martes, 1 de febrero de 2011
Diálogo con Elvira Lindo en Culturamas
Diálogo con Elvira Lindo
Por Jordi Corominas i Julián.
Era viernes y estaba algo dormido. Eso explicaría los motivos que casi imposibilitan la realización de éste diálogo con Elvira Lindo. Quedé con ella en un Hotel de Barcelona, pero ya saben, el hábito hace al monje, por lo que di por supuesto un lugar de encuentro que no era. Esperé en la puerta durante varios minutos y no percibí el más mínimo movimiento editorial. Sonó el teléfono y la suerte quiso que la cita fuera cerca de donde me encontraba. Corrí por el centro de mi ciudad, paré para respirar y finalmente vislumbré a la jefa de prensa de Seix Barral sentada en un sofá con la mejor de sus sonrisas. Al cabo de un rato llegó Elvira Lindo. Nos dimos los dos besos de rigor, comentamos varias cosas y encendí la grabadora, disparando la primera pregunta con toda la tranquilidad del mundo hasta que miré la pantalla del aparatito. Las pilas estaban en huelga. Las cambié y retomamos la charla sobre su última novela, Lo que me queda por vivir. Lo que se extravió en mi despiste versaba sobre lo autobiográfico del texto, parcial según palabras de la autora, y el sentido del realismo en tiempos de crisis, lo que dio pie a la respuesta que la gaditana exprime en el (segundo) inicio de nuestra conversación.
Elvira Lindo: Ayer en un coloquio hablamos del realismo. Me hace mucha gracia que en nuestro país se admire el realismo americano, como si eso implicara despreciar el español. En esto hay algo cateto, un complejo de inferioridad. Cuando lees el realismo americano percibes frialdad, pero las relaciones familiares allí lo son, hay una cierta desolación. Ellos están hablando de lo que están viviendo, y se parece a la vida. A lo mejor escriben sobre alguien que trabaja en una gasolinera que tiene una existencia poco rodeada de afectos. La frialdad es una consecuencia de lo que se vive. Me encanta el estilo de muchos cuentistas norteamericanos, pero creo que no se puede extrapolar esa frialdad porque aquí no existe. Si lees a gente que tiene la pretensión de imitarlos notas lo que dices, una oleada de hielo que no se corresponde con nuestra realidad. Si eso sucede en un cuento español tienes que explicarlo, porque de otro modo es una imitación incomprensible.
Jordi Corominas i Julián: Es renunciar a la esencia de la sociedad donde vivimos, una americanización que prostituye la realidad hispana por querer seguir una tendencia.
El realismo americano, tanto en el cine como en la literatura, está lleno de cuentos centrados en el día de acción de gracias porque es la única jornada de reunión familiar.
Y en España ése contacto es mucho más constante. En Lo que me queda por vivir esta dinámica de barrio dificulta la independencia mental de la protagonista.
Es una historia muy común.
En la novela no hay ajuste de cuentas, pero la protagonista acaba encontrándose pero antes debe renunciar a esa amalgama de personajes que aunque ella no quiera siempre están cerca.
Antonia siente, tan joven como es, siente el peso de lo que tiene detrás. No es la historia de una separación, porque no se centra en eso, y porque una separación no destruye a una persona como ella lo está, que es por muchas más cosas. Debe aprender cómo actuar, y no lo sabe.
Los demás esperan algo de su persona, y ella en cambio es muy consciente que necesita una independencia de actuación.
El único personaje con el que se comporta de manera natural es con Gabi, el niño.
Y con él tiene una doble intimidad. La narradora nos explica lo que ocurre con el niño, pero al mismo tiempo se nota la burbuja existente entre ambos.
Y la resolví de la manera más sensata posible. Es muy difícil hablar a los niños. Habla en muy poquitas ocasiones y ella interpreta sus palabras. El lector no tiene la sensación que sea algo antinatural, y eso hace que el personaje del niño sea el coprotagonista de la novela.
El niño es el objeto de deseo de todos los que rodean a la madre porque es el peón clave de la partida.
Totalmente. Él decide muchas más cosas de lo que parece. Para Antonia es la única presencia benefactora. Los recuerdos de la misma cosa entre dos personas son muy diferentes. Naturalmente el niño está muy basado en mi hijo, es casi un calco al natural.
Es un niño ocurrente, espabilado.
Es inocente y es fantasioso. Me acuerdo, esto es algo personal, que una de las primeras veces que fui a Úbeda, el padre de Antonio (Muñoz Molina) lo llevó al campo, a la huerta y al mercado, y la impresión de los demás es que parecía un chaval que llevara toda su vida en un ambiente rural, un niño antiguo.
Con una especie de pureza perdida…
Que por otra parte no es patrimonio del niño, puedes conservarla toda tu vida.
Sí, pero los niños de hoy en día están, en cierto sentido, pervertidos por la tecnología.
Una vez escribí un artículo que distinguía entre dos tipos de niño: el que se cree el truco y el que sabe ya tanto que no lo valora. Prefiero la primera opción.
Gabi acude a la cabalgata de los Reyes magos entusiasta.
Tiene el entusiasmo del niño antiguo, pero en el terreno sentimental es protector con su madre porque entiende que hay una rareza y trata de estar a su lado.
En la novela se refleja de una manera muy marcada la diferencia entre la España rural y la urbana, desde el tiempo hasta la muerte.
Lo he vivido. La protagonista cuando va al pueblo siente que ya no pertenece al lugar, pero al haber madurado siente que ése sitio ya no es el suyo por mucho que haya mucha gente que la quiera.
Como cuando no sube a la colina cuando muere la madre.
¿Qué esperas de una criatura de dieciséis años que ya no sabe lo que hacer? Ése es un punto de inflexión. No puede seguir el luto de su madre porque le han jodido la vida.
Ella tiene una contradicción interior fortísima. Durante el tiempo de la novela no sabe qué hacer, pero es muy decidida.
Sí, es algo particular de la protagonista, pero fue una enfermedad de los ochenta. Había una especie de temeridad en el ambiente, y no era valentía, el contexto propiciaba huir hacia delante. Perdías el trabajo y tenías la tranquilidad interior de encontrar otro. Ahora está el colchón de los padres, pero entonces estaba el colchón de la misma sociedad. Fue un momento de efervescencia en España. Muchos se lanzaron inconscientemente a las drogas y se le daba un aura poético-filósofica. Puede parecer que ella esté en un momento melancólico, pero se divierte, sale por la noche, juega al billar, se emborracha…
Y naturalmente no es comparable a lo que nos encontramos en el siglo XXI.
Existía una despreocupación por todo. Fue una generación que rompió mucho con lo anterior, y los padres no se enteraban mucho de lo que acaecía.
Quizás la última generación no controlada de la Historia de España. No existía la paranoia actual, la gente no calibraba las consecuencias de lo que hacía y la alegría era absoluta.
Cuando publicas un libro piensas en tus padres, porque los escritores también los tenemos, y he llegado a pensar que quizá mi padre no se enteró de nada.
Suele pasar. Antonia es un saco de contradicciones y en algún momento se lo dicen…
La pregunta se corta por una llamada al teléfono de Elvira. El silencio se apodera del ambiente hasta que ella me comunica que le acaban de preguntar por si su número era el de los distribuidores de la cazalla. Este percance surrealista marca una nueva pausa hasta que retomamos el diálogo donde lo habíamos dejado.
Decía que a ella la escuchan muchas personas a primera hora de la mañana con su trabajo en la radio, pero su diálogo más fuerte siempre es consigo mismo, porque los que la rodean le aportan más bien poco, hasta su compañero Jabato, amigo de infancia y colega en las ondas, con quien suele conversar con mucha sinceridad.
Su senda es muy solitaria, es un personaje muy desamparado. Eso sucede muchas veces con los trabajos públicos. En su caso es la radio, pero podría haber sido una actriz. Quien te escucha piensa que estás acompañado, pero sueles estar solo. En relación a Jabato…es un compendio de varias personas que he conocido en la radio. Es un personaje interesante que servía al conocer a la protagonista desde el principio e intuye porqué hace las cosas. Él sabe algo de ella que a Antonia le cuesta mucho reconocer. No pueden estar juntos sentimentalmente porque ella quiere algo más, no es una cuestión de gusto, sino de aspiraciones.
Y Antonia también lo sabe.
Sí, y censura ese pensamiento al desarrollarse la trama en una época muy ideologizada, por lo que la idea seria casi contrarrevolucionaria.
Y al mismo tiempo quiere cortar los lazos con el pasado, que no es sólo reciente, sino que se remonta casi al principio.
No quería que Antonia fuera un personaje heroico. Es una tendencia que ahora muchas mujeres tienen al escribir, como si ellas fueran las valientes, sin fisuras, y a su alrededor está el mundo. Quiero que los hombres se identifiquen con sus problemas, no podía ser un personaje perfecto, sin aristas.
Ella está alienada de la realidad por su trabajo, con un ritmo disparatado. Cuando va a la juguetería se queda sorprendida con el efecto de la megafonía al ganar el premio al juguete de la semana, como si estuviera en un plató. Después se encuentra a Gabi y topa con la realidad. Es un instante muy poético.
Ése, el de la juguetería y la cabalgata, es mi capítulo favorito. Si tuviera dinero lo sacaría en el cine. Al final de ese capítulo llama a su hermana y es incapaz de decir lo que le ha pasado.
Tiene que aclararse consigo misma para poder comunicarse con los demás.
Jabato le dice que su problema es no querer mostrarse en plan perdedor, se prohíbe la vulnerabilidad.
Porque ella tiene una imagen de alegría e ir siempre con el pan bajo el brazo.
Dos psicólogas me escribieron preguntándome si había estudiado psicología. Una de ellas me decía una cosa muy interesante. Los niños, y por lo tanto también los adultos, son mucho más obedientes de lo que parece. Responden al papel que les asignan los padres al principio de su vida. Muchas veces no es porque ellos sean así, sino porque se creen el rol que les dan. Yo me siento así con respecto a mi trabajo. He cambiado de registro y puede parecer que debo cumplir las expectativas generadas en los lectores.
Liberarse, tanto en su caso como en el tuyo, del estereotipo es algo muy positivo.
Puedes defraudar en un principio, pero luego las cosas cambian. Es cómo cuando me preguntan si he abandonado el humor. No, simplemente hay un tiempo para cada cosa.
Y pese a ser Lo que me queda por vivir una novela seria, el lector de Elvira Lindo puede encontrar detalles de tu producción anterior sin rebuscar en demasía.
Un ejemplo sería la escena de la marisquería con el padre, que tiene una presencia de hombre grande que todo lo abarca, fuma, bebe, comenta cualquier cosa…
Es un tipo de español clásico.
Es a lo Paco Rabal, tiene mucha gracia, es expresivo.
Tengo un amigo de 67 años que aún sale de fiesta y me recuerda mucho al padre de Antonia.
Hombres que no tienen límite.
Y contrasta con Antonia.
Sí, pero probablemente le gustaría parecerse más al padre.
¿Crees que tendrán continuidad los personajes de la novela?
Muchos lectores dicen que el libro se hace corto. Creo que crea un estado de ansiedad porque siempre piensas que le ocurrirá algo.
Aquí entra la cuestión de la empatía. Al ser un niño de los ochenta de madre soltera pensaba en situaciones parecidas, como el fragmento del cine, donde Gabi ve todo pequeño, pero claro, pasa el tiempo y las dimensiones cambian.
Me escriben hablando del libro, pero por otro lado me cuentan una cosa personal. La reacción de los primeros lectores es que el libro se lee deprisa porque se genera una empatía, y puede que al fin y al cabo los personajes hayan logrado ser un elemento reflexivo para el lector.
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