martes, 14 de febrero de 2012
La fachada en Sigueleyendo
La fachada, por Jordi Corominas i Julián
El sistema educativo español ha sido siempre una basura de muchos quilates, oro puro de bazofia. Lo dice un licenciado en Humanidades que amó su carrera y sólo recibió cursos dedicados a la Guerra Civil Española durante el Doctorado. Por suerte hay algo que se llama ser autodidacta, resuelve problemas y te permite caminar por la vida con un mínimo de garantías que no sirven para encontrar trabajo, aunque al menos te dan ciertas satisfacciones: rellenar huecos, ganar partidas del trivial pursuit.
No hablaré de Brunete ni del 18 de julio. La Segunda Guerra Mundial sí mereció la atención de mis profesores a lo largo de mi periplo académico, del EGB al postrer instante en que pisé las clases como alumno. Los docentes la explicaban de manera sintética, ya saben, lo de profundizar en principio se aplica en estados avanzados, que nunca llegan, se quedan en el camino, siendo baldíos los elencos biográficos que en la mayoría de casos producen sopor y ancestral pavor en los pobres chicos y chicas, más pendientes de la nota que del contenido, lo que por lógica pura conduce a empollar sin meditar los procesos históricos ni formular preguntas que traspasen el mero ámbito mnemotécnico. Una fecha por aquí, otra por allá, cuatro anécdotas y listos.
Y no debería ser así. Pasa el tiempo, acumulamos experiencia, el cerebro se desgasta en aquelarres y gana prestancia en análisis, curiosa contradicción. Reconozco que siempre he sentido una natural fascinación por la tragedia del suicidio europeo entre 1914 y 1945, final y principio, éxtasis cultural y derrumbe de una belleza burguesa e inaudita que nos transporta a la conclusión de este largo prefacio. París suele asociarse al esplendor y ya que estamos también daremos puntos a Viena. El estudio de la primera relega a la segunda en la constatación de que, y no sólo en España, preferimos lo obvio saltándonos la exigencia, que suele ser la que en su interior concentra la esencia. Acaece con Viena y se repite en lo que nos sueltan sobre episodios básicos de Historia Universal.
Algunas editoriales de nuestro país intentan poner remedio a tal desaguisado, que no quita el sueño a nadie. A mediados de diciembre recibí en mi buzón, ocasionalmente amenazado por un vecino ladrón al que saludo desde esta modesta columna, Tierras de Sangre de Timothy Snyder, editado por Galaxia Gutenberg. La obra versa sobre las políticas exterminadoras, hay que usar con mucho cuidado la palabra Genocidio, de la Unión Soviética y el Tercer Reich entre 1933 y 1945, políticas que desarrollaron con especial ahínco en los territorios de Ucrania, Bielorrusia y, a partir de 1939, Polonia.
Tras la muerte de Lenin un hombre desplegó sus redes, sin piedad. Stalin sabía que para ganar la partida del liderazgo debía eliminar al cuerpo más sólido de la manada. Pactó con Zinoviev y Kamenev, ejecutó su despiadada melodía y así desapareció del campo de batalla Trotsky, enemigo que impedía consolidar su programa de la Revolución en un solo Estado, que a partir de entonces sería marxista en la fachada y suyo en el interior. La colectivización de la agricultura fue un fracaso que condujo al hambre, lo que le obligó a culpar a determinados grupos, que poco a poco se vieron desposeídos de toda dignidad y alimento, sin ninguna posibilidad de salvar su existencia. Los ucranianos se llevaron la palma. Snyder, que ha realizado un trabajo ciertamente imprescindible, cifra en cinco millones la cifra de fallecidos por la hambruna de 1933, número que asombra, aunque no tanto como el dispositivo para conseguirlo, desde la confiscación de semillas para la cosecha hasta la pantomima de ocultar la masacre cuando visitó el país el primer ministro galo, Edouard Herriot. Los moribundos con el vientre hinchado se esfumaron como por arte de magia para preservar la imagen del bolchevismo en el extranjero, donde el sueño de la utopía en el lejano Este excitaba cerebros e ilusiones.
La realidad era otra e iba gestándose en quincenios. En 1938 el Zar georgiano completó el segundo proceso de su plan. Martin Amis habló con su habitual exceso en Koba el temible de la naturaleza de esos actos. El profesor de Yale lo hace desde el rigor científico con toques literarios que no son licencias poéticas, sino mera constatación de un pasado que corroboró el papel premonitorio de Franz Kafka en un universo carente de ficción. El Gran Terror sesgó la vida de setecientos mil individuos con la culpa escrita en su documento de identidad. Convenía menguar la demografía de nacionalidades y judíos. Los testimonios de absurdas detenciones, juicios de pacotilla e inexistentes leyes empapan la narración con una sangre que aún no había llegado al final del trayecto.
En la tercera fase Hitler irrumpe en escena. A diferencia de su homólogo soviético, el caporal austríaco se contuvo en la paz. Sus conciudadanos, excepto en las sonadas noches de los cristales rotos y los cuchillos largos, no debían temer. Diez mil alemanes fueron asesinados por el Régimen antes de 1939 y muchos otros penaron su diferencia en campos de concentración, que no debemos confundir con el exterminio programado que nació con la Solución Final, plan B que simbolizó el fracaso de las aspiraciones militares de los Nazis una vez aceptaron que la Operación Barbarroja no llegaría a buen puerto por el general invierno y la reacción del ejército rojo con la Wehrmacht a las puertas de Moscú.
Dos años antes, el 23 de agosto de 1939, Joachim Von Ribbentrop y Viacheslav Molotov tejieron en el Kremlin el Pacto Germano- Soviético que dio vía libre a la Segunda Guerra Mundial y al rien ne va plus de homicidios premeditados y masacres a granel. La división de Polonia entre las dos potencias totalitarias va más allá del trazado de líneas fronterizas y supone el génesis de una demoníaca obra de desprecio al género humano. Cada uno de los bandos, aliados por conveniencia pese a sus diferencias ideológicas, procedió al afinamiento de una implacable y masiva cadena mortuoria. ¿Prisioneros de guerra? El vocablo no existía en el diccionario de la barbarie, era mejor disparar y enterrar en fosas que más tarde, véase el ejemplo de Katyn, serían usadas para esconder el rostro nacionalsocialista en el Este y acusar a los otrora amigos del alma, en una farsa de dimensiones colosales, de salvajismo.
Salvajes eran los que comandaban la nave. Hitler quería triunfar contra Stalin para cumplir sus designios de espacio vital para su pueblo y fundar en la Unión Soviética un Imperio colonial agrícola que se gestaría tras la conquista. Una vez sometidos los eslavos los dejaría morir de hambre. Su objetivo era matar de hambre a treinta millones y luego deportar a los judíos soviéticos para limpiar, siempre según su léxico, Europa de su plaga. La cuarta operación preveía la deportación, el asesinato, la esclavización y asimilación de las poblaciones restantes y el asentamiento de de colonos germanos en el Este en los años posteriores a la victoria.
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Tal maléfica arquitectura no se cumplió, precipitando la estrategia del gas y la muerte industrial. En vez de emplear a sus nuevos súbditos como mano de obra, absolutamente necesaria para la supervivencia del Reich, Hitler y Himmler optaron por intensificar la eficacia de sus delirios antisemitas. ¿No podemos con los rusos? Lo haremos con los judíos. Duele pensar en Wagner y la tergiversación a la que fue sometido en teatros históricos dispuestos por y para el último suspiro, y asimismo duele imaginar que seres supuestamente normales acataran ordenes y las cumplieran con tanta frialdad. No sé si alguien ha hecho un estudio del tema, pero sería más que interesante comprobar las secuelas que tanta bestialidad dejó en soldados rasos que luego, por caprichos de la Musa Clío, fueron ciudadanos de una democracia integrada en las instituciones occidentales de la Guerra Fría. Y oigan, todos tan panchos, por interés te quiero Andrés, y no importa que las personas que copan tus regiones fueran asesinos desprovistos de ética al servicio de una operación quirúrgica de despiece humano.
Tras la lectura de Tierras de sangre, libro que merece más de un paseo por su complejidad, me acordé de un título que en su momento quise adquirir. Tres dictadores de Emil Ludwig constituye un impagable testimonio porque su autor, que con buen tino incluyó a Prusia como cuarto elemento de la terna Hitler-Mussolini-Stalin, fue protagonista del período de entreguerras. Sus escritos fueron quemados en la orgía destructora propiciada por Goebbels, del que alguna editorial española debería publicar sus diarios completos y no sólo años sueltos, y en su labor periodística pudo conversar u observar en la cercanía a muchos de los mandatarios del Viejo Mundo, algo que le dio arrojo para emitir diagnósticos sobre el futuro, como si el contacto con tanta celebridad fuera una garantía de éxito en el arte de la predicción.
Su retrato de Hitler, el convulso demencial, es certero en su taxonomía de un perfil en la cima e incide en cómo la encarnación sapiens del diablo supo leer el pulso básico de los alemanes, amantes del orden, la disciplina y embriagados por lo insólito de un líder con dotes oratorias. Los datos fiables y la profecía de un futuro Núremberg se mezclan con el odio por el amoral y ególatra dictador, característica compartida con Stalin, quien no miraba nunca a los ojos, y Mussolini, quien sí goza de las simpatías del periodista al ser inofensivo y escasamente predispuesto, ya cambiarían las tornas del oportunismo, para inmiscuirse en lances marciales.
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Uno devora Tres dictadores. Si esto fuera una reseña al uso diría que está bien escrito y fluye de principio a fin. Sí, así es, pero si engancha, si permanece, es porque el mal nos atrae y nos gusta desentrañar su laberinto. Ludwig no lo consiguió. Sus páginas tienen un punto heroico de idealismo, en especial cuando teoriza sobre dos Alemanias, una cultural y libre por el sistema de las Ciudades Estado que competían entre ellas y brindaban al país un esplendor artístico en claro contraste con Prusia, culpable y militar, férrea y ambiciosa en su práctica mediocridad. Es hermoso comparar y es magnífico dar en el clavo con tesis de gran calado que no evitan otra interpretación, siempre a posteriori, más dura, seca de ahogamiento: somos de una ingenuidad hiperbólica que se transmite generación tras generación porque el hilo de noticias, artículos y tertulias de bar apunta a la fachada de las cancillerías, aceptando sus mensajes sin preocuparse de lo que se cuece en pasillos, escaleras y despachos. La cámara no controla todo y la información es selectiva porque nos así lo ordenan. Si supiéramos más de los entresijos del interior del Palacio otro gallo cantaría. Se pueden intuir. Lo hizo Pasolini, denunciándolo con claridad meridiana, y así le fue.
Hace poco leí, quizá en un estado de Facebook o en algún enlace del marasmo, que un intelectual, fenómeno en peligro de extinción por fallos propios y aciertos ajenos, declaraba con solemnidad, otra lacra más que extirpable del barullo, que él sobreviviría al ser incómodo. Argumentaba que el poder necesita pensadores que pongan en duda el sistema, porque de otro modo no hablaríamos de democracia, sino de dictadura. Ya en el siglo XX el Humanismo crítico cayó en una autocomplacencia, muy propia de maniqueísmos demasiado trillados, de somos los buenos y advertimos, y eso es inútil, un poco como el poeta que sólo registra lo que el ojo ve sin penetrar dentro de objetos, personalidades, minucias y atmósferas. La banalidad automasturbatoria es perfecta para que el bucle se perpetúe y la queja se regocije en su esterilidad. Penetrar y desenmascarar.
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