miércoles, 6 de octubre de 2010

Leviatán o la ballena en Revista de Letras



Un ensayo diferente, original y cercano: “Leviatán o la ballena”, de Philip Hoare

Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 3.10.10


Leviatán o la ballena. Philip Hoare
Traducción de Joan Eloi Roca
Ático de los Libros (Barcelona, 2010)


“Para escribir un gran libro, debes elegir un gran tema”.
(La ballena fósil, Moby Dick).

En mi infancia las ballenas eran animales simpáticos que asociaba con sonrisas, agua y plástico, quizá por los patitos de goma de la bañera, donde me sumergía con la esperanza de encontrar algas y bichos raros. Una noche, cuando ya tenía ocho o nueve años, emitieron por televisión Moby Dick, la inestimable adaptación cinematográfica que John Huston hizo de la novela de Herman Melville. Supongo que me sacudió, porque de otro modo, no recordaría con tanta nitidez la mirada de Gregory Peck en el rol de Ahab, capitán obstinado en su meta titánica, el blanco cetáceo, Leviatán invencible, burla a la persistencia del empecinamiento humano contra lo imposible. Ése estímulo para la imaginación permaneció y volvió a cruzarse en mi camino durante una visita a las catacumbas de Santa Priscila en Roma. Jonás y la ballena, tres días en el inmenso vientre del monstruo, oración y vómito. Es posible que mi trilogía de recuerdos sea el estereotipo común que todo individuo tiene de este asombroso mamífero que se siente como pez en el agua. En el caso de Philip Hoare los tópicos requirieron más concreción. Una maqueta gigante le sedujo, y desde ese instante las ballenas fueron su pasión, descubriendo sin mucha dificultad que el mito estaba en las profundidades del conocimiento, por lo que decidió subsanar tal error penetrando en el fascinante mar de estas misteriosas criaturas para escribir su historia, una biografía en la que desgraciadamente las peores virtudes de nuestra especie cobran especial protagonismo.

Leviatán o la ballena, editado excepcionalmente por Ático de los Libros, es una obra total. Partiendo de la premisa de la ignorancia surca fronteras otrora desconocidas y logra que cualquier lector se interese por un tema que, en principio, puede considerarse anómalo, fuera del alcance del gran público, que corre el peligro de caer en una trampa de seducción basada en un estilo cercano al que se le han atribuido las propiedades de la no ficción, y no es cierto del todo, pues si bien el autor narra muchas experiencias propias y ha visitado los lugares clave para entender mejor los datos y acontecimientos que pueblan su texto, la verdad es que el mismo debe considerarse como un ensayo especial que goza de cercanía por la implicación del escritor británico, quien así confiere a su material un tono alejado de lo enciclopédico pese a la infinita información que aporta con abundantes imágenes, punto de apoyo que genera empatía y facilita la comprensión del relato. Otro factor a tener en cuenta es la estructura del manuscrito, dividido en dos partes separadas por la inmensidad del Océano. El primer tramo introduce cuestiones básicas para adentrarse con suma elegancia en Estados Unidos retrocediendo en la cronología hasta el siglo XIX, como si de este modo su búsqueda tuviera un pistoletazo de salida virgen hermanando el camino de Melville hacia Moby Dick con el de Hoare y su proeza de disipar cualquier duda sobre los cetáceos. El escritor de Nueva York nutrió a su celebrado monumento de un realismo que sólo pudo salir de un contacto directo con un microcosmos ubicado en las tierras de los padres fundadores, la Nueva Inglaterra de costas repletas de oportunidades para generar fortuna. Los balleneros estaban hechos de una pasta especial que se correspondía en las calles de ciudades como New Redford o la mítica isla de Nantucket, con forma similar a la víctima favorita de sus habitantes, inagotable fuente de dólares mediante el esfuerzo en embarcaciones que, si volvían al hogar, descargaban barriles y más barriles de oro aniquilado a base de arponazos. Melville se enroló en varias expediciones y así recorrió mundo en compañía de tipos duros que se enfrentaban a una leyenda para acumular aceite, semen y barbas, hombres de toda condición y color unidos, antes de la abolición de la esclavitud, en un esfuerzo heroico que el romanticismo ha encumbrado, idealizándolo sin contar las verdaderas repercusiones que el negoció tenía a nivel económico. Ese petróleo, válido para iluminar y hasta para la estética de las señoras, atrajo a muchos de los nombres más ilustres de la primitiva literatura norteamericana, y así comprobamos como la fuerza de Hawthorne pudo ser un catalizador para transformar Moby Dick de invento comercial a cumbre literaria mientras nos sorprendems con los comentarios de Thoreau sobre los cetáceos o su papel en el Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe. No obstante, lo inteligente del armazón de esta parte de Leviatán es que su autor presenta las dudas que atenazaban al genio de Bartleby, el escribiente para, de este modo, avanzar en la disección del fenómeno y enterrar falacias que pervivieron demasiado en el inconsciente colectivo.



Del espíritu aventurero al sentido práctico de un exterminio: usos y costumbres de la Pérfida Albión.

“Un décimo de las rentas ordinarias del rey es el derecho de los peces reales, que son la ballena y el esturión, los cuales, cuando son arrojados a tierra o apresados cerca de la costa, pertenecen al Rey”.
(Blackstone, Extractos de un sub-sub-bibliotecario).

Los hijos de los padres peregrinos tomaron la delantera a sus primos ingleses durante siglos en el asunto que nos concierne. Se prefiguraba el futuro orden mundial y el afán pionero superaba a la corona británica por mucho que sus monarcas se ungieran en su coronación con aceite de la bestia. La relación de Gran Bretaña con las ballenas oscila entre la plena comprensión de sus beneficios, el don de la taxonomía científica, la flema de las islas y una desmedida orgía exterminadora. Una máquina necesita combustible para funcionar, y las múltiples propiedades de los cetáceos eran una tentación merecedora de un salvaje despliegue. Miles de barcos navegaron el Planeta con la consigna de clavar el arpón y traer un buen botín. Las anécdotas son importantes porque resumen nuestra crónica estupidez. Los museos se adornan con esqueletos gigantes que fueron disminuyendo de tamaño a medida que progresaba el exterminio de un mamífero que se exhibía en condiciones grotescas para disfrute del público y los nobles con ínfulas que decoraban salones de la campiña con huesos del animal, inofensivo pero maltratado, singular y ninguneado pese a su imán de amor. Muchos capitanes languidecieron al retirarse, y su actitud, además de expresar una nostalgia que no deja de tener ciertas dosis de repugnancia, demuestra el vicio de la muerte alentada con adrenalina que siempre creció más y más. Artistas como Turner plasmaban en sus lienzos la hermosura de la ballena mientras otros incrementaban incesantemente el ritmo de las ejecuciones porque así lo exigía el engranaje del capitalismo. Ello sirve a Philip Hoare para mover ficha hacia el siglo XX y aturdirnos con la organizada corporación del genocidio ballenero en cada uno de los mares, tragedia reconducida en parte a través de los movimientos ecologistas en su tarea de concienciar a la Humanidad del tremendo error que supone acabar con una diosa mucho más parecida a nosotros en sus comportamientos de lo solemos pensar. La situación actual permite un mínimo respiro hacia la esperanza de una tolerancia, odioso vocablo, que propicie una coexistencia pacífica, lo que sería normal si consideramos que la ballena es más antigua, tiene un espacio propio que devora a la velocidad del rayo y adora su anonimato con el estómago lleno de calamares. Puede resultar gracioso contemplar a una orca, y retornamos a la pubertad con la querida Ulises del zoo de Barcelona, realizando piruetas, pero ésa también es una tortura que coarta libertades e invade preciadas intimidades. A nadie le gusta ir paseando y que le peguen un mamporro letal. Lo mejor sería hacer como Hoare y nadar con ellas, abrazándolas sin palpar entre las dos mitades que centran el libro. Las Azores y su fuerte aroma literario concluyen el texto con un canto a la armonía, colofón con matices poéticos para fundirse con la ballena, que de poder leer seguro se reiría gustosa con el sinfín de efemérides recogidas que he obviado a lo largo de la reseña porque creo justo que Leviatán sea un perfecto surtidor para todos aquellos lectores que aman el perfume sin saber que en su esencia hay mierda cetácea.

2 comentarios:

José Luis Amores dijo...

Te comento aquí mejor que allí. Me ha encantado el artículo y la forma de enfocarlo. Dan ganas de comprar el libro, aunque no sea ése el motivo que le mueva a uno a leerte, la búsqueda de información sobre un título determinado, el consejo o la guía, sino más bien la particular manera que tienes de acercarte a la literatura.

A este ritmo te vas a convertir tú en un cetáceo de los literaturizados por Melville, Hoare y tu mismo: grande y proteínico, pero también con el poder de la iluminación.

Un abrazo.

Jordi dijo...

José luis, me sonrojas! cuando escribo reseñas, y creo que tu tb lo haces, busco darles un estilo propio y un ritmo que invite a su lectura, de otro modo el lector se aburre y yo más. siempre digo que reseño como entramiento para mis cosas de narrativa,a ver si en febrero sale lo de barataria,pero es eso, si algo se hace debe hacerse bien


abrazote