sábado, 4 de agosto de 2012
El ángel de Ringo Bonavena de Raúl Argemí en Revista de Letras
Golpes literarios que elevan a un mito: El ángel de Ringo Bonavena de Raúl Argemí, por Jordi Corominas i Julián
Raúl Argemí, El ángel de Ringo Bonavena, Edebé, Barcelona, 2012
El cerebro tiene recovecos que nos hacen asociar imágenes con determinados géneros. Al ver la portada de la nueva novela de Raúl Argemí y contemplar la figura del boxeador Ringo Bonavena pensé al instante en una trama más negra que el carbón. Imaginaba intriga, policías y apuestas. Me equivoqué al cien por cien, y me alegro, porque la magia de la última obra del escritor argentino afincado en Barcelona radica precisamente en lo imprevisto de su concepción, sorprendente tanto por humor como por la manera en que se narra una historia trágica que mezcla la épica con otros ingredientes que sólo descubrimos a medida que avanzan las páginas y vamos enganchándonos a las peripecias del chico del barrio de La Quema.
Parte del desconcierto positivo se basa en la elección de un extra que no aparece en los libros oficiales, factor destacado por varios motivos, entre los que destacan la supresión de la linealidad del relato deportivo y la victoria de una polifonía que ejerce de contrapunto a lo conocido, pues en caso de estar ante una estructura biográfica tradicional nada sería más fácil que acudir a Wikipedia y aprender los dimes y diretes de una vida truncada prematuramente al alcance de un click. No es tanto lo que se cuenta, sino como se hace, y la inclusión de ese ángel guardián trastoca esquemas y sitúa la tragedia que es la singladura del célebre púgil bonaerense en otro camino mucho más entretenido y veloz, como si las palabras fueran golpes de un combate indoloro para quien las disfruta.
Puede que todos tengamos sin saberlo un destino que viene amparado por una figura protectora que Dios, en El ángel de Ringo Bonavena es polimorfo y no el clásico pesado de barba y túnica blanca, nos proporciona para guiar los pasos hacia la senda adecuada. En el caso que nos concierne la misión es clara: lograr que el chico fanfarrón con pintas rudas sea campeón mundial de los pesados. La afinidad entre el encargado de asegurar que el tiro llegue al cuerpo y el protagonista es absoluta, tanto que desde el inicio del relato ambos son hermanos, y así la valora Minga, la madre del futuro astro, condenado de antemano sin que se nos oculte tan preciada información.
Oscar Bonavena, lo de Ringo llegaría después por un flequillo de un batería de un conjunto de Liverpool, fue asesinado en Reno, Nevada, el 22 de mayo de 1976. A sus treinta y cuatro primaveras había luchado contra los mejores guantes de su generación. Se permitió el lujo de tomar el pelo al gran Cassius Clay, a quien tumbó en el ring del Madison Square Garden, y se convirtió en un ídolo popular amado y odiado a partes iguales, idolatrado por su escasa pericia técnica y detestado por la gente bien, poco acostumbrada a tanto derroche de energía por la boca y los puños. A nadie dejaba indiferente, y así es como se generan ídolos que son símbolos.
Argemí lo sabe, y para rizar el rizo hilvana una especie de montaje paralelo donde la seriedad de la leyenda se combina con lo cómico de un ángel demasiado apegado a lo terrenal en la esquizofrenia de defender los intereses marcados en su hoja de ruta al tiempo que quiere gozar con los efímeros placeres del valle de lágrimas sin que Ringo descubra el percal. Desfilamos por la murga del barrio, corremos con los dos chicos, viajamos al destierro del frío Nueva York de los sesenta, volvemos a Buenos Aires y llegamos al éxito y la esperanza, que es obstinación, alegría, frustración y una obcecada búsqueda del supremo cinturón que corone una carrera a base de puñetazos, sexo, risas, nocturnidad y desenfreno.
Plutarco en la Antigüedad ideó las vidas paralelas, y aquí se reformulan desde una prosa rápida que privilegia más al ángel que a la estrella, una especie de marioneta que aspira a superar sus límites. Ringo es el centro de atención porque ocupa la atención de su hermano celestial, que sin embargo sufre el efecto espejo y desea perder atributos más bien divinos para ser, parafraseando a Nietzsche, humano, demasiado humano, hasta el hartazgo en su batalla por desdoblarse y ser uno pese a su imán para con Ringo.
En la escritura ser hábil y usar los recursos que las letras nos ofrecen es, más que importante, esencial. Lo mismo ocurre en el cuadrilátero, hay que inventar para no besar la lona. La irreverencia compartida de Bonavena y Argemí se cifra en afrontar sus retos sin emplear métodos clásicos desde la creencia que otra visión de algo relativamente manido es posible, más aún si se trata de honrar mitologías que van más allá de lo racional y figuran con letras de honor en el imaginario colectivo.
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