domingo, 27 de mayo de 2012
Luz de noviembre, por la tarde de Eduardo Laporte en Sigueleyendo
El proceso o la valentía, por Jordi Corominas i Julián
Conocí a Eduardo Laporte un sábado por la mañana al lado de una cuadrícula al aire libre con aire de búnker. Fumábamos a la espera de participar en el Encuentro Blogs Literarios y me sorprendió el cambio que una persona genera de la foto al exterior. En las instantáneas de una famosa red social, muy útil para decir en la realidad aquello de tu cara me suena, transpiraba seriedad, mientras que en lo físico es un tipo sonriente que inspira mucha confianza. Pasamos casi toda la jornada juntos, reímos y hasta conspiramos en secreto con varias bestias pardas que alargaron las horas entre alcoholes y libros. El suyo es Luz de noviembre, por la tarde, lo ha editado Demipage y es un acto de valentía escrito por un chaval que en el momento de echar la vista atrás y rememorar un año fatídico andaba por la veintena.
Este mundo de lo digital es maravilloso y da asco al mismo tiempo. Con el primer párrafo he esgrimido diversas ideas que ya pueden dar pie a la crítica de la crítica. Resulta que soy amigo del autor, que aborda el tema de la agonía de su padre justo después de perder a la madre. Dios mío, la cosa es trágica dirán los cínicos, un caramelo de melodrama, una oda a la lágrima fácil. La mierda es vivir en la época de soltar vómito contra lo ajeno sin pensar ni meditar en la importancia de cómo se narra el contenido.
Porque la valentía no radica sólo en atreverse con el óbito enlazado de las dos figuras más importantes en la vida de cualquier ser humano. Estriba en dar el paso de recoger un tema que tenemos al alcance de la mano y no osamos profanar: la historia de nuestra familia, lo que implica preguntas incómodas y sumergirse en una oculta genealogía con la que atar cabos y reconocerse.
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La valentía estriba en dar el paso de recoger un tema que tenemos
al alcance de la mano y no osamos profanar: la historia de nuestra familia,
lo que implica preguntas incómodas y sumergirse
en una oculta genealogía con la que atar cabos y reconocerse
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La trama fluctúa en una cronología nada lineal, factor comprensible si consideramos que Eduardo dispara ráfagas de reflexión que recorren un siglo de clan, desde el abuelo en la Guerra Civil hasta el comentario londinense sobre “un francés que te gustará”, semilla del matrimonio entre Philippe, futuro diseñador francés afincado en Navarra, y María. Ambos transcurren en la conservadora Pamplona, años de inquietudes, partos y victorias en lo profesional. Los ochenta son un tesoro que los noventa diluyen sin que por ello disminuya la energía. Llega el año 2000 y lo sólido se desvanece hasta desaparecer, hasta engendrar el vacío más absoluto.
Laporte con su Luz de noviembre, por la tarde ha quebrantado dos reglas naturales de de un debut literario. Su novela no es una novela, sino más bien un tejido confesional que podría definirse como ensayo encubierto sobre el dolor y el proceso que conlleva la compañía de la señora de la guadaña en su macabra danza previa a firmar el finiquito. Asimismo es un bildungsroman a la inversa, porque en vez de centrarse en un yo en relación con el universo, aquí son los demás los que llevan la voz cantante y se erigen en protagonistas. La biografía, oculta en la gran mayoría de los textos de exordio para proporcionar la alegría de una ficción, es prístina y honesta. Con veinte años somos los reyes del mambo en nuestro cerebro, pero el mundo, eso lo vemos con la edad, nos maneja a su antojo, más aún si gira la rueda y caemos en la casilla de una desesperación insalvable. Somos insignificantes, y en este sentido el autor nos da una lección sin pretenderlo.
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Con veinte años somos los reyes del mambo en nuestro cerebro,
pero el mundo, eso lo vemos con la edad, nos maneja a su antojo
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Es curioso comprobar cómo la vida transcurre y, Lennon tenía razón, no nos damos cuenta de su goteo. Las efemérides permanecen en un ámbito apartado que estalla cuando nos juntamos con amigos y el calor de recuperar pozos sin fondo que teníamos olvidados en algún recodo. La síntesis obliga a catalogar las existencias como si de un manual de bachillerato se tratara, con puntos que definen nuestra superficie íntima. Nacimiento, graduaciones, amores, trabajo, viajes, descanse en paz. Solemos obviar, y es lo más interesante, el proceso, válido porque ubica cada segmento de la línea en su justa dimensión, como si el camino no se midiera en la salida y la meta, sino en la aguja que lo enhebra. Y aquí la cota que alcanza el recorrido es la más complicada, y vira de la adolescencia a la madurez por impacto de un inesperado cierre que abre la puerta de afrontar el resto de la etapa sin la compañía que nos posibilitó participar en la única carrera que cuenta.
El tono de Luz de noviembre, por la tarde es tenue hasta que se cierra la ventana. El libro abarca una pluralidad de lugares que no obstante son estáticos. Siempre estamos en la habitación donde padre e hijo apuran un cigarrillo amargo y aprenden una prueba de superación. ¿Seguro? La aprenden y la padecen, y quizá suene tópico eso de lo cristiano del mal que engendra conocimiento, desgarrarse para crecer, pero seguramente es así y Laporte lo refleja sin medias tintas.
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El libro abarca una pluralidad de lugares que no obstante son estáticos.
Siempre estamos en la habitación donde padre e hijo
apuran un cigarrillo amargo y aprenden una prueba de superación
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La literatura expía y sirve como terapia de choque. Existirán mil frases de diarios que mencionen el pasaje de contemplar con nuestros propios ojos cómo las cerillas se apagan. La simplicidad de testimonios anónimos abruma. Su plasmarse en narrativa también. No añadiré datos y sí añadiré que el nivel literario del volumen incita a otro matiz más allá de su temática. Leer una novela de Eduardo Laporte para saborear una prosa que intuyo de ideas, con capacidad humorística y sin derivar en lo gratuito, compacta con bifurcaciones, con la lógica de un diálogo que arranca con un hola y te da el portazo desde otras profundidades, sea el fútbol, Dios o la cría de la avellana en Camerún. Es una intuición, el siguiente renglón de la escalera.
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