sábado, 19 de noviembre de 2011
El niño perdido de Thomas Wolfe en Revista de Letras
Perfecta estructura, magnífico lirismo: “El niño perdido”, de Thomas Wolfe
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 16.11.11
El niño perdido. Thomas Wolfe
Traducción de Juan Sebastián Cárdenas
Periférica (Cáceres, 2011)
Cada literatura contiene en su maleta un recoveco casi indetectable por donde circulan grandes autores desconocidos, nombres que brillaron en su época y más tarde cayeron en un amargo pozo del olvido. El caso de Thomas Wolfe constituye un notorio ejemplo que sorprende y desconcierta por la facilidad con que apartamos determinadas perlas del horizonte, como si del infinito río de palabras que se publican el paso del tiempo seleccionara un decálogo destinado a eclipsar fuegos de calidad sin tanta resonancia.
Por suerte, en ocasiones alguien acude al rescate y restablece el hilo cronológico. Wolfe fue alabado por Sinclair Lewis , que incluso lo mencionó en su discurso de recepción del Nobel, admirado por William Faulkner e idolatrado por Jack Kerouac, quien consideraba El niño perdido como una obra cumbre por poética y altura narrativa.
No nos extraña en absoluto la opinión del autor de On the road. El niño perdido es una nouvelle autobiográfica sobre la muerte de un hermano contada desde cuatro puntos de vista que dan a la trama un atuendo filosófico que de la vida en estado puro vuela hacia la permanencia del recuerdo cuando todo el mundo ha marchado y los espacios marcan la arqueología de la memoria.
La desaparición física de Grover a los doce años termina con una etapa de ilusión y optimismo resumida en su energía. El chico no necesita recorrer mucho trecho para maravillarse y saciar su curiosidad. Más tarde sabremos que viene de Indiana y está en Saint Louis por la célebre Exposición Universal de 1904, que coincidió en la ciudad norteamericana con la tercera Olimpíada de la era moderna. Grover tiene la plaza como gran patio de recreo que comunica con sus inquietudes desde una falsa estabilidad. La detallada descripción que Wolfe ejecuta de ese pequeño mundo en miniatura concuerda con la velocidad de pensamiento del protagonista, cámara que en su nerviosismo sitúa cada pieza del tablero con precisa aceleración hasta que centra el foco en una escena interna. Del exterior nos movemos al interior del negocio de gelatina, donde surge el conflicto y una agridulce historia entre estampillas y la imponente figura paterna, apabullante desde su simpleza.
Leemos esta fábula real y nos dejamos contagiar por su despliegue de vitalidad, desvanecida en las últimas tres partes por la misma estructura del manuscrito, una elegía que del canto inicial vira hacia zonas más oscuras mediante un engarce de testimonios que podrían haberse inspirado, aunque es algo osado decirlo y más tratándose de una nouvelle, en la estructura narrativa de El ruido y la furia. Las voces glosan una escala decreciente que apaga el hálito de Grover poco a poco, lentamente. La madre rememora el viaje de la ilusión hacia Saint Louis, con el niño metido de lleno en una situación típica y concreta. Una charla en el tren completa el círculo de la avidez de conocimiento y prosigue con la dinámica de escenarios donde las personas apenas se mueven, son más bien transportadas. En la plaza las tiendas delimitan el teatro, que en la locomotora es un compartimento de un vagón, suficiente para responder a muchos porqués que trazan un esbozo de la personalidad del joven que con su esperanza hacia avanzar a los otros miembros de su familia.
Las dos secuencias que cierran El niño perdido son las más poéticas y abordan la muerte desde una vertiente que convierte en un cuadro cubista o uno de los experimentos de Monet con la luz. Los cuatro facetados de Grover forman un lienzo que no puede mirarse, en este caso leerse, con ojos rutinarios. El relato exige y su progreso llena huecos incomprensibles hasta alcanzar una totalidad que asimismo es posible observar como varias muestras exhibiendo estados que se comunican entre sí con naturalidad porque parten del mismo hilo.
La conciencia del inminente fallecimiento, la asunción de la enfermedad, tiene un lirismo más contenido que no renuncia a construirse con tintes sociales. La euforia por tener dinero es una constante que esgrime solidaridad y compañerismo quebrado con el mal, volver al hogar y hallar reposo en la cama, metáfora evidente que permitirá un sentido colofón que en mi modesta opinión va más allá de las letras al articular imágenes de rara belleza.
La economía de medios de Wolfe aturde en el cuarto segmento. El retorno a Saint Louis del narrador es una travesía en la invisibilidad, un paseo a tientas que advierte de la precariedad de nuestras referencias y de la fugacidad que nos rodea. Recuperar el pasado se revela un imposible alimentado por el presente, que destroza hábitos que van desde el nombre de una avenida hasta la desaparición de un mapa que creíamos fijo. Está el alojamiento que los padres de Grover usaron para alojar a los vecinos de su Asheville natal. Permanece y quizá quiera ser el eterno vestigio que todos conservamos en la superficie incluso cuando nuestros seres queridos hayan expirado, milimétrica parcela de esencia que en el relato es percibida como un milagro o la visita a un lugar santo, la constatación de una brizna que activa reminiscencias canceladas de la tierra y el cerebro.
Dotado de un especial talento para armar obras maestras en formato breve, Thomas Wolfe feneció a los treinta y ocho años de edad víctima de la tuberculosis. El niño perdido desprende inteligencia en cuerpo y forma. Su estructura es una invitación al riesgo que se complementa con una prosa ágil, medida en función del ritmo que quiere darse al conjunto y habilidosa al emplear los vocablos con vocación poética sin que esta anule al texto, más bien lo contrario, porque cada palabra elegida ocupa su posición en la obra en función de lo narrado. Sin barroquismos, dominando con maestría la simplicidad de una existencia y unos hechos cotidianos hasta conferirles épica mediante una grandeza intangible que empapa El niño perdido.
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