viernes, 4 de mayo de 2012

Los huecos del durante en Panfleto Calidoscopio




Los huecos del durante

Por Jordi Corominas i Julián




Era negra noche en Roma y tenía el foro a mis pies. Lo contemplaba sentado en la piedra, cercana al Capitolio. En la lejanía las luces eclipsaban el rumor automovilístico, cancelado por mi concentración y una absurda conjunción de conceptos. Sonaba Murder Mistery de la Velvet Underground en mis conexiones neuronales, atraídas en el mismo instante por el templo de Vesta y una insinuación del Coliseo. Sin embargo, lo que excitaba mi imaginación a partir del delirio musical era la imagen de Escipión Emiliano llorando ante las ruinas de Cartago un día cualquiera de la primavera del 146 a.C.; sus tropas habían arrasado la ciudad enemiga para transformar en profecía la filípica de Catón el censor. Escipión no dejaba caer las lágrimas por piedad. Su llanto era de temor al futuro, cuando el esplendor de la República sucumbiría a la lógica de auges y decadencias de los mil y un Imperios que la Historia construye y deshace con suma facilidad en su eterno proceso.

Ha transcurrido una década y he recuperado ese fragmento congelado, un lienzo salido de la nada con el ilustre patricio lamentándose, ruinas al fondo y la psicodélica banda neoyorquina en su invisible flotar, exclusivo para mi ser. Ahora observo que la magia existía, pero con enormes defectos que sólo puedo atribuir a la educación occidental, que privilegia memorizar conclusiones rimbombantes y no los durantes, más humanos y dotados de una poética que quiebra la norma mnemotécnica de fechas, nombres y batallas para privilegiar minúsculas facciones que ya no volverán, desde la nimiedad de una urgencia miccionadora de Napoleón con las botas atendiéndole en el campamento hasta los retoques en el espejo de Marylin Monroe en el espejo, preludio de su ocaso con el happy birthday al presidente Kennedy.

Mi mapa esta hermanado con Google earth añadiéndole otros componentes. No sólo registro lo físico, voy más allá y desde el lugar bifurco la ruta o penetro en sus capas más recónditas. El desconsuelo de Escipión se rodea en el escenario marcial de legionarios a los que Polibio no quiso dotar de la solemnidad del jefe, hombres acatando órdenes y dejándose llevar por la orgía de sangre y fluidos, primitiva compensación en el incendio, donde ligeras excepciones respiran hondo y alucinan, como si su vida pasara por delante y la barbarie erigiera una frontera, verdadera encrucijada de salud mental. Quinto agarra su espada y se escabulle en el compadreo con un centurión, bebe agua y en el horizonte divisa a Escipión, la mano en el mentón, cabizbajo y exhausto con el calor subiéndole por las mejillas como consecuencia del calor de la pira exterminadora.




Pulso otro botón. A la misma hora de la masacre norteafricana, en Roma la normalidad se lleva su rutinaria palma. Una niña de rancio abolengo lee a Plauto en el jardín de la villa que su hermano recibirá en herencia del senador, padre feroz en la curia y cariñoso en el hogar que susurra al oído las novedades de la semana a su amante. Está intrigado por el retraso de los mensajeros, obligados a ralentizar su misión por culpa de las inclemencias meteorológicas propias de la estación. El estruendo tunecino no llegará a la incipiente capital del Universo hasta que las postas recobren su habitual precisión. Las pescaderas han rebautizado el género para dar ánimo a los valientes que han abandonado la península itálica para culminar el barrido. Una abuela desdentada coge la merluza Aníbal, pregunta el precio y congrega la atención con su remembranza de un clásico familiar: el jueves arcaico en que su padre, un veterano de la Segunda Guerra Púnica, la agitó en sus brazos, reconociéndola como su hija, a la que no habíha visto por servir a la Patria.

La odisea de la soldadesca romana cubre huecos que detectamos hasta en China con los hallazgos arqueológicos que verificaron un asentamiento romano en Oriente. Saltamos un siglo y cambiamos fenicios por persas. Carras, Craso, imitaciones de Alejandro Magno y el hedor del 53 a.C. y su firma de un devenir funesto, con duelos fraticidas a la vuelta de la esquina. Los diez mil fracasados que cedieron sus águilas a los partos son víctimas de una amnesia de dolor, ficticios prisioneros que darán con sus huesos en los confines de la dinastía Han. ¿Cómo alcanzaron tan anómala meta? ¿Vagaron encadenados hasta su bendito ostracismo? ¿Montaron su campamento desde la servidumbre? ¿Fueron conscientes de estar en sus antípodas?

Cuatro centurias después otra efeméride nos aproxima al quid de la cuestión. Corría el año 361 de nuestra era y Juliano el Apóstata había osado aceptar la púrpura en París, lo que violaba el incontestable trono de su primo Constancio, célebre por ser el más visible por su invisibilidad. Visitó la Urbe en una sola ocasión y se mantuvo hierático a lo largo de su desfile para no desmerecer su fama. Ahora el mequetrefe pagano, el barbudo hereje le obligaba a concentrar a la flor y nata de su ejército, menos curtido que el de su oponente, para dilucidar en alguna geografía europea con tintes asiáticos la suerte del cetro.




Clío no quiso escribir la página del envite. Constancio falleció en el camino justo cuando Juliano se maravillaba al toparse con un villorrio donde los aldeanos afirmaban sin atisbo de duda que el Emperador no era otro que Augusto, fenecido trescientos treinta y siete años antes, en el 14 después de Cristo. La parálisis cronológica obedecía al estatismo de las manecillas, que aún vislumbrábamos en los noventa con el anuncio de ¿Y el Madrid,ha ganado la copa de Europa? La montaña, la desconexión y la velocidad en saber las cosas. Campanas en la Edad Media. Locomotoras decimonónicas. Telegramas del Novecientos y correos electrónicos en la actualidad. Siempre he deseado creer que hay zonas del globo que nunca hemos pisado, residuos sagrados de la ignorancia, pero ése no es la vía que quiero tomar. Una hipotética reflexión de estas líneas derivaría en un discurso literario sobre si los agujeros que nos brinda la Historia se deben rellenar con ficción en la novela. Cada uno puede hacer lo que le parezca. En prosa falsear es, por mucho arte que contenga, lo más o menos verificable es un atentando. La poesía puede permitírselo por su lirismo, que da barra libre para fantasear y rescatar episodios que no figuran en pergaminos del desierto.

En las biografías echo de menos una narración que consiga dar con la tecla de una espontaneidad que no se aferre a la obra. Sí, hay amores y encontronazos, pero la frialdad prevalece, como si olvidáramos a Virgilio preparándose para la siesta junto a su inseparable Horacio o a T.S. Eliot dialogando con Groucho Marx, como si lo científico despreciara la chispa. Tal crítica es contradictoria en nuestra época, donde lo sintético predomina y lo breve se mide desde el ahorro temporal. Pecadores, dinamiteros de fast food. Al fin y al cabo la gran frustración es soñar despierto con la totalidad, paradoja que me mantiene con la esperanza de captar pedacitos que no hagan fútil la condena de los segundos.

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