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viernes, 30 de octubre de 2015

Una chica en invierno, de Philip Larkin en El Mundo



Hoy aparece en El Mundo Cultura mi reseña sobre Una chica en invierno, de Philip Larkin. Puedes leerla aquí

lunes, 2 de julio de 2012

La contabilidad privada de Christie Malry en Revista de Letras






La ira del outsider: “La contabilidad privada de Christie Malry”, de B. S. Johnson
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 29.06.12



La contabilidad privada de Christie Malry.
B. S. Johnson
Prólogo de John Lanchester
Traducción de Marcelo Cohen
Libros del Silencio (Barcelona, 2012)


B. S. Johnson fue víctima de su talento. Se suicidó en 1973 tras una década en la que su hiperactividad agotó los adjetivos. No sería en absoluto osado decir que su energía navegaba al ritmo de los sesenta, donde todo parecía posible y experimentar, en principio, era una opción acorde con los tiempos, si bien siempre lo ha sido, aunque a muchos les parezca algo extremo que al nadar contracorriente merece silencio o desdén, sobre todo si se practica en varios campos y se conjuga con un discurso que expone los motivos de la disidencia.

Tras leer el prólogo de John Lanchester que abre La contabilidad privada de Christie Mary, dan ganas de leer más novelas del malogrado escritor británico, quien a lo largo de su breve pero prolija trayectoria jugó con la novela desde la conciencia de su necesidad de renovación para adaptarse a las transformaciones que la tecnología ofrecía. Ya dijo Antonioni que narrar en la modernidad merecía otro tratamiento desde la perspectiva que nuestros pensamientos y sentimientos son los mismos que en la época de Homero con el ligero y decisivo cambio de una mutación debida a la aceleración del proceso vital.

Y la novela, como las demás artes, no podía seguir igual. Aún hoy en día intentamos adaptarla a las nuevas realidades y alzamos la voz para debatir sobre su muerte o resurrección. Lo importante es trabajarla y burlarse de lo convencional desde la razón, sabiendo que al fin y al cabo la literatura es un juego donde explorar una serie de recursos y revolucionar el patio si así nos lo pide el cuerpo.

Y así lo hace B. S. Johnson en La contabilidad privada de Christie Malry, prosa de muchos quilates que bebe en grandes cantidades de ironía y un manifiesto aire Pirandelliano de personajes que intervienen y que saben en todo momento, y así el lector entra en su representación, que sus vivencias se insertan en un libro donde nada es utópico y se quiebran las normas con alegría para beneficiar el desarrollo de la trama y acortarla para armar un artefacto divertido, corto y brutal.

Christie Malry es un jovencito del barrio de Hammersmith, el mismo que vio nacer al autor. Sus aspiraciones vitales contemplan la seguridad de la época, donde podías trabajar durante cuarenta años en una empresa y recibir una digna jubilación. Su debut laboral se produce en un banco, lugar que le permite entender determinados mecanismos económicos y albergar la esperanza de enriquecerse con relativa facilidad para caminar sin estar encorsetado por los que pagan el aguinaldo.

El contexto, como siempre, es fundamental. Christie Malry es un adolescente de los setenta. La felicidad de la beatiful people ya es un miraje. Los Beatles se disolvieron, se terminó el gobierno laborista y el malestar de los setenta se instaló en el inconsciente colectivo. En este sentido la decisión del protagonista, su gran genialidad, es consecuencia de esa etapa histórica, que encaja con la nuestra. Hastiado de dar sin compensación se inspira en la doble contabilidad para hilvanar un debe y haber que compense agravios y recompensas en su relación con los demás.




Visto así seria todo muy inocente. La elegancia de B. S. Johnson radica en el planteamiento de su propuesta, desprovista de cualquier tipo de solemnidad y repleta de humor que desdramatiza pese a la gravedad de las intenciones de Christie, quien tras abandonar el banco ingresa en una empresa de alimentación que usa como plataforma para sus fechorías, gotas satíricas de terrorismo urbano que combina con un secretismo absoluto para con su plan. Es un ser aislado contra todos y ninguno, una bestia en libertad que se mueve por el Londres previo a las alarmas y las cámaras, donde impactar con maniobras rústicas no era un sueño y sí algo muy factible.

Johnson no se conforma con las maldades de su antihéroe, a quien concede una novia con ingente apetito sexual, un amigo amante del alcohol y una existencia desdichada que solventa mediante sus fechorías y la adicción al riesgo que queda impune, fenómeno que le impulsa a franquear barreras sin pensar en ningún límite desde una infelicidad crónica que no disminuyen esos leves momentos de calculada enajenación.

La prosa de Johnson contiene en su interior partículas de un vértigo lingüístico que Marcelo Cohen ha sabido reflejar en su traducción, donde los giros, los dobles sentidos y lo cáustico brillan con luz propia para mayor gloria de una novela que asimismo es notable más allá de sus cualidades formales al enseñarnos que la indignación no nació anteayer. Sólo esperamos que la nuestra no termine como la de ese decenio donde el fracaso del 68 derivó en Brigadas Rojas, Baaders Meinhofs y otros grupúsculos que Christie Malry preludia con sutil descaro y mordaz aplomo.

sábado, 5 de mayo de 2012

La muerte de Virginia de Leonard Woolf en Literaturas





La muerte de Virginia de Leonard Woolf, por Jordi Corominas i Julián


Leonard Woolf, La muerte de Virginia, Lumen, Barcelona, 2012

Traducción de Miguel Temprano García


The journey not the arrival matters, quinto volumen de la autobiografía de Leonard Woolf, se ha metamorfoseado en su edición española y se titula La muerte de Virginia. Lo que sigue podrá parecer un aviso para navegantes. Quizá lo es. Si esperan encontrar un detallado relato de los últimos instantes de la escritora de Orlando van desencaminados y pueden llevarse una decepción. La protagonista del volumen no es su idolatrada heroína, que si bien es parte fundamental del guión no lo centra porque su marido tuvo una existencia con brillo propio en múltiples facetas.
Por ello es una lástimas que nos debamos conformar con un solo tomo de sus memorias, concretamente el último, donde con 88 años el narrador recapitula con envidiable lucidez mientras nos deleita con una prosa elegante y sobre todo inteligente que alterna la confesión meditada con profundas reflexiones sobre su época.


Es en ese aspecto donde el libro teje su hilo, fluida madeja que se lee con fluidez, casi como si el autor conversara con nosotros sentado en la mesa de un café londinense, departiendo con naturalidad y la capacidad de virar el ritmo de la charla mediante un suspiro. El método nos transporta entre disquisiciones sobre la esfera pública y retales de privacidad, y en ambos casos el compromiso es la divisa predominante. Compromiso en el período previo a la Segunda Guerra Mundial, donde ya advirtió la amenaza nazi y la pasividad británica. Compromiso con su mujer, vínculo que hilvana las circunstancias y absorbe comprensibles atenciones derivadas de la enfermedad mental y la obsesión de un cerebro entregado a la literatura.


La crónica del lento y progresivo apagón de Virginia constituye un fragmento documental de suma relevancia donde el llanto es sereno, y ese aire es el que recorre toda la obra, que sin embargo cuando se adentra en los vericuetos de la Historia y los junta con la cotidianidad se alcanzan magníficas cotas poéticas. Un buen ejemplo sería el pasaje en que se describe la aparición de la guerra. Woolf sabe de lógica aplastante. El conflicto incendió la Europa continental desde septiembre de 1939, pero las ilas mantuvieron la calma hasta que Hitler decidió invadir Francia y el Benelux. Inglaterra era la siguiente en el tablero hasta que durara el pacto germano-soviético. Urgía cerrar la partida en el este. De repente, llegaron los stukas. Y así irrumpió la contienda en la Pérfida Albión, con el sonido de aeroplanos y su cálculo para desatar una orgía selectiva de bombas. Del silencio a la pesadilla. De la lentitud rural al ingreso del infierno en el paraíso.

El íncubo de Leonard exigía cuidados y las incursiones aéreas generaron paranoia en su comunidad, lo que añadió malestar a una situación harto complicada. Virginia se debatía entre la angustia de un vendaval novelístico en sus neuronas y la asunción de una inevitabilidad mortal sellada en el río Ouse. A lo largo de esos meses las explosiones se perpetúan en casas, negocios y corazones. Y el desastre duele, mueve las fichas y clama seguir adelante, mirando atrás para mejorar el presente.

Y el futuro siguió sonriéndole. Insisto. El adiós de su esposa no frena la heroica trayectoria multidisciplinar del ilustre viudo, incansable hasta su última hora. Hasta 1969 mantuvo un perfil público que le valió el experimento de una entrevista para la BBC que duró 24 horas. No de golpe, sino en bocanadas de ocho, como si en cada sección se abordase una minúscula porción de su frenética labor que incluyó mil desplazamientos para ir de un lugar a otro, de las comisiones parlamentarias a Hogarth Press, de la editorial al encuentro de sus amistades, tan distinguidas en lo intelectual que son un pasaporte para comprender el porqué de tanta sabiduría en Leonard Woolf, tanta y variada en un viaje donde nunca quiso que el tren parara en la misma estación.

jueves, 12 de enero de 2012

Trifulca a la vista de Nancy Mitford en Revista de Letras




Recuperar clásicos con inteligencia: “Trifulca a la vista”, de Nancy Mitford
Por Jordi Corominas i Julián | Portada | 9.01.12



Trifulca a la vista. Nancy Mitford
Introducción de Charlotte Mosley
Traducción de Patricia Antón
Libros del Asteroide (Barcelona, 2011)




Una de las críticas más lógicas y consistentes en relación al boom de las editoriales independientes es que priorizan una labor arqueológica consistente en rescatar clásicos olvidados y olvidan la promoción de autores nacionales que claman por una oportunidad en un desierto muy poblado. Sin embargo, cuando un sello publica obras que trascienden un mero valor textual y advierten de problemáticas históricas la cosa cambia y la recuperación adquiere pleno sentido.

Es el caso de Trifulca a la vista de Nancy Mittford, editada por Libros del Asteroide. La historia del volumen esconde conflictos familiares y uno de los episodios políticos más ignorados del camino europeo hacia la barbarie de los años treinta, tan peligrosos e idóneos para advertir de peligros que todos corremos hoy en día si la crisis toma derroteros poco deseables desde el radicalismo.

Reza el tópico que Inglaterra es un oasis democrático imposible de hundir, una mina de oro que encarna válidos valores inquebrantables. Pese a ello, un pequeño grupúsculo de la otrora Pérfida Albión sucumbió a los encantos de Adolf Hitler y su pomposo Tercer Reich. Oswald Mosley fundó la Unión Británica de Fascistas en 1932. Por suerte, el parlamento prohibió todo acto paramilitar en 1937 y los cincuenta mil afiliados del movimiento devinieron marginados en una escena que ya se preparaba para la llamada de las armas.

¿Cómo afecta todo esto a la intrahistoria de Trifulca a la vista? Dos de sus hermanas visitaron Núremberg, asistieron a una concentración nazi y se unieron a la causa. Diana, casada con un Guinness, se divorció de su marido para esposar al líder fascista. Unity, en perpetua contradicción entre su nacionalidad y su ideología, se mudó a Múnich en 1934 para aprender alemán, e intentó suicidarse en 1939, falleciendo en 1948. Ambas hermanas tuvieron un papel decisivo en la postura de Nancy de no reeditar su novela tras la Segunda Guerra Mundial, lo que conllevó que un libro publicado en 1935 sólo viera la luz durante siete décadas en una edición norteamericana de bolsillo de 1976.

La opción fue personal. Si quieren saber más les recomiendo la lectura de la introducción de Charlotte Mosley, clara y precisa en todos sus elementos y explicaciones. Yendo a la novela cabe decir que quien conozca un poco la constante trayectoria de Nancy Mitford no se sorprenderá en exceso con esta wodehousiana comedia de enredos ambientada en la campiña británica en la que confluyen delirios, compromisos, juegos de identidades, provincianismo, engaños y la típica serie de ingredientes de este tipo de composiciones.



Noel Foster es un joven que recibe un golpe inesperado de la diosa fortuna en forma de herencia. Los centenares de esterlinas merecen la oportunidad de un matrimonio que incremente su patrimonio por lo que contacta con su viejo amigo Jasper Aspect, un crápula de la mejor calaña, para pedir consejo, lo que conllevará un viaje al pueblo de Chalford, donde reside Eugenia Malmains, una adolescente que confunde su noble ascendente con el órdago de montar una revolución con tufo nacionalsocialista con sus escasos camisas tricolores, causa a la que se unirán los diversos personajes de la trama por inercia y abulia, como si los dones del villorrio se limitaran a esas diversiones que en realidad se expanden hacia otros senderos. En la posada hay dos chicas de buena familia con las que tontear, y cuando avance la narración aparecerá la belleza local, que casualmente es amiga del grupo vanguardista del lugar, desternillante parodia de Bloombsury que la autora usa indirectamente para reivindicar una literatura de entretenimiento que aúne calidad y risas por doquier.

Noel y Jasper lucharán por captar la atención de Eugenia, pero en su camino se cruzarán piedrecitas que desviarán su atención y proporcionarán los sobresaltos característicos de este tipo de narración, donde el orden de los factores sí altera el producto, pues la velocidad de las metamorfosis y lo inesperado de las mismas propiciará desconcierto a raudales. Las diferentes partes del conjunto irán hilvanándose hasta crear un tablero de relaciones donde los equívocos, las trampas y el secretismo conduzcan a intimidades, promesas e intenciones que estallarán y confluirán en el gran evento, una obra de teatro en el jardín de la mansión que Eugenia intentará aprovechar para ganar adeptos para su alienado sueño, insignificante para Noel, Jasper, Lady Marjorie, Poppy, Wilkins y la señorita Lace, absolutamente entregados a otros quehaceres más románticos o cínicos, todo depende del cristal con que se miren sus procederes.

Entre todos los roles que transitan por Trifulca a la vista cabe destacar la magnífica coherencia de Jasper Aspect. Donde empino el codo, allí me acomodo es su lema, y lo lleva hasta las últimas consecuencias. Su ilustre linaje desentona con su cochambrosa pobreza, no así con su clase y elegancia para pegar sablazos, embaucar y llevar la voz cantante en las múltiples conspiraciones que empapan el aire de Chalford. Su prestación es maravillosa y contrasta con la ingenuidad rural de Eugenia Malmains, obviamente inspirada en los ideales de las hermanas de la autora y por lo tanto ridiculizada hasta los topes para criticar su devota afición a banderas y totalitarismos. Dicen que con humor las cosas entran mejor. También suelen hacer más daño. La seriedad abruma y aburre, máxime cuando se insertan en el texto nociones ideológicas. Nancy Mitford lo sabía y no renunció a su inconfundible estilo. El resultado es notable, pero tuvo un amargo desenlace por el rumbo de los acontecimientos y las implicaciones familiares que contenía su manuscrito que en 2012 mantiene su vigencia desde la denuncia formulada con inteligencia y la diversión de todas y cada una de sus palabras.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Un inconveniente de Mary Cholmondeley en Revista de Letras


Dulces derrotas de independencia: “Un inconveniente”, de Mary Cholmondeley
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 12.12.11

Un inconveniente. Mary Cholmondeley
Traducción de Israel Centeno
Postfacio de Marta Sanz
Periférica (Cáceres, 2011)


La escena inaugural de Un inconveniente podría darse en cualquier lugar del planeta en cualquier época de la Historia, pero la forma de narrarla y los elementos que con tino sitúa la narradora hacen que el marco sea típicamente victoriano. El mérito es de Mary Cholmondeley, quien pese a tener un apellido más bien complicado destacaba en su escritura justo por lo contrario. Su capacidad de síntesis y la virtud de elegir con esmero todas y cada una de las palabras de sus textos caracterizaron una trayectoria que tuvo su verdadera encrucijada en el libro que ahora edita en España Periférica. La versión ideal del mismo debería incluir las cinco versiones que a lo largo de su existencia elaboró su autora, feminista convencida que con esta nouvelle quiso en cierto sentido trazar un cuadro de precisión sobre las desventuras de dos polos opuestos unidos por la pieza central del lienzo.

Y esta se intuye desde la escena inaugural. Volvamos a ella. Silencio. Reflexión. Una mujer sentada en su tocador mira hacia fuera, hacia la inmensidad de un parque y sus posibilidades. Su presencia en el interior la protege del bullicio, al que, sin embargo, está condenada porque así lo exigen los cánones sociales. De nada sirve tener treinta años. Mary Carden sabe que su juventud se marchita y tiene la obligación de intentar abandonar su soltería para ingresar en el fabuloso mundo del cortejo, ritual al que accede con las cartas marcadas de inexperiencia y una personalidad desfavorable, ajena a las modas y condicionada por un conservadurismo que quizá, de manera inconsciente, esconda el molde de la libertad.

Pero existe un soldado. Se llama Jos, ha vuelto de la campaña egipcia y tras mucho dimes y diretes, súplicas del chico incluidas, parece que las campanas de boda se preparan en el horizonte. ¿Seguro? No. De repente la ecuación, plácida y previsible, se rompe con la irrupción de Elsa Grey, una adolescente de diecisiete primaveras repletas de belleza que desata rumores a su paso por su estirpe, mancillada por un escándalo.

¡

Ya tenemos los ingredientes del tablero. Las ilusiones perdidas por un enlace frustrado pueden desencadenar ira y estallidos de cólera incontrolada. Si buscan emociones fuertes con pasión desenfrenada y luchas de egos busquen en otro lugar. Aquí todo es más sutil. Cholmondeley usa la trama para ahondar en el retrato de una época y un estado, el de las mujeres enfrentadas por misteriosas fuerzas que se repiten generación tras generación. Mary es tranquila y actúa con cautela, con impecable sumisión. Si Jos le pide que cuide de la prometida procurará hacerlo, y la vida seguirá con sus visitas de cortesía, las fiestas en barcos y sus vaivenes cotidianos, que siempre pueden deparar inesperadas sorpresas, golpes de efecto que hagan del relato una experiencia donde emerge en su esplendor la doble moral y la necesidad de acatar el orden pese a su evidente imperfección.

El triángulo amoroso es un clásico de clásicos. Si tomáramos su pastilla con el método tradicional ya sabríamos el resultado. En Un inconveniente constituye la excusa para tender, con sutileza que surca las entrelíneas del texto, una red que captura lo psicológico de los personajes. Mary contrasta con Elsa, sin duda. Ambas desean lo mismo y se ven sometidas a la extraordinaria presión de leyes no escritas asumidas por la gente de su clase social. Son víctimas con cadenas que difieren en peso y gravedad. En este contexto la perdedora, la resignada derrotada de un combate indoloro, tiene en su mano el hilo al controlar su destino y observar el presente, mientras que la triunfal y desdeñada Elsa corre riesgos visibles en detalles, minucias significantes que no contaremos porque arruinaríamos parte de la magia de un breve volumen coronado por el postfacio de Marta Sanz, válido para consolidar ideas que suscite la lectura y sumergirse más de lleno en la narrativa de Cholmondeley, quien nunca se casó. Las biografías desvelan pistas y allanan el camino de la interpretación.

Un inconveniente se enmarca en una búsqueda propia de principios de siglo XX consistente en preguntarse mediante la literatura por los entresijos de la mente femenina. Stefan Zweig con Veinticuatro horas en la vida de una mujer y Arthur Schnitzler con La señorita Else diseccionaron el asunto desde las coordenadas propias de lo austrohúngaro, con una histeria y un dramatismo que la flema británica de Cholmondeley apacigua porque su interés radica en la observación del fenómeno. Seguimos el desenlace con los ojos de Mary, cargados de serena agudeza, pupilas que de vivienda en vivienda, de party en party levantan un grito mudo contra lo imperante y suplican con elegancia derrumbar el muro que hacía del mal llamado sexo débil un ornamento que en sus entrañas debía emanar sentimentalismo, ceguera de novela rosa y ajuares para sacrificar en el altar la independencia que a la que legítimamente debe aspirar todo ser humano.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Los viejos demonios de Kingsley Amis en Revista de Letras


Una lenta y cruel agonía: “Los viejos demonios”, de Kingsley Amis

Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 15.09.11
Los viejos demonios. Kingsley Amis
Traducción de César Armando Gómez
Lumen (Barcelona, 2011)


Conocer al padre antes que al hijo es una sensación extraña, pero en literatura todo es posible. El retoño responde al nombre de Martin y al apellido Amis. Es un gran y polémico escritor que en los últimos años aparece en la mayoría de manuscritos de jóvenes autores españoles. Ya ven, genera coña y sirve tanto para un roto como para un descosido, con el añadido de ser uno de los narradores británicos más solventes, con obras del calibre de Experiencia, donde precisamente expone sin pelos en la lengua su relación con su progenitor, Sir Kingsley Amis, quien a lo largo de su vida sembró admiración y odio a partes iguales.

Con Los viejos demonios cerró un círculo y recibió un inesperado premio Booker. Corría 1986 y el descaro de Martin había eclipsado la exuberancia de Kingsley. La novela que nos concierne huele en todo momento a crepúsculo aceptado de inevitable inercia. El escenario elegido es una metáfora del cementerio de elefantes. Gales en los años ochenta del siglo pasado empezaba a parecerse a cualquier lugar del mundo, si bien sus viejos habitantes defendían a capa y espada las tradiciones del lugar mediante la creencia de vivir en una remota Arcadia sostenible regada con abundantes dosis de whisky y nostalgia por un tiempo irrecuperable.

La excusa para esta trama polifónica se centra en el regreso del hijo pródigo. Alun Weaver vuelve a su tierra natal y espera ser recibido entre agasajos por sus compatriotas. Durante años ha trabajado muy duro para que el resto del Reino Unido valore en su justa medida las maravillas galesas, de las que dice saber mucho. En realidad el bueno de Alun es un farsante de tomo y lomo que se ha creído demasiado su papel. Adquirió su conocimiento mediante una profunda indigestión libresca, pero eso sólo lo saben sus amigos de siempre, que le acogen con desconfianza y un ligero poso de envidia que los acontecimientos harán derivar en odio. Malcolm, Peter, Charlie y compañía no se han movido del nido, quedan para emborracharse en un pub y penan sus existencias con prístina conciencia de finiquito. Los sueños han quedado atrás y la muerte atiende al final del camino. No hay más. O quizá sí, un cóctel decadente de desilusión sentimental propicia para generar enredos de primera categoría. En ellos cobrará mucho protagonismo Rhiannon. La antigua musa universitaria retoma la senda del origen junto a su pedante esposo, por quien profesa un afecto que oscila entre el desdén por su obra y la calma de la repetición de lo compartido en Londres, donde eran medianías que al abandonar la capital piensan adquirir otro rango. De trepadores a próceres, de pedigüeños a insignes personalidades ignoradas porque la cotidianidad se impone y los descendientes del Rey Arturo están más preocupados por su rutina que por la pompa de un fracasado con ínfulas, mentalidad que condiciona el argumento, más centrado en lo privado que en el escarnio colectivo al antihéroe.



La estructura de Los viejos demonios, no es tan fiero el león como lo pintan, se basa en una serie de interiores, casas de muñecas seniles que poco a poco desgranan la personalidad de los protagonistas. Para incrementar lo diáfano de la propuesta los capítulos trazan una clara división que introduce a todos y cada uno de los personajes de manera individual hasta que unen sus destinos con la aparición de Alun y Rhiannon. Y entonces se desata la locura controlada. Todos quieren reverdecer viejos laureles y enterrar la monotonía en el desván del recuerdo, lo que es francamente problemático si se tiene en cuenta que su presente es un frágil núcleo que topa con el muro que imposibilita cualquier tipo de avance. Las hazañas son una quimera, y ni siquiera queda un resquicio de luz. Los mecanismos que adquirimos son una losa que la vejez exacerba. El único consuelo radica en intentar desafiar lo establecido entre huesos gastados, cerebros embotados por el alcohol y aparatos reproductores que sin erecciones se contentan con abrazos y manos entrelazadas que activan sinapsis con lo que pudo ser y no fue.

Y aquí llega el instante en que ustedes se preguntan cómo pude soportar tanto bajón a lo largo de cuatrocientas páginas. Durante varios tramos medité que la obra probablemente es una autobiografía del estado mental de Kingsley Amis en el otoño de su singladura, aunque también podríamos lanzar la hipótesis que la unión de todos los caracteres resume los sinsabores de la tercera edad en los últimos estertores de Inglaterra en la Guerra Fría. Los que fueron jóvenes en la década de los treinta y escuchaban vinilos americanos han quedado postergados porque la aguja se ha disparado hacia otra dirección que ya no les corresponde y aconseja retirada, no para enarbolar banderas victoriosas, sino por sentido común y una decencia que raramente se contempla, pues cuesta demasiado aceptar la derrota de la transición entre lo establecido y lo que ya está sucediendo.

Por otra parte las situaciones- resumidas en un vaivén de seducciones, cogorzas e inconsecuencia- destilan un árido humorismo que no satisfará a cualquier paladar. No, no se trata de contentar a los más exigentes, pero sí es cierto que el primer Amis creó un libro muy duro y crítico consigo mismo y su generación, una novela que rezuma impotencia y ajusta cuentas con insólita y sobria severidad.

viernes, 29 de julio de 2011

La excursión de Beryl Bainbridge en Revista de Letras



La soledad, la risa y la muerte: “La excursión”, de Beryl Bainbridge
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 25.07.11


La excursión. Beryl Bainbridge
Traducción de Julia Cabezas Ortiz
Ático de los Libros (Barcelona, 2011)


Cuando abro un libro de Beryl Bainbridge siempre visualizo la misma imagen. Una calle periférica inglesa con sus casas de ladrillo, un cielo gris y un silencio que hiela por la silenciosa tragedia de la normalidad y sus entresijos en la encrucijada, en este caso, del primer lustro de los setenta, cuando se desvaneció la alegría y lo plúmbeo volvió a instalarse en el ambiente hasta que el punk, producto surgido indudablemente de ese interludio, apareció para agitar conciencias.

En 2011 parece que la clase obrera sea un término prohibido. Nos instalamos en el falso bienestar del crédito y creímos a pies juntillas en un paraíso capitalista donde la pirámide social sería una quimera de antaño. Los tiempos, hay que decirlo, sí han cambiado, pero más en lo tecnológico que en determinadas realidades cotidianas. La fábrica ha desaparecido y con ella un submundo que propiciaba ingentes cantidades de creación, que en el caso que nos concierne sirve a la perfección para ilustrar la mediocridad de vidas donde las mayores ilusiones se cifran en pequeños detalles que miran al futuro con el miedo de lo imposible.

Freda y Brenda, Brenda y Freda, un poco a lo tanto monta monta tanto Isabel como Fernando. Freda es presuntuosa y cree poseer el don de la razón universal. Su sabiduría de mercadillo oculta muchas carencias, una profunda frustración y la inocencia de quien aún confía en una luz al final del túnel. Brenda es otro cantar. La pobre ha asumido perfectamente lo monótono de su sinfonía y ha adquirido un pragmatismo muy útil para evitar que las heridas de la ruta se agranden. Las dos viven en un cuchitril londinense que podría ubicarse en cualquier localidad del Reino Unido. Duermen en la misma habitación, discuten por cualquier bobada y se aguantan por una especie de destino de hermanamiento que quiere superar el tedio de la repetición programada. Su existencia se centra en la fábrica del señor Paganotti. La inclusión de elementos italianos en la narración da la nota humorística justa a partir de la exageración del tópico. Todos los transalpinos que comparten labores con las protagonistas son machistas, salidos, presumidos y vulgares pese a su intento por tener un toque especial de distinción. Vittorio es el amor deseado por la oronda Freda, Rossi el manoseador oficial de Brenda y el resto divertidos cuerpos cercanos que se mueven al unísono por solidaridad y la conciencia de pertenecer a un extraño universo donde la esquizofrenia lingüística y la inercia se funden a partes iguales.

También, la escritora de Liverpool era experta en cuadrar magníficas dramatis personae, tenemos a Patrick, un irlandés manitas y algo torpe en las relaciones personales que aspira a endulzar la vida de Brenda, bien amarga entre la madre de su ex Stanley y la insoportable carga de una rutina sin privacidad ni sueños dignos de ser mencionados.



Quizá por eso la idea de organizar una excursión constituye una oportunidad única para albergar tímidas esperanzas de un mañana mejor donde las piezas sueltas encajen fuera de lo urbano. En ocasiones los focos no sólo son televisivos. Huir de lo habitual es la excusa perfecta para estrechar lazos e ilusionarse con vías de escape que por la elección del enclave, Windsor y su aroma regio, se asemejan más a una metáfora burlona de miseria y continuidad, como si esa jornada especial fuera sólo un miraje incapaz de disipar la pesadilla. Poco importa la visita al castillo y la impaciencia por la unión del grupo. Hay peleas y desencuentros, fugacidades y desapariciones, gritos y expectativas. Los hombres, superada la supuesta desilusión por no viajar en una flamante furgoneta, juegan a fútbol y destrozan su indumentaria a base de balonazos con los barriles repletos de vino atendiendo su turno para embriagar la tarde campestre. Llegan los jinetes y el surrealismo concede un respiro de risa. El humor negro de la autora es canela fina de la mejor calidad. No necesita del efecto porque está basado en situaciones ordinarias a las que dota de hilaridad sacándoles punta sin llegar nunca a lo grotesco, sabiendo además cuando incorporarlas al texto para que resultan más eficaces y sorprendentes para el lector, que tras esa cándida capa detecta un punto extra que provoca carcajadas a mansalva.

Sin embargo, el punto de ruptura acaecerá desde lo anómalo. Ahora se estila poco esto de salir a dar un paseo extramuros, por lo que no contemplamos la posibilidad de toparnos con un cadáver y tener que llevarlo de regreso a la capital para que no corra la sangre y nadie salga perjudicado por lo infausto de la efeméride. La muerte nunca sienta bien, y menos si quieres completar el ciclo horario de reposo entre animales salvajes, falsas borracheras, pajes reales, coches a rebosar y un crimen misterioso, tan inexplicable que casi no importa saber quien lo cometió, porque al fin y al cabo Bainbridge privilegia la idea comunitaria, de unión ante la debacle para seguir caminando pase lo que pase.

Leer La excursión treinta siete años después de su publicación en Gran Bretaña produce varias reflexiones entre la nostalgia de lo desaparecido y la actualidad de obras que algunas editoriales independientes de nuestro país editan con muy buen tino. El adiós del mundo de la fábrica significó la despedida de una forma prototípica del siglo XX. Las huelgas del thatcherismo y lo neoliberal son su vertiente política, pero en lo humano esos lugares que ahora huelen a ruina arqueológica de la modernidad tenían la virtud de aunar a seres desarraigados que buscaban una nueva familia y un núcleo donde construir su universo en compañía. Ah, look at all the lonely people, tema favorito de una autora que manejaba con destreza los tejemanejes sentimentales mezclándolos con amenazas, temores y miedos imprevistos, como ya descubrimos en la espléndida La cena de los infieles. Hoy en día el libro que acabamos de comentar mantiene su vigencia por su corrosiva prosa que ensalza a la gente, clama a gritos la reivindicación del hombre común y se toma muy en serio anécdotas que van más allá de la trama porque reflejan a la perfección el contexto en que se enmarcan.

domingo, 27 de febrero de 2011

J.R. Ackerley, hilarante frialdad de lo cotidiano en Panfleto Calidoscopio




J.R. Ackerley: Hilarante frialdad de lo cotidiano

Por Jordi Corominas i Julian


Para la mayoría ya es suficientemente arduo llenar la propia vida como para preocuparse de los que nos precedieron. Por eso la tradición oral familiar suele ser un rosario de anécdotas que normalmente todos conocen a la perfección y repiten con pequeñas variantes. Nos fiamos de los seres cercanos y aceptamos su versión de la batallita sin rechistar, riéndonos de lo pretérito, asumiéndolo con la naturalidad que en su interior contiene ganas de saber que en escasas ocasiones van más allá de lo narrado. Mi abuela me contaba sus efemérides de la Guerra Civil y me atrapaba durante horas. La perdí durante la adolescencia, justo cuando la mente puede empezar a indagar con más precisión analítica, y ahora lamento no haberle preguntado más cosas, si bien mi interés es puramente sentimental, porque no creo que la enjundia de mis apellidos se limite al maldito árbol genealógico. Otra posibilidad para querer investigar es la sospecha de una existencia paralela que nos ha sido ocultada para preservar la paz del hogar y no alterar bienestares forjados a través de los años.

Hace escasamente una semana que conozco la obra de J.R. Ackerley, un personaje excepcional. Nació a finales del siglo XIX, combatió en la Primera Guerra Mundial, fue profesor de un Marajá, trabajó durante tres decenios en la BBC y hasta tuvo tiempo de ser un influyente editor que escribía cuando sus correrías amorosas se lo permitían. Abrí Mi padre y yo esperando hallar un retrato victoriano de un hombre de negocios y sus páginas me regalaron una autobiografía detectivesca donde las pesquisas para dar con la verdadera identidad de Roger Ackerley llevan a una vía paralela que incluye los hechos vitales más remarcables de su hijo, quien con buen tino advierte desde el principio de su desorden cronológico al hilvanar las piezas desde una estructura que, de este modo, adquiere cierto tono novelístico. Las pesquisas se centran en el rey de la banana, progenitor de fin de semana que al morir desbarató el supuesto orden al dejar constancia de su convivencia con una segunda familia que escondió durante toda su vida para no perturbar, entre otros elementos, a su mujer.

El descubrimiento es brutal y conduce al autor a replantearse la imagen que tenía de su padre, aquel hombre con torso poderoso y aspecto de estadista que se dedicaba con devoción a su empresa. Antes del shock volaban algunos datos, insuficientes para trazar un cuadro completo. Roger Ackerley nació en el Merseyside en 1863. Era de origen humilde; con veinte años progresó socialmente al relacionarse con dos acaudalados mecenas que le catapultaron del ejercito al ocio y del ocio a un breve primer matrimonio que terminó prematuramente en 1892 al perecer Louise Burckhardt de tuberculosis. Sin embargo se recuperó pronto, prometiéndose poco después con la madre del narrador, otra actriz seducida por su porte y atrevimiento.




Ackerley hijo nació en 1896. Sus padres no se casaron hasta 1919. Mientras tanto la monotonía de ésas cuatro paredes se describe con absoluta normalidad mediante una prosa apasionada y fría, muy rigurosa en su especificidad británica. Esa combinación logra generar un humor que no avisa, que parte de la reflexión y la cierra con una carcajada capaz de alargarse indefinidamente porque el narrador posee la destreza de captar el absurdo de la realidad hasta despojarla de sus ropajes más trascendentes sin olvidar el pudor que requiere sumergirse en la recuperación de lo vivido. Su infancia en el internado con la revelación homosexual por aburrimiento es el testimonio impagable de cómo los tocamientos nocturnos entre machos fueron casi una tradición de las escuelas del viejo Mundo. El autor quedó marcado por la experiencia y desde entonces entabló, divirtiéndose una barbaridad, una dura batalla para dar con su amigo ideal, frecuentando tugurios de mala muerte en los que adoptó la legendaria promiscuidad de su padre, coracero en su juventud como muchos soldados con los que su hijo retozó más que alegremente. Dios salve a la Reina.

Quizá su hermano mayor pudo haber sido un digno ejemplo de la perfección masculina que tanto anhelaba. Las partes del manuscrito dedicadas a su penar compartido en las trincheras francesas de la Primera Guerra Mundial hielan la sangre porque enfocan la pesadilla de las trincheras con una aplastante sinceridad, testimonio que desvela el miedo resignado en combate de un generación entregada a la muerte por sus gobernantes con el cinismo habitual y el agravante de ser el conflicto un pulso estratégico de honda agonía entre lentitud, desgaste y torpeza de los mandamases militares. El barro, la arena y el polvo aportan una dolorosa dosis extra a ése 7 de agosto de 1918, escasos meses antes de concluir las hostilidades, en que Peter y Joe se despiden porque el mayor, inferior en rango, debe salir a la superficie y entregar su cuerpo a la patria, abnegado y sumiso a la bandera, honor y defensa donde nuevamente aparece la ridiculización de la rigidez inglesa, asumida y aceptada pese a lo mecánico de su estilo, amalgama de normas que estallarían en mil pedazos en 1968, año en que desapareció la censura y se publicó el valioso volumen de Ackerley, príncipe de una ironía muy seria que también aplica cuando vuelve el curso hacia el río paterno.

¿Qué fue del magnate platanero?


Nunca compró un automóvil. Tuvo una vejez a priori clásica, con achaques, asunciones sosegadas de las rarezas de un hijo díscolo y frecuentes encontronazos con su médico, hilarante galeno no tanto por sus recetas sino porque cada una de sus consultas deviene un número humorístico, toma y dacha dialogal finiquitado con el óbito del patriarca en octubre de 1929, destapando una inconmensurable caja de los truenos que En mi padre y yo no retumba por sensacionalismo. El impacto colosal de la doble vida de Roger Ackerley rezuma su aroma a lo largo de la obra con equilibrio porque el autor la toma como excusa para retroceder más atrás, atar cabos y entrelazar sus peripecias con las paternas una vez sus averiguaciones, gestadas laboriosamente sin prisa pero sin pausa, le guían hasta la fase fundacional de la prosperidad, túnel jeroglífico con signos extraviados. El futuro rey de la banana pisó Londres en 1879. A sus dieciséis primaveras no tenía ningún contacto en la ciudad: cuando los hizo fueron de categoría. Su primer mentor fue Fitzroy Paley Ashmore, de profesión abogado. Era amigo de Mister Darling, miembro del tribunal supremo, estaba casado y tenía cuatro retoños. Preparó y educó al bisoño recluta, dejándole 500 libras en su testamento que cobró al cumplir su mayoría de edad, continuando el pulimento de la perla James Francis de Gallatin, Conde del Sacro Imperio Romano y soltero propietario de dos residencias. ¿Por qué se encapricharon con el padre del narrador?¿Por qué volcaron sus esfuerzos en darle un estatus de ensueño casi sin pegar golpe?

La respuesta, o la intuición de la misma, surge en uno de esos caprichosos avatares del destino que en J.R. Ackerley suelen ser terremotos de gran magnitud enmarcados en la cotidianidad vecinal, apartados en un ángulo ciego hasta que alguien les presta suficiente atención y propician cataclismos privados. La existencia es una carrera para ocupar los huecos que el tiempo nos concede, y el polifacético intelectual británico sació la más urgente, su obsesión con el utópico amigo ideal, en 1946, año bisagra. Su madre falleció y Fred Doyle, uno de sus amantes ocasiones, ingresó en prisión al ser declarado culpable de hurto. El autor de Vales tu peso en oro, aceptó cuidar de un pastor alsaciano de 18 meses. La bautizó Queenie y fue su compañera durante casi tres lustros. En 1956, fascinado por el can, publicó Mi perra tulip, declaración de amor que exhibe la asombrosa inteligencia narrativa de Ackerley, pues nada hace preveer que la crónica pormenorizada de las jornadas de un chucho sea un plato muy apetecible, y sin embargo lo es. Desde que leí sus primeras páginas mi actitud callejera con el mejor amigo del hombre ha dado un giro de ciento ochenta grados. El británico alcanza épica en lo ordinario que desfila entre paseos, veterinarios, citas a ciegas en pos de la fecundación canina, nervios a flor de piel, multas londinenses y defecaciones. El segundo capítulo del libro, Líquidos y sólidos, versa sobre orines y excrementos más contundentes y es una delicia en todos los sentidos, bien sea por humor, bien por la sutil filosofía que emana en cada una de sus palabras, desde la estrepitosa introducción: “En el diario del general Bertrand, el gran mariscal de Napoleón en Santa Helena se lee la entrada: 1821, 12 de abril: A las diez y media el Emperador hizo una deposición generosa y bien formada. No estoy muy interesado en las deposiciones de Napoleón, pero, no obstante, siento simpatía por el general Bertrand, ya que Tulip me causa una inquietud similar” hasta las anécdotas relativas al acierto en la ubicación del lugar para perpetrar zurullos. Reímos con el cementerio pornográfico, cadáveres versus coitos, y nos carcajeamos con las trifulcas de la ofendida verdulera que ha visto manchado el exterior de su establecimiento por las aguas menores de Tulip, con nombre suavizado por exigencias editoriales, torbellino animal objeto de toda la atención de su amo, quien paso a paso aprende hábitos y costumbres de su mascota con diligencia, aplomo y una estimable preocupación con cénit en el celo. Queenie baila al son de Ackerley, atento y considerado en su afecto en la elección del mejor macho para su hembra, cachonda cada seis meses, revolucionada por una primavera que no es coser y cantar, porque para reproducirse estos mamíferos no sólo deben acoplarse y depositar la semilla. La meta del embarazo es una compleja operación que requiere sociabilidad, cohabitación entre los afectados y unas horas de máxima excitación alentadas visualmente por minúsculas gotitas de sangre. El cortejo sirve al escritor para delinear un mosaico humano que enseña cómo nuestro temperamento puede medirse a través de los nexos que establecemos con ciertos perros, siendo propietarios o transeúntes, cuidadores o turistas, Miss Canvey o una prima que ve rota su quietud cuando Tulip aterriza en su jardín para transcurrir su celo alejada del mundanal ruido urbano, y claro, arma un Belén constituido por canes al acecho que quieren fornicar y no tienen muchos miramientos a la hora de invadir un domicilio para fornicar a destajo con la sex symbol de la cola enroscada. Las hierbas desechas cubren el suelo y el olor invisible del sexo hace el resto.




Luego llega el embarazo y asistimos de la mano de tan peculiar dúo a la belleza de los prolegómenos del parto y la epifanía del nacimiento de los cachorros. La perra actúa consciente de lo venidero y se prepara para la culminación de su tarea. Pare, come las placentas de sus crías y las arropa hasta que la sobrepoblación del piso de Ackerley, quien no obstante respeta el prudencial mes de convivencia para nadie sufra, motiva venderlas o regalarlas a vecinos y obreros, amados y odiados por el poco sociable dueño de Tulip, genio camuflado, porque bastante tenía con vivir y no desperdiciar el momento, de la literatura inglesa con una pasmosa sensibilidad y capacidad de observación para reflejar en sus textos parcelas íntimas que con su prosa transitan en otra escala. Creo que el editor de The Listener, suplemento literario de la BBC, podría escribir de cualquier cosa, hasta de los ornitorrincos silvestres de Extremadura, y encandilar con su embrujo que rebasa géneros y luce soberbio en ésa poltrona que tanto nos gusta llamada literatura.

sábado, 5 de febrero de 2011

Las señoritas de escasos medios en Revista de Letras



Último acto de la inocencia: “Las señoritas de escasos medios”, de Muriel Spark
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 3.02.11

Las señoritas de escasos medios. Muriel Spark
Traducción de Gabriela Bustelo
Impedimenta (Madrid, 2011)


“La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad del cuerpo y la mente, una serenidad perfecta en cualquier entorno social.

Vestimenta elegante, limpieza inmaculada y modales perfectos contribuyen a lograr la seguridad en una misma”.

Estos consejos de un curso de compostura se repiten a lo largo de Las señoritas de escasos medios porque una de sus protagonistas los intenta seguir a rajatabla en un enternecedor mecanismo típico de una época y un momento. Y ello se anuncia desde la primera frase, como si Muriel Spark no quisiera concedernos respiro. Hace tiempo, en 1945, toda la gente buena, era pobre, salvo contadas excepciones. La honradez de los humildes se revestía de una ingenuidad que representan las chicas del club May of Teck de Kensignton Road, jóvenes que conviven en una residencia con normas, pero libre, reguladas por tres veteranas matriarcas, custodias del centro y su memoria, en la que se incluye la sospecha de una bomba sin explotar en el jardín.

Se acerca la conclusión de la Segunda Guerra Mundial en Europa. El ambiente es alegre e incierto. Leyendo el libro uno puede evocar ciertos largometrajes europeos de los años cincuenta por la mentalidad femenina imperante antes de la liberación sexual y el auge absoluto del consumismo. Las muchachas sueñan, flirtean con soldados o se encierran en burbujas de mentira, alienación y anhelo utópico. Entre ellas reina una camaradería apremiada por la necesidad. El racionamiento impone su ley y cualquier ayuda es bien recibida. Anne tiene un vestido de Schiaparelli que pasa de un cuerpo a otro en las grandes ocasiones. Ése trapito simboliza una unión que en absoluto excluye la independencia individual. Joanna es la hija de un pastor. No sale mucho y recita maravillosamente. Selina es guapa a rabiar, está en los huesos y es más bien díscola. Por su parte Jane, normal en un lugar donde hasta algunas se inventan romances con famosos, es regordeta y levanta misterio a su paso porque conoce a mucha gente del mundo de los libros. Trabaja en una editorial y se dedica, por insistencia de su jefe, a investigar a los autores que controla el sello.

Jane es el vínculo entre el pasado y el presente. Es columnista y descubre que un poeta anarquista, Nicholas Paddington, ha sido martirizado en Haití. La noticia activa la válvula del recuerdo hasta transportarnos a ése curioso establecimiento fundado durante la edad eduardiana, válido según sus propios estatutos para proporcionar seguridad económica y amparo social a las señoritas de escasos medios con una edad inferior a los treinta años, que se vean obligadas a residir lejos de sus familias por tener que desempeñar un trabajo en Londres.


Muriel Spark publicó el libro en 1963 y decidió contar con la trascendencia mnemotécnica de ciertas fechas claves para estructurar su relato. Las solteronas de provincia viven en la capital del Imperio británico con estupor y una alegría cargada de tópicos y temores que, vistos desde la distancia, hacen esbozar una sonrisa maligna por la velocidad del cambio en la última media centuria. La inocencia permanece porque el reloj aún no se ha acelerado y la existencia sigue su senda habitual entre esperanza, dietas para mantener la figura y la ilusión de un futuro mejor. Por lo demás, las distracciones no abundan y se limitan a diversiones pretelevisivas en la sala de juegos con la bella Joanna deleitando al respetable con los versos de El naufragio del Deutschland o la emoción de creer subir peldaños por asistir a eventos diferentes, exclusivos de la bohemia. Jane se lleva la palma en este aspecto. Es iconoclasta por inmiscuirse con tímida naturalidad en un universo masculino cargado de egos que se pavonean en lecturas y charlas que aprietan las tuercas de la acritud. Su labor vigilante, amenizada por la redacción de cartas a célebres literatos para ganar un sueldo extra, introduce en el relato al finado, Nicholas Paddington, ansioso por publicar su poemario sin saber que su nueva amistad será una guía hacia el fascinante microcosmos de las señoritas de escasos medios. El hombre que más tarde, como su creadora, se convertirá a la fe cristina asiste embelesado al desfile de las candorosas damiselas, encantadas de recibir la visita del apuesto bardo. Se sucederán amores, marujeos y una serie de efemérides donde es importante captar los detalles al ser la narradora una sutil bestia que va depositando pistas y guiños que cobran su verdadera dimensión cuando terminemos la lectura. Toda palabra tiene su miga, toda mención anecdótica es esencial en el rompecabezas que Anthony Burgess juzgó como una de las mejores novelas inglesas del siglo XX.




Ellas, recatadas y salvajes, circulan en una tierra abocada a la más brutal metamorfosis de las costumbres que enterraría lo pacato y daría a la otrora Pérfida Albión el rostro de la perpetua tendencia. Muchas veces olvidamos que de un período a otro suele mediar un interregno, pausa entre dos situaciones. En el Reino Unido el paréntesis duró escasos cuatro meses, de la victoria contra Hitler a la rendición de Japón. En medio, la jornada más decisiva acaeció el 27 de julio de 1945, cuando el partido laborista derrotó al conservador de Sir Winston Churchill. El triunfo de Clement Attle abría las puertas a un Estado remodelado que proporcionó Bienestar y dio un empuje diverso al país. Ese mismo día, con la radio encendida en forma de sonido que aúna lo banal y lo sublime, una sorpresa espera lejana de la azotea del club May of Teck, finiquitando para siempre la protegida puerilidad de las residentes, siempre en las nubes marcadas en las cartas de su era.

Muriel Spark tejió esta obra con un hilo muy fino, textura de precisión quirúrgica aliada con una admirable economía de medios narrativos que sintetiza sin quedarse corta al acertar con sus disecciones, desprovistas de pesados tramos descriptivos. Lo concreto da ritmo al texto, crónica con un deje de nostalgia que asume la irreparable defunción del ayer, superado, lo que no impide captarlo para la posteridad mediante una parcela que lo resume a la perfección desde una épica de las pequeñas cosas.

jueves, 21 de octubre de 2010

La cena de los infieles de Beryl Baindbridge en Revista de Letras



Los amantes de Teruel, tonto ella y tonto él: “La cena de los infieles”, de Beryl Bainbridge
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 18.10.10


La cena de los infieles. Beryl Bainbridge
Traducción de Julia Cabezas Ortiz
Ático de los Libros (Barcelona, 2010)


“Era sorprendente lo muy de moda que estaba ser infiel. A veces se preguntaba si tenía que ver con la desaparición de los sombreros. Se había perdido la costumbre de llevar bombines y sombreros de fieltro por la calle; luego a todo el mundo le había crecido el pelo, y después de eso, nada era sagrado”.



La biografía de Beryl Bainbridge en relación con su obra y la evolución de la sociedad inglesa supone un interesante caso de estudio. La escritora nació en Liverpool en 1934, y transcurrió su adolescencia en el Merseyside justo antes del boom que catapultó un puerto mísero y decadente en legendaria cuna del pop. En los cincuenta, tras ser expulsada del colegio por escribir versos obscenos, sus padres quisieron catapultarla al estrellato de la interpretación, apareciendo en un capítulo de la eterna, porque no se acababa nunca, Coronation Street.

Fracasó, la maltrataron, se casó, tuvo tres hijos y padeció los sesenta en una fábrica hasta que su talento para la narrativa explotó hasta convertirla en la dama macabra más querida por los británicos. Sus novelas tienen el fino rigor de la analista social sin pelos en la lengua que aderezaba con retazos del primer tramo de su existencia. Buena parte de su trayectoria se nutre de personajes del extrarradio, hombres normales con vidas insulsas que, de repente, se agitan por episodios inesperados, agridulces sueños de una noche de verano que realzan la mediocridad de lo anónimo.



La década de los setenta en Gran Bretaña fue la era del desencanto antes de la monstruosidad conservadora encarnada en Margaret Thatcher. Atrás quedaba la psicodelia, el amor libre y las proclamas hippies. Tocaba formar hogares y fundirse en lo grisáceo del entramado urbano, con sus anodinas historias de casa al trabajo para creer en la estéril ilusión de la felicidad al uso, cónyuges amantísimos y jardines que cuidar como símbolo de prosperidad. Siempre seremos niños. Siempre tendremos excusas que llevarnos a la boca para justificar un retraso horario. En la reciente literatura inglesa nadie ha ejemplificado tan bien lo que planteamos como Jonathan Coe en La lluvia antes de caer; sin embargo, su visión es retrospectiva, mientras que Bainbridge se centra en un episodio ambientado en su época para desarrollarlo y crear bombas de relojería que explotan continuamente, dejando al lector sin hálito, entre suspense y carcajadas. La cena de los infieles, ganadora del premio Whitbread en 1977, arranca con supuesta inocencia. Edward Freeman controla dinero, está casado con Helen y tiene una amante, Binny, a la que conoció en una fiesta. Surgió la pasión y desaparecieron las diferencias de clase. Podemos imaginar al contable en su vivienda apartada del mundanal ruido y a su concubina encerrada en una pocilga donde malvive con su triple camada, angustiada por la rebeldía de los pequeños, niños protopunk, y los quehaceres cotidianos. Su relación se salva por el sexo esporádico en un sofá y pequeños regalos de satisfacción que no crecen más por culpa del estricto horario de Edward, a las once en casa y sin rechistar, que sino la esposa se enfada y es peor. Un buen día deciden organizar una cena especial, pero son tan paletos que en vez de quedarse solitos montan toda la absurda parafernalia de invitar a unos teóricos amigos íntimos para dar sensación de no se sabe muy bien qué. Los Simpson, no piensen en Homer porque entonces Matt Groening ni siquiera los tenía en su cabeza, son los elegidos, una pareja que él trata por cuestiones laborales, dos cretinos cargados de hipocresía que se pavonean de lo que no son para sobrellevar mejor el fardo de la competencia entre iguales.




La jornada se desarrolla con normalidad. Binny acude al banco a ingresar un cheque y Edward discute con George Simpson sobre la velada mientras toman unas pintas y ponen a prueba su hombría con comentarios estupidos. La anfitriona deja que el reloj marque las horas, manda a sus críos a freír espárragos, los deposita en lugar seguro para que no molesten, se enfunda un vestido negro y atiende la llegada de los invitados. El panzón de su lover pica el timbre en la oscuridad de la periferia. Los vecinos no estropearán el ágape, hoy no. Sólo los invitados, con su escasa destreza, pueden lograrlo. Un coche penetra en la barriada. George ha olvidado la dirección, pero guiándose por luces e indicaciones aterriza en la humilde morada. Todos se observan, dialogan y alaban la habilidad de la cocinera hasta que se precipitan los acontecimientos. Alma, una amiga que Binny evitó durante el mediodía, irrumpe borracha como una cuba porque ha discutido con su marido. Adiós muy buenas. El abrigo de la señora Simpson se empapa de vómito. Bragas a la vista, un pudding desaparecido, nervios, dudas, flirteos y el nerviosismo de quien teme transgredir las normas de su normalidad, lo que sucede, y eso da al relato un sublime teatral, lo imprevisto cuando Muriel sale a la calla y ve volar por los aires un cochecito repleto de esterlinas. Eso de no hay quinto malo no sirve en la Pérfida Albion. La noche no trae consejo, sino secuestradores que acaban de atracar un banco y buscan refugio. Los setenta fueron la era del terrorismo urbano. Brigate rosse, Baader- Meinhof, IRA. Cuatro tortolitos y una beoda elucubrando. Muchas películas y escasa realidad, monotonía rota por la efeméride excepcional. ¿Torturas? ¿Crueldad? Hay pistolas y hambre, una tipa silenciosa con las costillas rotas y la intriga de un desenlace con policías custodiando la choza. No atiendan a heroicidades. Esto es realismo y edulcorarlo sería para meter la cabeza en el horno. Ya saben, hay etapas con muchos altibajos.

Hay que aplaudir el criterio editorial de Ático de los Libros, de nuevo acertadísimo al publicar a Beryl Bainbridge, quien en La cena de los infieles domina el tempo narrativo con inusual maestría, capturándonos con acertadas pausas, desternillante humor del matiz insertado en su ADN norteño y un escepticismo noble porque no cae en la trampa de rizar el rizo. Se cuenta una historia y se apuesta por ella hasta las últimas consecuencias, sin ningún tipo de contemplación, siempre con la vista fijada en el escenario y los andares de los personajes, tristes despojos que para ahuyentar su zozobra topan con su propia incomprensión y la propulsan hasta la estratosfera por inevitables vínculos, azarosas coincidencias que propician desbarajustes en el marasmo de la rutina que nunca debemos olvidar porque la superficie, tan desdeñada por los modernos, tiene el don de deparar un sinfín de cuentos que reclaman narrador.

domingo, 19 de septiembre de 2010

A toda vela de C.H.B Kitchin en Revista de Letra



Esquizofrenias en la agonía de lo victoriano: “A toda vela”, de C.H.B. Kitchin
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 14.09.10


A toda vela. C. H. B. Kitchin
Traducción de Laura Salas Rodríguez
Periférica (Cáceres, 2010)


“Se estaba volviendo demasiado normal, menos moderna, cada vez revelaba más la dama victoriana que era. Pero tenía momentos de insatisfacción cuando deseaba ser excelsa, implacable, siniestra, una verdadera vampiresa”.

(C.H.B. Kitchin, A toda vela)

Los cambios de ciclo suelen anunciarse por fechas simbólicas que sólo marcan un antes y después. Enterrar lo antiguo y abrazar lo nuevo no aviene de repente porque durante años, como seguramente ocurra con nuestra época, las viejas formas siguen arraigadas y resisten las arremetidas de las que piden ocupar su sitio. En Inglaterra la muerte de la Reina Victoria en 1901 clausuró una etapa y supuso una relativa liberación para la venidera, desprovista de una figura tutelar y por lo tanto limitada porque las metamorfosis paulatinamente introducidas en la sociedad no tenían un claro referente y se bifurcaban en varios caminos que alteraban los hábitos y costumbres impuestos por la tradición, reformas sin padre, modificaciones de progreso generacional. El problema es que mientras esto ocurre se produce un choque de trenes entre las personas que han aceptado la transformación y las que siguen con la cantinela de siempre por su incapacidad de aceptar evoluciones. En A toda vela, novela publicada en la legendaria Hogarth Press de Leonard y Virginia Wolf en 1924, esta situación reluce en la figura de su protagonista. Lydia Clame tiene treinta años y goza de su joven madurez, deleitándose con los pequeños placeres que ha ido aprendiendo con el tiempo. Escribe poesía, adora conversar y se siente cómoda en su apartamento que comparte con dos chicas en Beam Square, en las estribaciones de Tottenham Court Road. Londres le supone un estímulo que si agobia puede abandonarse por el campo, donde muchos conocidos suelen tener residencias en las que la frivolidad se instala en el ambiente con ingenuidad, té y más té, luchas de grado clasista y la sempiterna ironía del inglés enfrascado en un diálogo. Hagan juego, sean rápidos con sus respuestas y triunfarán. Todos se divierten y comentan jocosos las próximas propuestas de la temporada. La agenda es el dios de los burgueses, péndulo que agita su calendario y desestabiliza el de otros. El paso de jornadas y reuniones intuye dos encrucijadas en la vida de Lydia.

La primera es su precariedad económica. Es una heredera integrada en un círculo de lujo y oropel con el que no puede competir por escasez de fondos. La segunda obedece al corazón. Ella, la resistente, bandera del feminismo por su despreocupada actitud y casi ninguneo del matrimonio, conoce a su polo opuesto y, claro está, se enamora con los clásicos síntomas, posiblemente agravados por su excesivo consumo de literatura. Enferma, padece y atiende inquieta el momento de coincidir con Geoffrey Remington, a quien saca varios años. Qué importa la edad. Como tampoco tiene mayor trascendencia lo divergente de sus estilos ni la disparidad que sitúa sus cuentas corrientes en Boston y California. Cupido disparó con tino y nada puede hacerse ante sus flechas.El jugador de críquet muestra interés. Lydia se derrite y hasta osa plantearse si su modernidad no era simplemente la antesala de la normalidad, lo victoriano, casarse, procrear, educar y esperar al maridito al lado de la chimenea. Geoffrey acepta sus propuestas. Quedan a menudo y ella gana confianza para soltarse el pelo y hablar alto y claro, hastiada del cotilleo intensivo de sus allegados. Las vacaciones congelan el amor. El aficionado al casino parte para Suiza con otras amistades. Otras preocupaciones se perfilan en el horizonte de la poetisa que guarda sus versos en el cajón. Vivir y comerse el mundo por curiosidad salva el alma, no el bolsillo.



Un narrador sorprendente: Kitchin y el tratamiento de la psique femenina.

No se preocupen, estamos en la reentré y no desvelaré la resolución de la trama. Aturde pensar que hasta ahora, y ha pasado casi un siglo desde la primera edición de A toda vela, nadie en nuestro país hubiese reparado en C. H. B. Kitchin. Hombre poliédrico, alabado por T. S. Eliot y otros contemporáneos, su prosa es ágil y en el caso que nos concierne destaca por su tratamiento de la psique femenina hasta el punto de estructurar la novela en función del estado de ánimo de la protagonista, que del inicial trajín festivo languidece y se instala en una constante huida de soledad donde el malestar vence la partida porque la inseguridad aflora, los fantasmas son contundentes y el cauce del río depara cursos de gran caudal. Toda la agitación de la soltera se desvanece en la lucha entre dos mundos integrados en una sola persona. La noble chica que fuma y bebe alcohol queda derrotada, y lo curioso es expresarlo en sendas de bullicio absoluto y silencio letal. La pesada compañía de sus amigas de la primera fase era la vida en mayúsculas, la verdadera y sufrida independencia de una dama contenta y valiente al frenar las rémoras sociales que imponen determinadas conductas. Cuando cede el cielo se nubla y las invisibles cadenas ejercen su labor, desgastando desde su labor de desequilibrio abismal hacia el precipicio.




Me gustaría saber cual fue la reacción de los lectores cuando se publicó A toda vela. Las obras que leen bien su contexto histórico suelen ser alabadas hasta cierto punto. Pueden elogiarse por destreza estilística, construcción del personaje y otros aspectos, pero la mayoría de críticas contemporáneas suelen obviar el factor fundamental de dar en el clavo de la época porque muchos olvidan la importancia de la literatura, su decisiva función de empaparse de los signos del presente e intentar comprenderlos para diagnosticar desde un modesto pedestal males ignorados en las noticias porque sólo pueden divisarse pisando la calle, reflejando actitudes visibles en la superficie de la cotidianidad, auténtico pulso para quien quiera ir más allá de una narración al uso y alcanzar la plena comprensión del instante en que se escribe, sin que ello deba etiquetarse como costumbrista. No, la fuerza de A toda vela va desde el magnífico análisis psicológico hasta el esbozo de esos años veinte donde los estertores de lo pretérito aguantaban el envite de lo moderno en un universo tan esquizofrénico como el inglés, cultura exportadora de vanguardia que, sin embargo, cohabita en el interior con el férreo control de los custodios de un muerto viviente que siempre da mucha guerra. En este sentido hay otra novela que hay una novela reciente que conjuga y se interesa por ambos mundos: Chesil Beach, de Ian McEwan. La diferencia es que el multipremiado escritor concibió su texto desde las ventajas de poder mirar retrospectivamente, sabiendo que 1961 fue la bisagra entre lo pacato de los cincuenta y el boom del Swinging London y los sesenta. Como lector de 2010, considero A toda vela un perfecto testimonio de su etapa histórica, lo que me exalta y exaspera a partes iguales, pues me gustaría que, al menos en España, surgiera un novelista que supiera dar a sus obras ese ingrediente tan necesario de implicación para lo que acontece hoy en día en mentes, grupos y avenidas.

lunes, 30 de agosto de 2010

Formas del amor de David Garnett en Revista de Letras


Ce sera un souvenir léger pour toi: “Formas del amor”, de David Garnett
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 30.08.10


Formas del amor. David Garnett
Traducción de Marian Womack
Periférica (Cáceres, 2010)


Hay hombres que desde su inteligencia saben leer su tiempo y anunciar futuras improntas. David Garnett nació en 1892 y tuvo una atribulada existencia personal y literaria. Formó parte del grupo de Bloomsbury, tuvo éxito con tan sólo treinta años, manifestó públicamente su homosexualidad y mantuvo durante años una relación con el pintor Duncan Grant. Más tarde se casaría con la hija de su pareja y tendría cuatro hijos hasta hastiarse y solicitar el divorcio. Garnett murió en 1981. Veintiséis años antes escribió Formas del amor, novela de posguerra donde parece anticipar el choque generacional europeo e inglés que estallaría en los sesenta, si bien su visión no deja de mantener rasgos antiguos, como si no quisiera que el mundo de antaño sucumbiera demasiado ante el impulso de la juventud, presente ya desde las primeras y embelesadoras páginas, cuando un jovenzuelo llamado Alexis invita a Rose, una actriz frustrada por el fracaso de su compañía en Montpellier, a pasar dos semanas en la finca de su tío en Pau.


En ningún momento sabemos el año en que se inicia la trama, pero uno gusta de imaginarlo y hay un indicio. Me decanto, así lo exprimiría el fragmento de Ciro el gato, por 1948. El aire tiene respiro de esa Francia tranquila, recuperándose de las heridas, y doliente de la posguerra. Tanto sufrimiento merece ser aplacado con diversión, y a ello se dedica la pareja apenas cruza la puerta de la enorme casa donde fomentan su amor con gran inocencia, felices con lo que tienen, sintiéndose en una sala de juegos donde poder campar a sus anchas y servirse el postre de la carne en la cama, fundidos los cuerpos con sexo y una pasión que enloquece al anfitrión, pillo incorregible que va cargando facturas al jardinero, quien con buen criterio avisa al tío de las travesuras del sobrino. Sí, pueden esperarlo. Sir Georges, Baronet del Imperio británico, acude raudo y veloz desde París para ver qué sucede en sus dominios. Al penetrar en el recinto el corazón se le para, humo oracular. Rose, hermosa como pocas mujeres porque ya destila el aroma que deja al pasado en una vitrina conservando alguna gotita del perfume añejo, más hermosa si cabe por llevar un vestido de la primera mujer del poeta británico que contempla la representación que Alexis y esa desconocida hacen de una pieza de Merimée. El impacto se mantiene en la cena. Hay una despedida y una nota escasas horas después. Rose adelanta su partida. La reclaman en Albi y su amante cae en el desespero y la sospecha.

Los tejemanejes de la persistencia de la memoria: flechas de todos los colores

Un par de años más tarde Alexis ha crecido y está plenamente incorporado a la disciplina del ejército de su majestad. Aprovecha una pausa guerrera y acude a la casa de su tío en París, donde todo resucita porque Sir Georges vive con Rose. El golpe es duro. Ambos quieren a la misma mujer, y ella se decanta por la experiencia, que también sabe latín en asuntos del corazón. La situación se agrava cuando el sobrinito pierde los nervios y la cabeza. Dispara a su objeto de deseo y genera un cataclismo. Su ya anciano tío abandona Francia y huye hacia Venecia, donde en su silencio espera retomar su romance con Giulietta, una joyosa italiana que habla inglés a la perfección. Alea Jacta est. Rose, asentadísima en su rol de prima donna de la dramaturgia, lo seguirá y sus sentimientos se solidificarán hasta pasar por la vicaría y dar a luz a Jeanne, una criatura excepcional, sabia prematura que se criara entre viñedos cercanos al pueblo natal de Rabelais, algo que a su padre, fanático de las vistas y la literatura, placerá y revigorizará entre Baco, versos y la sensación de acariciar una nueva singladura con más de seis décadas a sus espaldas.



Y el efecto de Cupido no termina aquí, pero si contara el resto sería ruin por arruinaros una pequeña gran joya de la literatura contemporánea, intensa a cada instante y con un narrador en estado de gracia que domina a la perfección el difícil arte de dar con pocas pinceladas un entramado psicológico creíble -y siempre en transformación, lo lógico en un ser humano- a sus personajes, sobre todo al desdichado Alexis, de quien sólo diremos que sentirá una cierta atracción por la pequeña de la familia, lo que hará de él un ser odiado. No avancemos acontecimientos. No deis nada por supuesto. Garnett además consigue el más difícil todavía, porque su tratamiento psicológico de la feminidad es excepcional. Rose evoluciona en función de su edad y sus experiencias. Sí, eso es lo que suele ocurrir y sería deseable que los caracteres de ficción siguieran ese camino, pero no siempre es así, raramente acaece, y por eso hallar en las páginas de Las formas del amor estos progresos emociona, entre otras cosas porque el autor lo consigue con suma naturalidad, como asimismo demuestra con Sir George, un hombre elegante al que el transcurrir de las primaveras le irá pesando sin que pierda sus puntos fundamentales, las esencias que configuran una personalidad noble, viajada, catador de la existencia que en cada cuerpo de mujer prueba un estado de ánimo y una legítima aspiración a conocerse mejor y tener estabilidad mediante lo opuesto en varios espacios, como si cada movimiento fuera una melodía poética que la Europa de entonces aun era capaz de revelar para quien fuera avispado. Esta actitud contrasta con lo obstinado de Alexis, menos refinado que su tío y con la lacra, virtud del mañana, de tener pendiente un aprendizaje que sólo otorga la arena que cae de la clepsidra.

La velocidad de los diálogos, inteligentes y de una pasmosa claridad, aporta el otro ingrediente extra que da tanta brillantez al conjunto, donde cada localidad es una etapa con París de epicentro, encrucijada, íncubo donde toca estar sin que nadie lo anhele verdaderamente. Uno intuye que Garnett la sitúa como punto clave porque sabe que los ángulos de la narración son metáforas de cada personaje. Pau es Alexis y su empecinamiento. La ciudad de la luz la meca de Rose, truncada por desórdenes inesperados. Las viñas son George y la paz adquirida en la senectud. Venecia un refugio con truco y la unión de los elementos una magnífica trama que adquiere aún más sentido cuando Jeanne pasa a ser Jenny y su cerebrito empieza a empaparse de una fuerza que resultará determinante para cerrar la cosecha y beber el vino que nos ofrece Periférica en uno de los mejores libros publicados en España a lo largo de 2010.