jueves, 1 de mayo de 2014

El pudor del pornógrafo, de Alan Pauls



El pudor del pornógrafo, de Alan Pauls, por Jordi Corominas i Julián

Alan Pauls, El pudor del pornógrafo, Anagrama, Barcelona, 2014

Dar con la reedición de El pudor del pornógrafo, Ópera prima del argentino Alan Pauls, ha sido una experiencia con la que me he exigido una especie de cambio de rutina crítica, inevitable si se conoce la trayectoria del autor y se quiere afrontar la lectura como si se ignorara todo del mismo.
Como es natural no puedo pretender situarme en 1980, año de la escritura del manuscrito, pero sí puedo imaginarme a un joven letraherido que, ante el reto de su debut novelístico, maneja una serie de referencias fundamentales, inspiraciones que van de Borges a Kafka. Conjugarlas sin que se note en exceso, lograr que se fundan en un estilo propio, es la tarea, difícil porque iniciar una carrera siempre tiene un punto de ocultación.
Me explico. La primera novela de cualquier autor suele ser, salvo notables excepciones, un espejo personal con mucho de autobiográfico. En el postfacio Pauls considera que es un libro sincero, algo que contraviene hasta cierto punto lo que ha ofrecido después, aunque claro, no debemos tomar sus palabras al pie de la letra. Si nos centramos en la estructura elegida comprobaremos que hay una deliberada voluntad de escapar del típico corsé inaugural donde se deja fluir una serie de anécdotas que se consideran trascendentes desde la juventud. En este aspecto se capta un sano afán literario que desde la ocultación, el deseo de eliminar el yo para dar al personaje una voz propia y sólida, vira hacia un episodio concreto que se transmite desde lo epistolar.
El protagonista de la trama tiene una extraña profesión que hoy en día: responde misivas que le envían desconocidos con multitud de perversiones sexuales. El mismo juego de verdad mentira se expresa en estas epístolas, donde lo narrado tanto puede ser fantasía como un relato de desahogo real, lo que no importa al escribiente, quien rápidamente asociamos desde lo narrativo con Kafka o un antiBartleby entre su labor y la reclusión, pues el esfuerzo por responder las cartas condiciona su existencia. No sale de casa, ocupado en llenar páginas de palabras de morbo y consuelo.



Aun así, es lógico y comprensible, el atribulado protagonista sin nombre no escapa a lo humano en lo personal. Tanto erotismo en tinta debe tener su réplica de carne y hueso, y la ocasión llega con Úrsula, una chica con la que establece una extraña relación que evoluciona desde el voyeurismo, del balcón al parque, hasta la intensidad de un amor por correspondencia con un tercer elemento esencial: el mensajero enmascarado que recoge las cartas, factor clave por dos motivos: tiene la plena confianza de Úrsula y será quien líe más la madeja, o al menos eso deducimos.

El pudor del pornógrafo, salvo en su intro y en su conclusión, se articula en torno a las letras que el ávido consultar envía a su enamorada, de quien tenemos una visión perfilada por un único filtro. A partir de pequeños detalles, como la línea cronológica del asunto o la expresión de sentimientos, observamos la deriva de los acontecimientos, enmarañados porque, de repente, Úrsula llena sus envíos de contenidos que pertenecen a las epístolas que están en el archivo del antihéroe protagonista, un obcecado con mayúsculas desde su altruismo surrealista.

¿Cómo ha llegado esa información a manos de Úrsula si la soledad prevalece en ese cuarto que imaginamos oscuro y silencioso? La máscara huele a clave y simboliza la vuelta de tuerca que pretende el autor, juguetón con un misterio quimérico, porque por mucho que se empeñe el lector no hay pistas que permitan dilucidar cómo se escapan los datos que causan el estupor. Esta treta, propia de una Ópera Prima, suena a la anhelada pátina de original natural en quien desconfía de la recepción de la obra y añade un giro desconcertante, que sin embargo, pese a la incoherencia de no atar cabos, funciona a las mil maravillas en su misión de intrigar al lector.

Finalmente El pudor del pornógrafo apareció en 1984. Alan Pauls tenía un cuarto de siglo y toda una carrera por delante que confirmó los buenos augurios de su debut, y eso es digno de elogio. Cuando pasa el tiempo solemos sorprendernos con el exordio de las primeras espadas, con toda probabilidad por la desnudez que emanan, como si en ese instante el futuro no se intuyera y la prosa marcara unas inseguridades que, a partir de espléndidas estridencias, indican lo inmenso del camino por recorrer. Leer el kilómetro cero con perspectiva permite que la totalidad sea siempre más comprensible.

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