jueves, 7 de enero de 2010
Santa Cecilia o el poder de la música en Revista de Letras
En Vitoria hace un frío que pela, hay hasta quien dice que parece Siberia. Para calentarse unos parados, han prendido fuego al obispado. No, no nos confundamos por el ritmo de Potato. Saltamos unos siglos atrás. La Guerra de los treinta años asola Europa. Siglo XVII de coronas en lucha y controversias religiosas. No ha bastado el acto luterano de Maguncia. Siguen las disputas y las pasiones se sirven llamas, poco olímpicas, muy fanáticas. Cuatro hermanos se han dejado arrastrar por la vorágine y han aplicado el si tu me dices ven lo dejo todo por la causa religiosa. Los tres estudiantes de Wittenberg y el predicador de Amberes se han reunido en Aquisgrán, cuna del Viejo Mundo por gracia de Carlomagno, para hacerse cargo de la herencia de un tío, anciano y desconocido. Ahora cuando hacemos turismo preguntamos a los habitantes del enclave visitado que ociosas atracciones podemos visitar. Distraer nuestro ánimo es fundamental, evitar el aburrimiento el axioma básico para nuestros billetes. Los cuatro piensan parecido y deciden aprovechar su tiempo libre yendo a un convento casi extramuros que se dispone a celebrar la festividad del Corpus. No sacan fotografías ni cuelgan su actividad en Facebook. Sus impulsos tienen cariz destructivo. El predicador agita y consigue más adeptos para su causa: quemar el establecimiento católico devoto a Santa Cecilia, patrona de la música.
Creo recordar que hace justo una década fui a una catacumba romana donde una estatua de la pía señora desentonaba entre nichos y laberintos. Sin embargo, su presencia me hizo entender la fuerza del símbolo marmóreo para indicar la transmisión de valores del paganismo al cristianismo. Apolo se convirtió en mártir fémina y todos tan contentos. Mi visión carecía de dramatismo porque esos vestigios de un tiempo pasado se habían convertido en pasto de bermudas y cámaras, no como en el relato de Heinrich Von Kleist, interesante metáfora del poder de la fe ante la barbarie destructora. Las monjas sufren, temen lo peor. Los jóvenes quieren romper ventanales bíblicos y penetrar en el templo cuando suenen las campanas. Poco puede hacerse ante la fuerza bruta, máxime si la abadesa encargada de dirigir la orquestra está enferma. De repente, un milagro. Suena el Gloria in excelsis y la música, nunca mejor dicho, amansa a las fieras. El convento sobrevivió hasta 1648, cuando fue secularizado.
¿Y los cuatro hermanos?
Transcurren seis años. La primera parte del relato, crónica histórica de pasmosa frialdad, cede el testigo a la aparición materna, que no mariana. La progenitora de los destructores acude preocupada para preguntar al magistrado de la urbe carolingia por la suerte de sus retoños. La voz del burgomaestre, audacias de la primera persona en cualquier buen relato que se precie, confiere al texto otro tipo de vivacidad. Los chicos cayeron derrotados por el hechizo de la melodía y penan sus jornadas en un manicomio donde oran y entonan el Gloria en excelsis justo cuando retumban las campanadas de medianoche. Su afrenta se ha traducido en condena de locos entregados a la causa en un incomprensible silencio sonoro que sólo ellos pueden comprender en el interior de sus almas.
El personaje y el relato: Von Kleist y la tragedia de la incomprensión querida
Santa Cecilia ha ejercido una poderosa atracción en gran variedad de artistas. Antes de leer la obrita del romántico alemán, otra perla en el collar de la colección Alpha Mini, hay que tener en un pedestal la tarea pasoliniana de sacralizar al pueblo a través de la música clásica. En una de las últimas escenas de Accatone los protagonistas pasan por delante de la Iglesia romana dedicada a la santa. Uno de ellos, gordo y desdentado, orina en un baño público y se santigua blasfemando. El meadero adquiere condición de confesionario al lado del depósito religioso de la música. Esta visión contemporánea erosiona cánones para ensalzar el verdadero valor de lo popular. En el texto de Kleist se produce una paradoja. Triunfa el cristianismo, pero quizá el autor, y lo pienso por su origen, exalte la esencia del protestantismo, matiz cristiano donde la imagen desaparece y los instrumentos cargan con el pesado fardo de la espiritualidad. Son el modo perfecto para entrar en contacto con lo divino. La desnudez de los muros se llena de sonido y genera epifanías. Esa loa de la religión ajena al Papa parece ser el motor simbólico que llena las páginas de un texto versátil, capaz de oscilar entre el hielo de quien se limita a describir y el calor del artista entregado a describir, como perfecta conclusión, los motivos de una rendición tras la orgía aniquiladora.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis reposan en sus serenas estancias y prosiguen imperturbables en sus quehaceres. Hace años leí La lucha contra el demonio de Stefan Zweig. El segundo episodio analiza al pormenor las vicisitudes de Kleist, suicida con 34 años al lado de una enferma de cáncer terminal. Se conocen pocos retratos del gran escritor, era un hombre que no dejaba huella, quizá porque tampoco era su deseo impactar a sus contemporáneos. Se sintió incomprendido, vagó como un cometa por media Europa e hizo arder muchos de sus manuscritos porque cuando entendió su vocación quiso abrazar desde el principio un orden perfecto que terminó matándole. Tanto movimiento, tanto intento fallido demuestran que fue un inadaptado que hubiese hallado su lugar en nuestro complicado sistema humano en la paz del cenobio. Sus personajes, cansados del brío, lo consiguen y viven su aislamiento en una completa ataraxia benéfica porque limitan sus acciones a pocas pulsiones pacíficas. Leamos a Zweig: “Nadie fue ni quiso ser menos práctico que Kleist. Lo que él buscaba era librarse de su presión, liberarse, y todo lo teatral y práctico se oponía completamente a su carácter”. Clausurarse hubiese sido su solución idónea al malestar machacón que minaba su existencia. Trasladó su deseo a cuatro desdichados al no ser suficientemente valiente para abandonar el mal que corroía su espíritu. Venció la música y él, como reza en su epitafio, alcanzó la inmortalidad.
http://www.revistadeletras.net/velos-vitales-y-loas-melodicas-santa-cecilia-o-el-poder-de-la-musica-de-h-von-kleist/
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