Nostalgia y topografía del cine romano
Por Jordi Corominas i Julián
El lunes 28 de abril de 2008 se rompió mi adolescencia adulta e ingresé, de golpe y porrazo, en la conciencia del propio cambio. Era el día de mi vigésimo noveno cumpleaños y nada podía ir mejor. Me levanté en Trastevere, paseé entre sus adoquines soleados y al llegar a casa hablé con Annina, como siempre: risas, inteligencia y comprensión. La pérdida de Amistade, el perro de Andrea el vagabundo, sonaba a mal presagio, infausto preludio de una tragedia tejida a base de poder televisivo, sueños estúpidos y conformismo tomado por otro cantar, hediondo y repugnante.
El giro fatal llegó cuando fui a comprar tabaco al lado de la cuestura, en el Collegio romano, a escasos metros de Piazza Venezia. Un anciano resistente se lamentaba. La radio vomitaba escrutinios. Il Popolo della libertà derrotaba en las elecciones capitalinas al candidato del PD, caricatura de la que otrora fue la mayor y mejor izquierda europea. Non c’e niente da fare. Volví a Via del Beato Angelico, hice las maletas e intenté asumir lo ocurrido. La alternancia democrática suele ser positiva para el funcionamiento del sistema, pero la contienda italiana derivaba hacia problemas de cariz personal. La Italia que me dio tanto, la Roma por la que hubiese matado, divina mujer marmórea, fenecía de un plumazo por la implacable dinámica electoral del país donde nadie vota a Silvio Berlusconi y todos son muy progresistas. Sé que las calles y los rincones de la Ciudad Eterna no albergan pecado por las decisiones de sus ciudadanos, aún así hay una extraña forma metafísica que me impide volver a mi lugar de pasión, como si el pasado tuviese que permanecer inalterado en un magma ideal que no puedo romper.
Por eso escribo este texto. En la misma casa que abandoné justo hace un año pensé junto en crear rutas cinematográficas por toda Roma. Siempre he disfrutado paseándolas y me alegré cuando el anterior ayuntamiento de la Urbe puso paneles informativos en los espacios históricos del séptimo arte, pequeños puntos simbólicos que merecen ser recordados al establecer con el sujeto un vínculo nostálgico y personal, pues quien haya visto las películas creará una nueva memoria al pasar por la localización cinematográfica.
Podemos hacer mil rutas, pero la que propongo, ideal para caminantes con preparación, colma todas las expectativas. Iniciaremos nuestro recorrido por Vía Veneto, la artería central de la Roma artística de los cincuenta. Poco antes, justo después de la finalización del segundo conflicto mundial, se encontraba infestada de infantes limpiabotas deseosos de ganar cuatro perras con las fuerzas americanas para comprarse un caballo blanco y cumplir un sueño de pureza entre la miseria. Sciuscià de Vittorio De Sica comparte con La Dolce vita de Federico Fellini ser todo menos un cuento de hadas. El niño Interlenghi y Marcello Mastroianni viven dos circunstancias parecidas en eras distintas, pues ambos pueden inspirar maravilla por sus aspiraciones, derrumbadas con facilidad cuando lo real se instala en la pesadumbre de sus vivencias, cartoncitos mojados destinados a la desesperación. Ello no es extraño si asociamos Via Veneto con el éxito ramplón y la apariencia de lujo bajo una honda tortura interna de los que la pululan, sean pobres en busca de fortuna o intelectuales que ya la tienen.
Desaparece la tupida y zigzagueante arboleda al viento. El tritón de Bernini ejerce de Hércules en la encrucijada. Optamos por avanzar hacia Piazza di Spagna para embobarnos con su famosa escalinata y su batiburrillo de idas, descansos y venidas. Sí, Audrey Hepburn come un helado con Gregory Peck; Vacanze romane aúna lo cursi de los cincuenta con el poder americano y los medios de comunicación en un delirante, aunque suave, recorrido por los principales monumentos de la capital transalpina. En la misma plaza el cine ha mostrado todo tipo de padecimientos y esperanzas. En 1952 Lucia Bosé consolidó su estrellato popular con Le ragazze di Piazza di Spagna, donde interpretaba a una joven trabajadora en una sastrería. En 2005 los chicos de nuestra amada Romanzo Criminale protagonizaron un escalofriante asesinato a sangre fría en medio de la escalera más famosa del mundo, con permiso de la de Odessa, clave y arte en El acorazado Potemkin de Sergei M. Eisenstein.
Miramos el reloj y si queremos aprovechar la luz solar conviene ir hacia la Fontana di Trevi. Pasamos por la Embajada de España. El ojo adquiere blanco y negro, transportándose al principio de Roma Città aperta, con el peligro nazi desfilando antes de acechar la guarida del partisano. Volvamos al color. No, perdón. El espectáculo teatral acuífero que más espectadores recibe tiene para el celuloide toque clásico. Anita Ekberg y su juego pagano, bautizando al pobre periodista encantado–Marcello, come here!, Silvia hai ragione, stiamo sbagliando tutto– son el reverso lírico de Totò Trufa 62, film donde el cómico napolitano vende la euforia barroca de agua, mito y ventanal a un cretino americano que termina en el manicomio al reclamar sus derechos mientras los turistas tiran monedas.
Estamos en el centro. Vamos a Piazza Navona y buscamos entre pintores y faraones escultóricos, de látex, rasgos adolescentes parecidos a los de Poveri ma belli, italianos de 1956 con evidentes rasgos de americanización. Guateques, conquistas y besos a la luz de la luna. El ambiente de barriada que la zona ostentó durante décadas sólo se conserva en los edificios; sucede en todo el casco antiguo, pasto fácil de los nuevos mercaderes del temple, bestias voraces prefabricadas para hermanarse con los señores de sandalias con calcetines. Lo mismo acaece en otras plazas colindantes; las paraditas de mercado, madera gastada con glamour añejo, en Campo de’Fiori son las mismas que en la obra homónima de 1943 dirigida por Mario Bonnard, película prototípica del amor y los tópicos populares protagonizada por la mejor romana de la historia del cine: Anna Magnani. Ya no se ven mujeres como ella por esos lares. Hay pequeños atisbos de Claudia Cardinale en algunas bellezas que circulan al lado de la estatua de Giordano Bruno; no creemos que ninguna eligiera un novio como el de la diva tunecina en Un maledetto imbroglio, un joven pobre hombre detenido después de asesinar al lado del Palazzo Farnese a un acaudalado residente. Ahora el barrio, siempre lleno de carisma y alegría, se ha transformado en vaivén de cervezas y fiesta controlada por la noche, fiesta en la que, cabe mencionarlo, se escucha más inglés que italiano, idioma desplazado hacia San Lorenzo y Trastevere, lugares que han ido perdiendo su apego a lo popular en pos, sucede en la mayoría de barrios europeos con ese perfil histórico, de una invasión de artistas y diseñadores que los convierten en el chic alternativo que toda ciudad de prestigio necesita para su imagen internacional. Sin embargo, en Trastevere aún puedes sorprenderte en Santa Maria con charlas inesperadas y amistades de quita y pon que luego, increíble, vuelven. En 1962 la música se iba a otra parte, y una figura como Carmen di Trastevere, señora del barrio y sus latitudes, se antojaba ya imposible. Lo popular, entendido en un sentido casi decimonónico de originalidad que no se pervierte, cedía ante lo homologado, los romanos de toda la vida dejaron de vestir como sus abuelos y el traje-corbata se convirtió en ley. Burgueses todos...salvo una pequeña porción de romanidad resistente. Desplazados por Mussolini a la periferia, aceptaron sobrevivir en casuchas de mala muerte alejadas de sus antiguas moradas del foro romano, donde el cine nos ha dado todo tipo de escenas, si bien nosotros nos decantamos otra vez por Totò y su faceta de estafador de primera en la escena inicial de Guardie e ladri, en 1951 los americanos aún no habían mostrado su lado más voraz, y quizá por eso el cómico favorito de Italia sólo vende una falsa moneda imperial. Así que pasen diez años.
Nos hemos desviado de la cuestión. Esos romanos relegados de su espacio natural se convirtieron en marginados del primer mundo del centro urbano. Las personas de buenas costumbres los despreciaban. Sus trabajos eran miserables, y la mayoría prefería robar para tener algo que llevarse a la boca. Los dos mundos se juntaban ocasionalmente en el mercado del Porta Portese, donde el cine nos ofrece la visión del ladrón que escapa, Ladri di biciclete, la habilidad de I soliti ignoti para sacarse ases de la manga y una posibilidad hacia dos puentes. La izquierda nos depara el paseíllo de Porto di Ripa Grande, donde Nino Manfredi charla con su amigo intelectual frustrado en C’eravamo tanto amati, pilar de Ettore Scola, trayecto sentimental de evolución contrario al de la derecha, donde el Ponte Testaccio, feo e industrial por ser el último de la fila, se convierte en puerta del cielo para Acattone, muerto en su particular cruz, con la redención en el bolsillo al pasar de chulo a ladrón en un esfuerzo por mejorar dentro de la debacle humana que significaba nacer en los enormes bloques de pisos de la posguerra, campos de concentración habitacionales para el falso confort.
Accattone fallace y dice sentirse bien. Más allá del puente, hegemónica desde su fragilidad, la torre del gasómetro corona el dominio de los olvidados de la historia escrita. Esa extraña estructura aparece en muchas películas, no sólo antiguas. En Le fate ignoranti Stefano Accorsi bebe un vaso de agua y su roja camiseta brilla al compás del mágico cilindro, volátil, tierno, insólito y extravagante como la Italia que amamos y esperamos recuperar. Su libertad desde el arte y el compromiso no puede quedar ofuscada ni encarcelada por derrotas más que televisivas ante un poder insoportable, de carne quirúrgica y obsceno cinismo de camping autárquico, racista, payaso y nauseabundo. Non c’e niente da fare?
Fotos de Jordi Corominas i Julián
http://www.panfletocalidoscopio.com/2009/04Mayo/Cine01.html
1 comentario:
Al ladro! Al ladro! ;-) Molt interessant aquest apunt!
I Jordi, per molts anys!
(*molt* endarrerit, ho sé) :-(
No vaig poder venir a la Loopoesia... Espero ser-hi a la propera.
Avanti!
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