viernes, 6 de mayo de 2011
Las cinco muertes del Baron Airado de Jorge Navarro en Literaturas.com
Las cinco muertes del barón airado de Jorge Navarro, por Jordi Corominas i Julián
Jorge Navarro, Las cinco muertes del barón airado
( Barcelona, Seix Barral, 2011)
Barcelona 24 de septiembre de 1893. El tipógrafo Paulino Pallás, residente en el pueblo de Sant Martí de Provençals, lanza una bomba contra el capital general Martínez Campos, que sale levemente herido del atentado. El obrero es condenado a muerte y la represalia llega el 7 de noviembre, cuando el aragonés Santiago Salvador deja caer una bomba Orsini en el Liceo, templo de la burguesía catalana, con el resultado de veintidós muertos y más de treinta heridos. El gobierno central se preocupó por los sucesos acaecidos en la capital catalana y un año después promulgó una ley antiterrorista que no disminuyó los problemas de la Nación, agravados posteriormente por la guerra con Estados Unidos y la pérdida de las colonias en 1898.
Para Barcelona fue un período vibrante. La clase obrera tomaba conciencia de su poder, expresado mediante huelgas, jornadas conmemorativas, excepcionales sistemas educativos y la fuerte motivación de hallar un lugar justo en un universo dominado por la burguesía, empeñada en expandir sus dominios y perpetuar la opresión de muchos a manos de pocos. Además, la clase que amplió la capital catalana desde el derribo de las murallas pretendía, y la Historia demuestra que lo consiguió, mostrar al resto del mundo una personalidad propia que el Ensanche representó a través de sus edificios modernistas. Los arquitectos construyeron nacionalismo cultural y los pintores, muchos de ellos hijos de papá, desafiaron lo establecido con la vista puesta en París mientras trataban temas cotidianos que escandalizaban a la bienpensante sociedad del momento. Un claro ejemplo de lo dicho es la obra Garrote vil de Ramón Casas, única ocasión en que el magno dibujante tuvo ocasión de cruzarse con uno de los tipos más turbios y desdichados de la época: Nicomedes Méndez, de profesión verdugo de Barcelona.
Esta, a grandes rasgos, era la Historia a finales del Ochocientos y así se la hemos contado. Jorge Navarro ha preferido juntar todos estos elementos a su libre albedrío para escribir Las cinco muertes del barón airado, novela fantástica que usa el contexto de aquellos turbulentos años para hilvanar una trama entretenida con sexo, mentiras, acción y hasta un juicio que reúne a toda la flor y nata de la ciudad condal en la audiencia.
Si nos ponemos en la mente de Navarro comprobaremos que la excusa para crear su libro está documentada. El 20 de junio de 1895 Castelldefels, localidad donde el autor ejerce de profesor de secundaria, asistió a la ejecución de Joaquín Figueras, condenado a muerte por haber asesinado al cura del pueblo y a su hermosa criada de veintiún años. El reo pidió perdón a los agraviados y pasó a mejor vida a las ocho y media de esa calurosa mañana.
Este episodio de crónica negra desató una tormenta de ideas que engendró Las cinco muertes del barón airado. El principal protagonista es el Barón de Castellfullit, jerifalte que propició la Restauración, financió las obras de la Catedral y siente una profunda preocupación por los derroteros de la situación española justo después de la bomba del Liceo. Su deber patriótico se combina con la típica hipocresía de los ricos, capaces de retozar con jóvenes plebeyas para satisfacer sus impulsos primarios. Don Amadeo, pues ése y no otro es su nombre, quiere arreglar el desastre patrio y por eso toma un tren para hablar con un ministro de la Corte y comunicarle sus planes para frenar el caos. Sus ideas serán escuchadas con estupor y precipitarán una conjura contra su noble persona encargada desde las altas instancias, temerosas de un golpe militar que acabe con privilegios y la falsa estabilidad de la Piel de Toro.
Lo importante es que el Estado no es el único implicado en la conspiración, que muta en múltiple por los numerosos enemigos que el Barón ha cosechado a lo largo de su dilatada carrera. Entre ellos podemos mencionar a su hijo, su criado y una querida que clama venganza por la muerte de su padre, un anarquista ejecutado en los procesos de Montjuich de 1897, aunque en el libro se altere la cronología en función de los intereses narrativos hasta desdibujar al cien por cien los entresijos de la Musa Clío, tanto que hasta el pobre Ramón Casas ve adelantadas todas sus peripecias sentimentales para que las piezas encajen y la niña que sale de la mansión de rancio abolengo se transforme por arte de birli birloque en su amada esposa, con la que no se casó hasta 1922, cuando su fortuna artística había declinado a favor de nuevas generaciones con las que convivió durante la breve experiencia de Els 4 gats.
La novela se lee muy bien, tiene fragmentos hilarantes, está bastante bien ambientada y mantiene el suspense con rigor académico, destacando la habilidad del narrador para desbaratar lo previsible y sorprender hasta la última línea. Si lo que buscan es entretenimiento lo tienen más que asegurado. Se divertirán, podrán recrear su imaginación con las peripecias de los personajes y hasta quizá se sientan tentados de navegar por la hemeroteca de La Vanguardia para comprobar si algunos datos concuerdan o verificar la existencia del periodista Augusto Codina.
El siglo XIX no está exactamente de moda, pero está repleto de lúgubres acontecimientos que más de un siglo después siguen hechizándonos. Las cinco muertes del barón airado puede recordar en parte, sólo en parte, a Asesinato en Road Hill de Kate Summerscale (Lumen, 2008), obra que aborda un asesinato en la Inglaterra de 1860 ateniéndose a los hechos, descritos fielmente con la salvedad de alguna que otra licencia narrativa para dar vigor a la trama. Su comparación con A sangre fría era exagerada, y lo mismo podemos decir de Las cinco muertes del barón airado si la paragonamos con la emblemática La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza, mucho mejor contextualizada y con la virtud de captar la atmósfera del momento para dar más fuerza a la trama. El reciente Premio Planeta pudo tomarse alguna que otra licencia, como ya hizo con La verdad sobre el caso Savolta. Lo de Jorge Navarro va más allá. Alabamos su estilo y pericia que hace intuir a un novelista de raza, pero no podemos sino rechazar la invención por la invención por mucho que la literatura sea una caja abierta a cualquier cosa. Las novelas, al menos para quien escribe estas palabras, deben entretener y dar conocimiento. Falseando cronologías se incurre en una falta grave, sobre todo si consideramos que España es un país con escasa memoria del pasado, que conviene no olvidar para proyectar un mejor presente del que padecemos, hora tras hora sin ver luz al final del aciago túnel.
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5 comentarios:
lo leí y si me gustó es entretenido pero no mata ...
Es evidente que Jordi Corominas conoce o se ha informado y documentado sobre el periodo histórico de la novela y hace una buena crítica del libro aunque le recrimine a su autor esas alteraciones históricas que puedan tomarse como ciertas ante un lector menos versado. Es cierto que Jorge Navarro en su novela Las cinco muertes del Barón Airado altera el orden cronológico de los hechos históricos para adaptar la trama donde combina personajes reales con ficticios, pero, como se dice vulgarmente, son licencias de autor y estamos hablando de una novela no de un libro de historia.
Sin duda, pero es mi manera de ver la literatura o cualquier arte que remita a efemérides del pasado, hay que intentar ser fiel a la cronología, no con notas al pie de página,pero fiel. De todos modos querido anónimo te digo para tu tranquilidad que el libro me gustó, pero también que como crítico puedo decir aquello que no me parece bien, lo que siempre hago razonando la cuestión,pq de otro modo esto no sería crítica ni nada
Nadie me ha dado vela en este entierro (¿o quizá sí?) pero me gustaría explicar algunas cosas de “Las cinco muertes del barón airado”. Ante todo he de decir que he disfrutado leyendo tu crítica, Jordi: está bien razonada y has buscado información para refrendar tus opiniones. Humildemente las acepto por entero (todavía quedan heridas de la pugna que hubo entre una parte de mí, el historiador que ya era, y otra, el aspirante a escritor). También sé que en el momento de su publicación la obra ya no es de quien la ha escrito si no de quien la lee y la hace suya (o no). Es ley de vida, como los hijos, que no son totalmente tuyos por mucho que los hayas criado y acompañado durante sus primeros años.
Así que no quiero hacer una defensa ni iniciar una polémica que me parece estéril y menos contigo, ya que tienes todas la razones del mundo para defenderla o criticarla en todo o en parte, solo exponer algunas ideas que hace tiempo me rondan por la cabeza.
En pintura, en fotografía, en arquitectura, en poesía y en todas las artes en general, la crítica se hace a la obra acabada, no al proceso de su construcción o montaje, eso quedaría reservado al estudioso, al interesado o al fanático. En ocasiones el artista o autor puede alumbrar en alguna entrevista o artículo los motivos que le indujeron a crear esa obra y no otra y por lo general utliliza un lenguaje rebuscado para justificar el camino emprendido. Como esto no es ni una entrevista ni un artículo, procuraré no utilizarlo.
En algún sitio he dejado escrito o dicho que la novela empezó siendo un relato corto que tenía que transcurrir en el presente (el de hace veinte años, cuando la inicié). Pero tras escribir algunos párrafos me di cuenta de que no sabía por donde tirar. Como estaba estudiando el llamado “Crimen de Castelldefels” sucedido a finales del siglo XIX, se me ocurrió atrasar cien años la escena y el relato me salió casi de un tirón.
Ya entonces no quise poner ninguna fecha y seguí haciéndolo porque estaba construyendo una obra literaria, no una novela histórica, de hecho en las trescientas y pico páginas no aparece ninguna alusión al calendario, solo en la contraportada y porque lo ha puesto la editorial. Sin embargo, no fue hasta mucho más tarde, y por la inclusión de personajes que me estaban pidiendo salir, entre ellos Ramón Casas, que disfracé la “historia real” para adaptarla a la novela. Un ejemplo que no le he contado a nadie: en el verdadero crimen transcurrían casi dos años entre el luctuoso suceso y la ejecución y yo, para lograr darle un mayor dinamismo a la narración, reducía ese tiempo a unos meses.
A esas alturas, un relato corto acabado, unos personajes y nuevas tramas añadidos me habían obligado a alterar algunos aspectos de la realidad, el más importante, y en eso tienes razón, el de la relación del pintor con Julia, su modelo, a la que conocío más de diez años después y no se casó con ella hasta 1922, creo.
Hay que tener en cuenta que hace veinte años no existía internet y que no sabía demasiadas cosas sobre ellos dos, en realidad ni tan siquiera había podido averiguar el apellido de la muchacha, Peraire, y su personalidad era un misterio. La única solución era crear un personaje y para justificarme podría decir: “¿quién dice que se trata de la misma Julia?” A fin de cuentas lo mismo hice con Figueras, el individuo que tuvo la mala suerte de cometer unos asesinatos en uno de los peores momentos de la historia de Barcelona: al cambiarle la F inicial por una H lo convertí en otra “persona” y lo “salvé” de esas circunstancias añadidas que tanto tuvieron que ver con su ejecución. Por eso creo que no he hecho una novela histórica “al uso” y al final de ella defiendo el concepto de “verosimilitud” (lo hago como narrador, no como historiador, repito).
Y me despido no sin antes decirte, Jordi, que ha sido todo un placer conocerte a través de tus escritos.
Firmado: Un Jorge Navarro que ya no sabe muy bien qué es lo que es.
Jorge, me ha encantado tu comentario, lúcido y con mucha razón. Es un placer leerlo porque aclaras cosas, haces que esta entrada sea diez veces mejor y demuestras una honesta pasión de la que carecen demasiados escritores. Chapeau
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