domingo, 6 de noviembre de 2011
La noche feroz de Ricardo Menéndez Salmón en Revista de Letras
La noche feroz de Ricardo Menéndez Salmón
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 3.11.11
La noche feroz. Ricardo Menéndez Salmón
Seix Barral (Barcelona, 2011)
Mientras avanzaba en la lectura de La noche feroz imaginaba una obra de teatro. Su estructura capitular definía bien la dramatis personae y el rol de sus componentes al tiempo que mostraba sin disimulo una invitación a sumergirse en la historia hasta escapar por la puerta de salida. Por lo tanto, Ricardo Menéndez Salmón propone al lector un viaje a un mundo muy concreto apartado de la realidad por mucho que se nutra de sus ingredientes.
Una representación de estas características tiene la virtud de congelar el espacio al condensarlo de manera simbólica. Un pueblo asturiano rodeado de montañas se aísla del mundanal ruido para crear su propio lenguaje, que ahonda en su primitivismo al contagiarse del aire de Guerra Civil que alimenta la atmósfera, siempre más lenta, como si una nube negra hubiese tapado el villorrio para generar un drama de irraciocinio repetido hasta la saciedad, drama que desde lo individual se infiltra en las venas de lo colectivo. La dimensión mítica del relato se corrobora por el fuego que inaugura y clausura la pieza. El reloj se para durante esas horas donde unas figuras arquetípicas centrarán nuestra atención. Están trazadas con una asombrosa economía de medios que facilita su plena comprensión. No importa su cuerpo porque oímos su voz mediante diálogos y el resto de recursos narrativos de vuelcan a desnudar con poética simplicidad el interior físico y mental de los personajes. Minúsculas pinceladas perfilan el todo y completan una imago mundi empleada para extender una metáfora de la pureza de nuestra especie, más directa y contundente si cabe al acaecer en una aldea desprovista, o casi, de las interferencias de la modernidad. El aroma antiguo anula lo superfluo en Promenadia, donde las almas se citan para ajustar cuentas y expiar pecados.
Sí. En los pueblos pequeños el infierno es siempre grande. Junten una niña asesinada y la condena que imprime la leyenda arcana en lo rural. Durante el primer tercio del siglo XX muchas regiones españolas seguían instaladas en una caverna ausente de cordura que estallaba sin limite cuando se perpetraban infanticidios. Se desataba la histeria popular hasta dar con el culpable, momento en que se procedía al aquelarre condenatorio para limpiar el lugar del mal. En Barcelona, Enriqueta Martí sería un buen ejemplo, aunque otros más desconocidos tiñeron de sangre el noreste de la Península, historias de vampiros, tuberculosos y pederastas que siguen horrorizándonos. La crónica de la época solía resaltar el desarrollo de las atrocidades, no así los implicados en resolver sus entresijos, que en La noche feroz cobran una importancia letal por su rostro y sus movimientos.
Son varios los que arden por atrapar al monstruo homicida, un punto lejano con cierto parecido a un miraje. La búsqueda la lidera un cura salvaje, una bestia ida en su delirio oportunista a la que acompañan el zapatero y el dueño del zapatero, La muerte. Lucen sus armas y transitan entre disparos intimidatorios y una información de cercanía. Dos forasteros inocentes han traspasado La Raya y pueden ser sospechosos. Dos bultos ideales para finiquitar culpabilidades y temores. Dos pobres inocentes vagando por la tierra sin luz, perseguidos por los cazadores, cuya presencia se intuye más que se palpa, poder armado inferior al del prestamista Irizábal, quien con la economía domina lo topográfico.
“Se atrevería a jurar que son hombres del Medievo, o más antiguos incluso, hombres que nada saben de la higiene, la electricidad o la imprenta, los que como sombras, entre el celaje sordo del otoño, salen a la caza de otros hombres”.
A medio recorrido se les unirá el amo, que esa noche ha acogido en su mesa al profesor Homero, al que llaman “catapotes” por su costumbre de cenar siempre en casa ajena. Es una figura ciega al llevar sus claves en el interior, con una apariencia que no desvela un sufrimiento que emergerá paulatinamente entre escritos, inquietud y conversaciones con todos los participantes en la acción. La escuela se convierte en el eje gravitatorio de la novela, centro del tablero donde convergen peones, torres y alfiles en pausas trascendentales, como si Homero fuera un oráculo al que formular cuestiones que aclaren el panorama o un recipiente que almacena los datos que pululan por el impreciso y fantasmagórico mapa. Inocentes, cazadores, amos y caciques llaman e intercambian opiniones que son interrogatorios donde las palabras bailan al son de la tensión que incrementa el silencio y lo lóbrego. La arquitectura de la escuela se altera en cada charla, las paredes mutan en comisarías, confesionarios, mentira, caridad y diván freudiano. Lo único inalterable en su estatismo es el profesor, un púgil derrotado que en cada intercambio verbal acrecentará su gota china de nervios y conflictos emocionales entre recuerdos del padre y un batiburrillo de encrucijadas oprimiendo las sienes.
La noche feroz tiene ecos pavesianos y algunas imágenes que evocan a Goya en la barbarie original, en lo primigenio de una furia que vuela más cómoda cuando lo bélico campa a sus anchas. El comedido lirismo de la novela va de la mano con un ritmo que nos adentra y transporta en la trama para que cada lector cifre en su minutero la duración de lo acaecido, y quizá este factor fuera mi segunda baza para corroborar lo teatral de esta obra del autor gijonés, editada por KRK en 2006 y que ahora recupera Seix Barral.
La recuperación de la trayectoria previa de Ricardo Menéndez Salmón conduce casi irremisiblemente a delinear una radiografía que diagnostique continuidades y cambios. No escribir más de lo necesario y la novela de ideas se enmarcan en lo primero. En lo segundo, y es harto comprensible, se vislumbra una evolución que hasta nueva noticia cierra La luz es más antigua del amor, más ambiciosa y exuberante en temáticas y giros que sus predecesoras, que por ambiente y construcción son primas hermanas de La noche feroz, que en absoluto es un mero ejercicio de estilo o una anécdota dentro de la que se supone una larga singladura con múltiples Promenadias. Se defiende a las mil maravillas y nos captura con su desfilar hacia la agonía en un frío instante de noviembre.
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