domingo, 23 de octubre de 2011

Lo que sé de los vampiros(hispanos) en Sigueleyendo


Lo que sé de vampiros(hispanos) por Jordi Corominas i Julián

La cronología dice que hace veintitrés años estábamos en 1988. Era una noche de otoño y en mi casa estábamos de fiesta porque, milagros del consumismo, habíamos adquirido el primer reproductor VHS de nuestra historia familiar. Ya ven. Ese día pasaban en la primera Vampiros en La Habana, una película de dibujos animados donde un cubano vestido de blanco impoluto faranduleaba por la noche hasta enamorarse y caer en las redes de una extraña conspiración con sangre, ajos y muchos colmillos bien afilados para dominar el mundo.

Nunca he sentido un especial interés por los herederos de Drácula. El conde de los Cárpatos fue en mi infancia un helado de Frigo que más tarde asocié con la Tocata y fuga en re menor de J.S. Bach, cargada de reminiscencias terroríficas de mordiscos y vírgenes hechizadas por efluvios de seducción rumanos. Activo mi cerebro, pienso y compruebo que lo vampírico nos acompaña aunque no queramos, y para muestra el botón de Chiquito de la Calzada que con Condemor, el pecador de la pradera aprovechó su tirón mediático en una época donde los émulos de Vlad Tepes también proliferaban en mi amado ciclismo, deporte que entre transfusiones y glóbulos rojos ha pasado a ser un fenómeno médico de feria con azafatas sedientas de cuellos en forma y corredores que a medianoche ocultan el maillot con una capa negra y merodean por vuestras ciudades ansiosos por hincaros el diente.

Si me pongo analítico os diré que mi obra favorita del género es Nosferatu, que hasta supera la lujuria de Winona Ryder en la película de Coppola. Cuando una sombra se extiende en los muros nocturnos acude a mi memoria la fealdad de Schrek, y en menor medida el miedo vienés de El tercer hombre con su expresionismo tardío. No chicos, lo que siempre me ha cautivado es lo real, saber el ADN de lo que impulsa a tantas personas a sucumbir al encanto del plasma, y no hablo del televisivo.

Por suerte existen personas muy sabias que investigan y tienen las respuestas, que están en hemerotecas de España y parte del extranjero. Hace bien poco cayó en mis manos No matarás, Célebres verdugos españoles, de Salvador García Jiménez. Por aquel entonces llevaba una sección criminal dedicada a la crónica negra barcelonesa en la Cadena SER, por lo que devoré con avidez el capítulo que el autor murciano dedicó a Nicomedes Méndez, verdugo de Barcelona entre finales del siglo XIX y principios del Novecientos. El pobre hombre, valga la redundancia, era un desgraciado de tomo y lomo. Ganó el concurso municipal y luego su ingrata labor le apartó de la sociedad. Era aficionado a los canarios, perdió a sus dos hijos en trágicas circunstancias y no podía asistir al teatro ni subir al tranvía porque la gente se apartaba ante su presencia. Su mal fario es comparable al de la maldita superstición que impregna la superficie de Vampirismo ibérico, libro que prosigue la saga de truculentas curiosidades patrias que fascinan a García Jiménez.





En esta ocasión la obra aborda los casos relacionados en España, país donde la sangre está, si me apuran, hasta en la sopa. Algunos dirán que eso pasa en todas partes, que realmente no estamos revelando nada espectacular. Ni falta que hace, simplemente congeniamos con el volumen editado por Melusina, coherente en su totalidad y con la prestancia de saber a la perfección que antes de abordar casos concretos conviene hilvanar un buen contexto que nos ponga en antecedentes. Siempre hemos sido una tierra de morbosos y catetos, y ello se refleja en la cuestión que nos concierne con corridas de todos y diagnósticos de pacotilla que intentan dar una explicación a un fenómeno irracional. Cualquier mito parte de esa premisa, es como el cotilleo del mercado. ¿Se ha acostado la Ramona con el tendero? Cuando el río suena agua lleva y lo vampírico se nutrió en la Península Ibérica de la ignorancia del momento que incrementaba los miedos, casi siempre relacionados con carne, sexo y curaciones milagrosas.

Aún circulan por nuestras avenidas curanderas que han abandonado las pociones mágicas por cartas que sirven para leer el futuro. En la España del Ochocientos la muerte vestía de tuberculosis, ropaje que afectaba a míseros y millonarios. Analfabetos y cultivados anhelaban un remedio que sanara sus males y aquí es donde emerge la superstición. La sangre de niño era el medicamento perfecto. El tuétano aplicado en el pecho un aleluya saludable. La mierda se desvanecía y la vida cobraba otra vez su sentido positivo.

Y no debe sorprendernos esta devoción a la sangre. Antes del boom del deporte las ejecuciones públicas eran uno de los espectáculos favoritos del pueblo, que en algunos lugares de Europa se arremolinaba cerca del cadalso para recoger tan preciado líquido, agua bendita teñida de rojo. Los mataderos se llenaban de enfermos que pedían tan preciado brebaje. Quienes no podían conseguirlo con estos métodos optaban por actuar con insana demencia, atacando a los más pequeños con el objetivo de beber lo que corre por las venas. La mayor parte de las historias del volumen son rurales, destacando entre todas ellas la de Gádor que dio pie para difundir sin redes sociales la milonga del hombre del saco. El crimen almeriense avivó la lúgubre imaginación de muchos españoles que atribuían al siniestro personaje cargado con una bolsa todas las calamidades de una época que se contradecía entre el camino hacia la modernidad y la permanencia de atávicas prácticas que no desaparecieron hasta la construcción de los primeros centros para tuberculosos, proceso lento y nada seguro a la par que desigual, pues las velocidades del tren del progreso nunca han sido muy ecuánimes. Barcelona y Madrid tuvieron establecimientos de este tipo mucho antes que, por mencionar dos enclaves emblemáticos del vampirismo ibérico, Galicia o Alicante, donde la crónica de sucesos se llenó durante decenios de episodios surrealistas culminados en bosques, pozos y marcas corporales que indicaban el funesto desenlace.









Pese a ello tanto la capital del reino como la ciudad condal se vieron implicadas en la fortuna del fenómeno. Enriqueta Martí es el paradigma, y su deificación en el altar del horror ha sido explotada por novelistas y escritores hasta deformar la verdad para inventarla sin ningún tipo de remordimiento. En 1912 los periódicos vieron un filón en esa señora con acuciantes necesidades maternales que secuestraba niños y mendigaba por las mejores escuelas del Ensanche. El secreto de sumario y el apremio por vender ejemplares hizo de ella un monstruo que vendía frascos con tuétano a los ricos y asesinaba sin piedad a criaturas inocentes para comerciar con sus órganos. Los huesos de sus muertos invadían sus residencias, cementerio improvisado que luego fue desmentido por la ciencia, algo que provocó el rechazo de los periodistas, que así vieron desmontado su circo, prolongado en el siglo XXI por quienes prefieren montar una buena trama a rendir justas cuentas con el pasado, lo que sí logra Salvador García Jiménez, quien tiene la decencia de no ceñirse a lo conocido e investigar para trazar un mapa completo con datos contrastados repartidos por nuestra geografía.

Y es de agradecer porque hemos alcanzado un punto donde siempre es más fácil hallar relatos, novelas o historias de cualquier índole donde se pervierta la fuente histórica en pos de la fantasía que confiera a la trama mayor atractivo. Pura Edad Media en la supuesta era del conocimiento, retrocesos que hacen exclamar a algunos críticos que HHhH de Laurent Binet es una obra maestra, cuando en realidad es un muy buen libro que sólo desarrolla su argumento con la lógica aplastante de querer ahondar en la belleza de atinar en las informaciones transmitidas. No pretendemos que toda ficción se metamorfosee en la precisión hecha letra, pero es menester que alimentemos el divertimento con lo puntilloso de la honestidad, pues lo que acaeció merece un mínimo respeto, de otro modo profanamos sepulcros con nuestras plumas.

Otra elección es el ensayo. Lo sintético del veintiuno parece que insista en hacer de este maravilloso género literario un reducto de curiosidades, como si volviéramos a los resúmenes medievales que ahorraban tiempo a los lectores. Salvador García Jiménez es miembro de la escuela del rigor, pero dota a su prosa de frescura para desmentir, por enésima vez, el tópico que atribuye a todo estudio partículas de aburrimiento. La mejor receta para disipar fantasmas demasiado asumidos es demostrar con la acción que la seriedad de encajar piezas puede ser mejor que la impostura al valorar que sólo podemos entender lo presente y el porqué de determinadas modas eternas si aprehendemos lo pretérito más allá de marujeos y efemérides de Trivial Pursuit.

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