viernes, 4 de noviembre de 2011
Belfondo de Jenn Díaz en Literaturas.com
Belfondo de Jenn Díaz, por Jordi Corominas i Julián
El proceso por el que transita un libro antes de ser abierto por el lector tiene su miga. Belfondo llegó a mi casa hace meses, lo coloqué en un castillo espontáneo de lecturas pendientes y dejé que el tiempo le diera su oportunidad. El título de esta ópera prima de Jenn Díaz evocaba en mi mente desprovista de información la figura de Jean Paul Belmondo, pero las críticas indicaban otra cosa. No se trataba de Pierrot le fou, sino de una novela joven sin los típicos aspavientos y ademanes que en nuestra actualidad literaria implica la promoción de un veinteañero. La acogida era excelente por carecer de estruendo, instalándose su repercusión en una óptica positiva por sincera, como si el libro gustara sin ningún dañino añadido de cara a la galería.
Una tarde de la semana pasada procedí a penetrar en Belfondo y me comí mi magdalena de Proust. Recordé un verano de 2005 que empleé en escribir una novela centrada en un pueblo inventado, con personajes simbólicos, espacios poéticos y gestos que resumían un mundo imaginario que sintetizaba la realidad. Los niños comían verdura cruda por pureza y las chicas guapas desaparecían en la nada mientras la taberna acogía estatismos de almas petrificadas y moscas zumbando en un tiempo congelado, atemporal por caduca parálisis. La principal voz narrativa era un observador externo, marioneta de los habitantes, víctima de un pensamiento cartesiano que provocaba su sorpresa por la estructura social del villorrio.
Jenn Díaz ha cruzado la misma frontera abordándola con sabias maniobras. En vez de introducir una primera persona que domine el curso del relato ha elegido un tono de narradora clásica que hace de Belfondo un magma uniforme, donde el protagonismo recae en todos y cada uno de los aldeanos. Estamos ante una construcción utópica donde el malvado podría ser el amo, supremo creador y artífice de un enclave ubicado en desconocidos parajes, demiurgo que desde su kilómetro cero posee la magia de generar algo propiamente suyo en un gran tablero con seres humanos, polichinelas con cerebro y una lenta adquisición de conciencia.
Lo quimérico y la inexistencia de un punto en el mapa confieren empatía al texto con el lector y un positivo apremio a su imaginación, también a la de la autora, que de este modo, pues ella es la parca que hila la trama, saca de su chistera otro requisito básico en este tipo de experimentos iniciáticos: una poética que aproveche el descalabro de la visión tradicional de la imago mundi para formular pequeñas epifanías, milagritos que en la narración son viables porque los personajes son bebés en una especie de caverna donde su luz es sombra. Sus pasos son balbuceos. Es un Génesis de libertad vigilada, donde el mandamás es visible e invisible, un hombre que pasea, ordena y manda mientras impregna el aire de su esencia y condiciona la escena. Sus decretos tienen el lirismo de lo improvisado. El ciego del pueblo será el cura. El que redacte mejores epitafios el enterrador. Cuca, que lee los labios y es estudiosa, recibirá el encargo de marcar las horas con las campanas. Los pianos se concederán a los más interesados. La esposa del profesor es analfabeta. Cada oficio da pie a un episodio, cada designio activa una celda de la casa de muñecas hasta configurar un conjunto donde los problemas, tensiones y citas secretas de cualquier civilización salvo en la relatividad de lo establecido.
Belfondo evoluciona como un edificio que de la base escala cimientos que advierten de sus límites temporales, precarios porque a nadie le gusta estar en una nube sin ver el sol. Es un pueblo con inicio y finitud simultánea con muros de cartón piedra que se respetan seguramente porque desde la prostituta Beremunda hasta la mujer del amo crecen en la marea que supone cumplir un ciclo de descubrimiento. De la infancia a un estado adulto. Cobrar identidad y madurar, educarse y confirmar en el instante justo el valor de la experiencia.
La alegoría y la sentencia conclusiva, que quizá lleve a la carretera de la parábola, son arquetípicos en una narración con estas características. Su mejor ejemplo es italiano y lleva el nombre de Cesare Pavese, que en sus diálogos con Leucó supo trazar una insuperable línea mediante diálogos que perfilaban horizontes conceptuales con un toma y daca cancelado con una frase letal que finaliza la partida. En el caso del volumen editado por Principal de los libros el umbral entre su cuadratura del círculo o un mero buen intento se cifra en la consecución de una virtud indispensable. Crear un universo y contarlo es un reto que debe complementarse con un mensaje metafórico para que el pueblo se aposente en la realidad que analiza sin mencionar, y sí esto se consigue el lector hará sus cábalas sobre lo que el libro nos ha transmitido, meditándolo desde su globalidad, juntando sus cachitos para encontrar su filosofía que no pretende ser definitiva, por lo que su campo interpretativo se expande hasta el infinito desde unas coordenadas de inconformismo y esperanza cargadas de racionalidad.
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