sábado, 15 de octubre de 2011

La morsa y John: I Am the Walrus o la cumbre lírica de un genio en Panfleto Calidoscopio





La morsa y John: I Am the Walrus o la cumbre lírica de un genio,por Jordi Corominas i Julián






Cuando uno es pequeño se deja influenciar muy rápido por lo que ve a su alrededor. No recuerdo ni el día y menos aún el momento. Supongo que tenía ocho o nueve años, porque antes no teníamos vídeo en casa. Mi madre puso una cinta para que me distrajera un poco. Era Magical Mistery Tour. Muchas de sus escenas, sobre todo las musicales, me impactaron, destacando en especial la parte de I Am the Walrus. Aquello no era normal, era mejor que los dibujos animados y me pareció una especie de gran lienzo fílmico con el que fantasear toda mi vida. Rebobinar y avanzar, rebobinar y avanzar hasta gastar la cinta. ¿Quiénes eran esos tíos capitaneados por el loco del piano? Un niño no conoce la psicodelia ni el surrealismo, los lleva dentro hasta que la educación se los roba. Quizá por eso quedé prendado por esas imágenes de cuatro individuos vestidos con ropas chillonas que tocaban instrumentos mientras una voz rasgada y contundente soltaba vocablos incomprensibles para mí, que no tenía ni puñetera idea de inglés. Escribir esta frase ha activado otro mecanismo de memoria. Visionaba la película para aprender ese idioma. ¡Menuda valentía la de mi madre! Le estaré siempre agradecido por muchas cosas. En este punto concreto dejó que mi mente fluyera muy libre, sin importarle en exceso si estaba preparado o no para tanta descarga sensorial. Los músicos se transformaban en animales, los policías se daban la mano en un muro, los negros reían poseídos por las burlonas carcajadas enlatadas y un grupo vestido de blanco, uno de ellos con un bigote a lo Hitler, seguía al autocar del viaje, con The Beatles capitaneando la marcha de todo el delirante rebaño que orquestaron en lo que sin lugar a dudas es una obra de arte con mayúsculas, tanto por la canción como por el videoclip rodado en, quien lo iba a decir ante semejante lirismo de denuncia, en el campo de aviación de West Mailling, ubicado en el Condado de Kent.



Los dementes del siglo XIX llevaban un sombrero napoleónico. John Lennon endosa una especie de gorro típico de los manicomios del setecientos. Sabía perfectamente que la sociedad que catapultó a su grupo a la fama no estaba plenamente preparada para entender el paso de la plena aceptación a la irreverencia, y ese símbolo de sanatorio mental es una perfecta metáfora de cómo se sentía en el momento de escribir su poema por excelencia, aunque es posible datar ese estado desde su adolescencia. En este sentido Strawberry Fields Forever y la soledad en lo alto del árbol indican ese temor a la incomprensión, miedo a soltarse que desaparece con la morsa, cuando rompe las cadenas y se viste de gran chamán para apuntar con el dedo todo lo que aborrecía de esa Inglaterra que en 1967 aún usaba muchas censuras que la generación de los sesenta no podía ni debía tolerar.

Para entender la génesis de un monumento hay que situar muy bien su contexto. Ese verano del amor significó la conclusión de muchas cosas en medio del éxtasis lisérgico de paz y amor. Los de Liverpool habían apuntado la ruta con dos discos que muchos juzgaron extraños, una alteración del camino sin muchos baches. Rubber Soul y Revolver fueron la antesala perfecta, un coctel explosivo que mantenía la frescura del pasado con toques que apuntalaban el futuro mediante un mayor trabajo en el estudio, composiciones mucho más logradas y una fuga del romanticismo, válido para las fans, no así para los creadores, a quienes el frenético ritmo de la industria musical les obligó a madurar más deprisa de lo normal tanto en lo personal como en lo artístico. Surgieron joyas como Norwegian Wood, Eleanor Rigby, The Word, For No One o Tomorrow Never Knows que perfilaban un horizonte poliédrico que se consolidaría definitivamente con el abandono de los conciertos en directo y el maná de poder transcurrir todo el tiempo del mundo en Abbey Road, templo de grabación que durante casi medio año albergó en secreto el torbellino que significó para toda una generación el Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band. Su salida marcó un antes y un después que asentó a Paul, George, John y Ringo en una dimensión inalcanzable. Ya no se hablaba de pop, sino de fenómeno cultural, piedra miliar que hizo de la música popular algo más que una amable colección de temas para distraer las expectativas consumistas de los jóvenes.




Pero, como por otra parte es comprensible, la revolución no llega sola, y no podríamos entender una obra del calibre del Pepper sin alguna de las causas de la liberalización de costumbres de los Baby boomers nacidos durante la Segunda Guerra Mundial. El uso de estupefacientes amplió la potencialidad y el lirismo de las canciones. Las drogas entraron en escena y las autoridades gubernamentales no transigieron con el vendaval. The Beatles se salvaron de la quema por ser Baronets del Imperio Británico desde 1965. Otros no tenían esa bula y pagaron su osadía. Entre ellos cabe destacar a varios de los componentes de The Rolling Stones. Brian Jones, Keith Richards y Mick Jagger fueron arrestados. La situación era claramente contradictoria. Paul McCartney se permitía financiar anuncios para la legalización de la marihuana y declarar que había probado la panacea del ácido lisérgico sin sufrir ningún tipo de condena penal. Los demás, peleles que animaban el cotarro, estaban en la lista negra, que ya no sólo se centraba en lo que aquellos melenudos se metieran en el cuerpo. La revista International Times fue clausurada en marzo de 1967 por su material subversivo y las estaciones radiofónicas piratas fueron terminantemente prohibidas por las autoridades. La atmósfera iba haciéndose irrespirable. Lennon lo notaba y una gota colmó su vaso.






En agosto de 1967 The Beatles vivían en la gloria de saberse inmortales desde lo hippie. Se movían a toda velocidad embargados por una dicha indescriptible. Barajaron comprar una isla en Grecia donde montar su propio estudio y vivir aislados, con la tranquilidad de no ser molestados y poder ser amos de su destino. Asimismo, impulsados por el liderazgo espiritual de George Harrison, buscaban confines interiores que les dieran un hálito que prescindiera de vanidades y adentrara sus egos en una espiral benéfica. La solución, una astracanada como la copa de un pino, pareció llegar con un santón hindú. El Maharishi Mahesh Yogui llevaba promocionando su meditación trascendental desde finales de los cincuenta. Muchos habían caído en sus redes. Con los de Liverpool, cazados tras una lectura en el Hilton de Londres, se cobró su gran pieza. El encuentro fue de impacto y convenció a los Fab Four de proseguir con la experiencia en un seminario que se celebraría los días siguientes en la localidad galesa de Bangor. Su marcha fue precipitada y la filmación de su partida muestra a una desolada Cinthya Lennon perder el tren por milímetros en una de sus infinitas derrotas en la lucha por salvar su matrimonio, roto desde sus comienzos por una más que manifiesta incompatibilidad de caracteres entre el divo y la chica que aún creía estar en la época donde todo era un sueño que se antojaba quimérico.




Uno de los grandes ausentes de ese receso fue Brian Epstein. El manager de la formación se había comprometido a asistir. Lo impidieron un fin de semana muy alocado con altas pretensiones erótico-festivas y su irremediable depresión que acabó con sus huesos en la tumba. En esos días finales de agosto el hombre que levantó un imperio se hallaba en una fase terminal de su cuesta abajo. Desde la conclusión de las giras su función en el seno del cuarteto se había vuelto casi irrelevante. Arruinó la opción de dar al mundo un Pepper aún más genial por sus presiones en pos de sacar un single arrollador que, efectivamente, fue el mejor de la Historia. Penny Lane / Strawberry Fields Forever no llegó al número uno. Las dos perlas no se incluyeron en el álbum, quebrando así la idea conceptual de elaborar un Lp conceptual de temática exclusivamente norteña. Además de este pecado Epstein perpetraba otros a nivel financiero que sorprenderían a sus protegidos, absolutamente ignorantes de cuestiones económicas que el antiguo aspirante a la farándula dominaba con descarada maestría. Sin embargo, porque aún no había llegado el lamento del engaño, para John Lennon la condición de Epstein era primordial para su estabilidad. Había sido el padre que nunca tuvo, un hombre en quien confiar desde la diferencia de clase y estilo. Habían veraneado juntos en España y ambos se sentían vinculados por lazos que iban desde su desafío familiar hasta la conciencia de saberse únicos en su género. Por eso el autor de Good Morning Good Morning fue el que más sintió el suicidio accidental del gestor por sobredosis de barbitúricos el 27 de agosto de 1967.

¿Qué harían sin él? ¿Había futuro sin su control extramusical?

El primero de septiembre The Beatles se reunieron en casa de Paul McCartney. Era un cónclave en la cumbre para dilucidar soluciones a corto plazo que capearan el temporal de lo imprevisto. Paul, que desde esa jornada tomó el mando del conjunto de manera absoluta, propuso retomar su idea del Magical Mistery Tour. Alquilarían un autocar y la magia haría el resto entre ocurrencias y nuevo disco que contentara a sus fans. A finales de abril habían casi finiquitado el tema homónimo. El siguiente sería I Am the Walrus. Algunos historiadores opinan que el bajista dejó que Lennon impusiera su voluntad en ese sentido para fortalecer la democracia interna del conjunto. Puede ser. Lo importante es comprobar que cuatro días después de la muerte de Epstein, como si la desgracia hubiese impulsado una catarsis creativa, John ya tenía el germen de nuestro objeto de estudio. ¿Debemos creer esa teoría a pies juntillas? Sí, sin lugar a dudas, pero con matices. Dice la leyenda que una tarde cualquiera el guitarrista rítmico estaba en su casa de Kenwood colocado de LSD y escuchó el sonido de una sirena de policía. Los altibajos de la misma le evocaron los malos ratos pasados por sus compañeros de profesión e inspiraron una melodía que imitara el tono del famoso tono que tantas veces solemos confundir con el de una ambulancia. La oscilación entre lo alto y lo bajo predominaría y la letra sería explosiva para remarcar una serie de absurdidades personales y colectivas. El primer caso alimenta la otra porción canónica de la génesis de la morsa. Pete Shotton, amigo de los tiempos de correrías por los barrios de Liverpool, le comentó que en la escuela los estudiantes dedicaban algunas lecciones de literatura inglesa a desgranar el significado de las canciones de The Beatles. ¿Era necesario darles tanta importancia? ¿No hacían música para entretener a la gente de la calle? Esas preguntas accionaron la palanca de la burla. Lennon escribiría una letra demoledora, tan indescifrable que nada significaría para fundir los sesos de expertos y colegas como Bob Dylan, con el que siempre mantuvo una especie de amor-odio que fluctuaba entre la mutua devoción y un mirar de reojo su actividad para no perder comba. Sin embargo el de Minnesota, aunque ese conocimiento sólo nos lo da la perspectiva, ya no era rival desde su accidente motociclistico acaecido el 29 de junio de 1966.

Para leer más

4 comentarios:

Juan Carlos dijo...

El anàlisis total de la Morsa y lo que supone uno de los temas màs mìticos y enigmàticos de la història de la mùsica.
Impresionante.

Jordi dijo...

Gracias amigo,en septiembre el articulo estara en el libro matematica beatle,a modo de conclusion

Juan Carlos dijo...

Lo tendremos sin falta ¿cuanto màs abarcan? y en que fecha de septiembre se publica?

Jordi dijo...

Está todo en la página de Lenoir, el libro se llamará Matemática Beatle y tendrá un annexo con muchos artículos, desde este hasta otros que he ido publicando a lo largo de estos años sobre el tema