo, y los alumnos crecían a su ritmo sin preocuparse en exceso por las reprimendas del profesor, quien desde su tarima era absolutamente ajeno a las delicias callejeras, óptimas tanto en reclamos sexuales como culturales, siendo el Burgtheater y la Ópera los centros de predilección de las clases privilegiadas, que en ese aspecto no se diferenciaban mucho de nosotros en su idolatría para con actores, cantantes y vedettes, estrellas refulgentes que copaban páginas y páginas de una prensa entregada a narrar sus logros.

Asimismo existían prodigios. Rimbaud y Keats eran exquisitos misterios. Viena no quiso ser menos, y en esa sociedad donde los jóvenes se dejaban barba para aparentar ser mayores, se consideraba que el hombre sólo podía dar buenos frutos a partir de los treinta, eclosionó el cometa Hugo Von Hofmannstal. En 1891 los estudiantes de bachillerato no podían firmar artículos con su nombre y pese a ello el autor de Carta a Lord Chandlos envió uno para probar fortuna bajo el seudónimo Loris. Herman Bahr se preguntaba por la identidad del tal Loris, y cuando ambos quedaron en el café Griensteidl, epicentro de la nueva literatura, se quedó estupefacto al ver al imberbe y delgado bachiller, vestido con pantalón corto. Hoffmannstal fue decisivo ya que su coraje abrió la puerta de la esperanza para toda una generación que desde ese momento no hizo sino crecer y revolucionar el panorama austrohúngaro con sus creaciones. En ese contexto se enmarca Stefan Zweig, genio precoz, publicó su primer poemario con apenas diecinueve años, que sin embargo maduró su carrera desde una perspectiva más inteligente, sin prisa y sin pausa, prefiriendo traducir a grandes nombres, el ahora desconocido Emile Verhaeren, viajar por el Viejo Mundo, impregnarse de europeísmo y conocer así las grandes posibilidades que ofrecía el Planeta en ese plácido interludio donde aún se podía viajar sin pasaporte a los Estados Unidos o a la India, paraísos de ensueño vírgenes, países repletos de oportunidades, gotas puras que aún no se habían mancillado con el férreo espíritu de la modernidad y todas sus chacras.

La vida del vienés es la de un burgués con absoluta conciencia de clase, lo que a veces provoca que parte de sus comentarios sean indigestos pese a la naturalidad de su prosa. En el capítulo más interesante de la parte austrohúngara dedica su atención al sexo, y cuando menciona el abrumador espectáculo de la prostitución callejera parece observarlo desde aquella tarima que tanto odió cuando fue estudiante. Aún así sus comentarios son una lección de antropología válida que sirve para entender como bajo ese manto de seguridad las correas eran fuertes, duras e, nunca mejor dicho impenetrables. De todos es sabido como durante siglos el hombre inició sus andaduras sexuales en lupanares. Mientras tanto, la mayoría de mujeres tenían que sufrir las ataduras de una educación bochornosa donde el cuerpo era el demonio con carne y curvas, tentaciones a ocultar para evitar males mayores, de ahí el predominio del corsé y el dormir y bañarse con ropa para no dar al mal el bien que todos siempre hemos anhelado. Por eso existían burdeles de lujo y chicas en las esquinas, porque lo interior era legislado y lo exterior en lo sexual permitía vías de escape que no perturbaran el orden que debía reinar en cualquier hogar que mereciera llevar tal nombre.

La experiencias viajeras de Zweig alientan la envidia de quien escribe por los lugares donde vivió y por la gente que conoció, hombres que marcaron toda una generación, personas que en sus campos fueron inigualables y mostraban una enorme voluntad de diálogo con sus pares para aprender y mejorar. Aún así 1914 estaba cerca, muy cerca, y nuestro protagonista palpó su esencia cuando, habiendo preparado un idílico verano entre Bélgica y Baden, una banda de música dejó de tocar.
Sólo note que la melodía había cesado de golpe. Instintivamente levanté los ojos del libro. La multitud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los árboles, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había detenido sus evoluciones Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el concierto solía durar una hora o más. Algo debía de haber cambiado aquella brusca interrupción. Mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado, que, evidentemente, acababan de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido a Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían caído víctimas de un vil atentado político.

28 de junio de 1914. La guerra y el adiós. Zweig retrata al Archiduque Francisco Fernando como un desconocido, un hombre que a nadie preocupaba y menos a la familia imperial, cansada de sus excentricidades y de su esposa. Pasaron unas horas y la música siguió después del leve parón. El heredero no fue enterrado en la cripta de los capuchinos. No sonaban tambores bélicos hasta que, extrañamente, los periódicos empezaron a adoptar un tono agresivo que seguramente procedía de las altas esferas. El resto es historia conocida, aunque no lo es tanto el papel que el nómada de la literatura ejerció durante el conflicto en el Archivo de Guerra, labor que él mismo disminuye porque prefiere adornar su biografía con sus encuentros en la neutral Suiza con Romain Rolland para fabricar la unidad espiritual de Europa, genial idea que por desgracia no avanzó y sucumbió, pese a su empuje en la década de los veinte, al vendaval nacionalsocialista de viento reduccionista y criminal.


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