jueves, 24 de mayo de 2012
El origen del mundo de Pierre Michon en Revista de Letras
“El origen del mundo”, de Pierre Michon, por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 7.05.12
El origen del mundo. Pierre Michon
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Anagrama (Barcelona,2012)
Cualquier espacio puede ser idóneo para simbolizar la poética del Universo. Sin embargo, la modernidad, tan cargada de elementos susceptibles de condensar significados, aconseja aislarse, caminar por lo desierto y buscar zonas vírgenes o momentos donde la velocidad aún no se integraba plenamente en nuestros sentidos. Por eso Pierre Michon, quizá el maestro contemporáneo de este tipo de construcciones metafóricas, ubica El origen del mundo en un pueblecito de la Dordoña, cerca de Lascaux y sus cuevas de arte rupestre, dibujos prehistóricos de indicio y esencia.
Ubicar esta breve novela en un enclave tan remoto a principios de los sesenta tiene su lógica. El inminente estruendo de la década loca de ilusiones no afecta a Castelnau, localidad donde lo básico se impone en una calma que sólo puede perturbar la aparición de un joven profesor que al no tener experiencia en la normalidad simple se extasiará con el ritmo lento de las horas, excusa perfecta para que el narrador francés desgrane su pericia en un terreno que le va como anillo al dedo.
Existe una literatura que aprovecha lo rural para delimitar y resumir el universo en sus confines. Las personas adquieren una condición mítica y de manera inevitable las mujeres deben jugar un rol central si quien escribe observa lo que nos rodea desde una óptica masculina.
En El origen del mundo la baraja se articula alrededor de tres féminas. Hélène, la posadera es una madre eterna que se preocupa de sus retoños con la paciencia de quien sabe que estamos aquí de paso. Su establecimiento es un apeadero de consejos, borracheras y relatos que se esconden en las habitaciones. En una de ellas el profesor retoza ocasionalmente con su amante, compañera de excursiones y alivio para la soledad. Es una falsa musa sin importancia, cuerpo transitorio al que aferrarse en el intento de no caer en la desesperación a la espera de la belleza, que tiene nombre y se llama Yvonne.
Y no es nada casual que trabaje en el estanco, donde suministra placeres para los hombres, estéticos y materiales. Protege su poder detrás de un mostrador, escaparate que potencia su atractivo y la convierte en carne inaccesible de la que se pueden entrever telas acordes con el se mira pero no se toca. La voz importa, y también la escritura. Yvonne es un oasis en la decadencia. Su presencia hace que el texto se pueble de frases cortas y trepidantes. Nerviosismo. Excitación con charme entre Marlboros e invisibles amenazas en frases de clientes.
En el aula la caligrafía demuestra cómo perdemos precisión y volamos en lo vago. Las letras de 1870 son más elaboradas que las del siglo XX, y la rueda no deja de girar. Los niños crecen y las obsesiones mutan de estado sin desaparecer. La del profesor tiene su continuación genética en las aulas. El chaval de la estanquera sufre la frustración de su maestro, indignado por tener en sus dominios la perpetuación del anhelo, que por la noche sacude un bosque cercano a través de su integración en la lujuria del ritual para intensificar los instintos básicos del protagonista y del lector, que sucumbe ante una prosa que transporta sin ser la del mejor Michon, quien sin embargo tiene tanta capacidad que es capaz de transformar una anécdota en un poema trascendente, y eso no está al alcance de cualquiera.
La cuestión simbólica no se limita a lo femenino. Jean el pescador y JeanJean no son nombres escogidos al azar. Uno mueve la lucha por la supervivencia. El otro es un guía a las profundidades del pasado que abren las puertas a una concepción muy particular del ocio. Los artistas de Montignac pintaban tras su jornada de caza. Habían resuelto los problemas básicos de su singladura en el planeta y entretenían el cerebro en las paredes de sus refugios. Los animales que dibujaron eran el reflejo de su rutina, una prueba de amor hacia la víctima, canto del asesino agradecido en su afán de supervivencia. Y seguramente se pregunten qué mosca me ha picado. Ninguna, sólo hablo de cómo el narrador se relaciona con lo antiguo para recrear sus vicisitudes. Nada nuevo hay en ello. Ni falta que hace. El origen del mundo, y piensen si así gustan en el lienzo de Courbet, es una tentativa de entender los mecanismos que rigen nuestros procesos mentales desde lo cotidiano percibido con matices épicos, casi místicos. Menospreciamos en demasía los actos supuestamente banales que llenan nuestros minutos. Su sucesión en cadena y la cultura de grandes nombres y gestas hace que olvidemos el don de efemérides propias que tendemos a ignorar y que son estupendos motores para encender la máquina de la comprensión, un menos es más que no fue concebido por expertos en tendencias, sino que nos acompaña desde el instante cero de la creación. Detectarlo es más sencillo de lo que parece, plasmarlo en papel una heroicidad sublime.
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