miércoles, 8 de julio de 2009

De quinquis y borgataros en Calidoscopio


Marginalidad social en el Mediterráneo



Por Jordi Corominas i Julián


Start. En una Barcelona en la que vivo y no, varias personas dirimen una endiablada persecución a la americana, ya lo dice la señora del negocio. 1984 sin Orwell. “Esto parece Chicago. Oí disparos y mucho ruido, no sabía si eran ambulancias o coches de la policía”. Por aquel entonces los vehículos de los cuerpos de seguridad estatales eran patéticos, identificación y blanca carrocería. Todo era muy celtiberia show, últimos reductos de la picaresca adaptada a la modernidad antes de sofisticarse en corrupción a mansalva, Marbella, pelotazo, ladrillo, traje, Copa América, Cristiano Ronaldo y pandereta. El protagonista de este filme de la vida real se llamaba Juan José Moreno Cuenca y España entera siguió sus delitos. El vaquilla y la unidad de destino en lo universal. Sí, Franco tiene mucho que ver en la proliferación de elementos marginales, desechos sociales producto, entre otras cosas, de una mala planificación urbanística de mucho prometer y dar migajas en forma de casa, miserables habitáculos en nuevos barrios creados en la frontera de las ciudades, mundos sin horizonte que llenarían el vacío con delincuencia, heroína y una épica desesperada, mortal por querer sobrevivir.
No quiero ejercer de hagiógrafo de la miseria, de ello se encargan las instituciones. El lector que acuda a Barcelona podrá ver en el innovador CCCB la exposición Quinquis de los ochenta, muestra brillante que vuelve a poner, como si fuera una advertencia ante futuros comportamientos críticos, de moda el fenómeno que asoló la juventud que despidió a la dictadura y entraron perdidos en la democracia. No todas las herencias son fáciles de sobrellevar. No se extrañe si usted o sus allegados no han visitado El pozo del tío Raimundo o Santa Coloma. La culpa es del mito. El extrarradio es peligroso. Mejor no tentar a la suerte. San Blas y La mina.

Una explicación italiana

Para entender mejor la cuestión volemos a Italia. Retrocedemos cincuenta años. Benito Mussolini arde en deseos de convertir Roma en la gloriosa capital del imperio redivivo. Para cumplir con su plan derriba los barrios medievales colindantes al Coliseo y hunde en mil pedazos el laberinto callejero que daba acceso al Vaticano. Alberto Sordi, quien aún vio esa maravilla vecinal vivita y coleando, decía que su belleza consistía en recorrer sus caminitos con la conciencia de saber que al final del túnel aparecería la mayor basílica de la cristiandad. Ahora el turista la ve a lo lejos; por aquel entonces te la encontrabas de repente, sin avisar, como una digna bofetada estética. Olvidemos la postal. Los habitantes de esas zonas de la capital italiana fueron trasladados a la periferia, donde el siempre generoso Estado les preparó un nuevo hogar con todas las carencias imaginables. ¿Agua, luz, gas? Eso era para los ricos. Las calles estaban sin asfaltar y las comunicaciones con el centro histórico, su antigua morada, eran más que inexistentes. Los ghettos del fascismo generaron núcleos de violencia, vidas truncadas y un resurgimiento cultural por obra y gracia de Pier Paolo Pasolini.
El escritor friulano fue expulsado de su tierra natal y llegó a Roma en 1950. Era año santo, y la urbe estaba preciosamente engalanada para tan magna ocasión. Los fastos son de quien paga, el disfrute se reparte con migajas del pastel. El poeta y su familia vivieron en casuchas sin techo y padecieron el infortunio junto a otras víctimas del ostracismo, los hijos de los que en los primeros tiempos de camisas negras dieron con sus huesos en la podredumbre marginal, el tercer mundo del primer mundo, cercano a las ventajas convencionales y alejado en todo a un estilo de vida reservado a seres que empezaban a acariciar las consecuencias del boom transalpino, que basó parte de su éxito en el ladrillo, muy útil para subsanar las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y especular con el suelo, sumamente democristiano.
Es la época de los grandes bloques de pisos, el momento de nuevas divisiones que ceñían Roma entre el cielo y el infierno. El paraíso era para los que recibían educación y aprovechaban la bonanza económica para trabajar. La puerta del Hades estaba reservada a gente sin recursos ni estudios, pobres almas perdidas vetadas a la normalidad aunque dotadas de la ingenuidad no corrompida por la homologación burguesa que afectó a Italia durante la década de los cincuenta, cuando la mayoría de italianos dejaron el traje paisano para lucir corbata y maneras burguesas. Gérmenes de Berlusconi, cinismo de poder en el gran engaño del rebaño popular.

Los chicos de la barriada preferían bañarse en el río, robar bolsos, atreverse con las chicas y buscar comida con ahínco canino. Las drogas aún no eran un problema, y hasta puede sorprendernos que Pasolini suscitase escándalo con sus novelas Ragazzi di vita y Una vita violenta, obras que más que delincuencia exhibían las penurias de un universo desconocido por indeseable e ignorado para no carcomer conciencias de clase media. Ese era el efecto, y el cine tomó nota. Entre 1953 y 1962, de Ai margini della metrópoli a Mamma Roma, el séptimo arte transalpino plasmó en una decena larga de cintas los males de los desfavorecidos. Muchas de estas producciones juegan con la lágrima fácil o la espectacularidad. Jóvenes guapos y chicas estupendas llenan la pantalla, como sucede en La notte brava, historia del desguace con ribetes de esperanza donde Pier Paolo Pasolini jugó un papel esencial, hecho que se repite en gran parte de las películas de este subgénero, pues para muchos de sus realizadores el poeta de Le ceneri di Gramsci llevaba en su interior el misterio del suburbio. Así lo entendió el implicado, quien después de ayudar a Federico Fellini en Le notti di Cabiria recibió su rechazo cuando quiso debutar en el cine con Accatone, sublime sinfonía fílmica con un asistente de dirección, un joven de veintiún años llamado Bernardo Bertolucci, que recordaba el rodaje como una reinvención del celuloide. No iba muy errado. Pier Paolo Pasolini fue un cineasta excepcional porque en su sangre circulaban glóbulos líricos, cambió de texto sin perder la esencia de lo literario. Su inocencia no fue obstáculo para expresarse desde formas clásicas y revolucionarias.
El poeta amaba a la gente di borgata. No quiso contar con actores profesionales y contrató a muchos de sus amigos de la barriada para que los rostros, fundamentales al ser realzados por múltiples primeros planos, y las interpretaciones fueran verosímiles, factor acrecentado por la excepcional ambientación y el uso de un léxico dialectal impropio para la gran pantalla, jerga lumpen, vocabulario restrictivo a partir del límite geográfico. La moraleja de Accatone indica las escasas rutas hacia la salvación de esos seres condenados de antemano. Vittorio avanza al abandonar su condición de chulo putas y emprender la carrera del anónimo ladrón que finaliza su odisea existencial muerto sin lamentarse. Estoy bien. Última frase de una película que sacraliza la cotidianidad mediante la Pasión de San Mateo, música de iglesia carente de imágenes para evangelizar a los olvidados, bienaventurados de espíritu hacia un metafórico reino de los cielos. Tres lustros más tarde la heroína invadiría las borgate y la ingenuidad se desvanecería ante la lógica aplastante del crimen organizado como forma de victoria para cancelar injusticias. Pasolini fue derrotado por la cronología y el capitalismo.

Sonata española

En 1977 parte de la juventud de nuestro país padecía el caos de lo que ha venido a llamarse la ejemplar Transición. Los nuevos barrios nacidos para albergar la emigración del sur, lo que explicaría el porqué de la rumba como banda sonora de los quinquis, se crearon como una solución inerte, estúpido conglomerado destinado a albergar purria, y ya se sabe que los pobres no viven en palacios ni comen caviar. La mediocre estructura del sistema educativo, que dejaba a muchos niños en edad de escolarización sin plaza académica, y el descuido de las autoridades hizo el resto del camino demencial en el que se vieron involucrados parte de los principales mitos del periodo; la heroína circulaba y ahogaba, en vena. Uno piensa, y no lo dice muy alto, que todos estas andanzas de droga en aglomeraciones sin Pandora huelen demasiado a conspiración, a forma sutil de control ante la rebelión; otra manera de hacerlo fue la fatal elección de determinados directores decididos a recrear la violencia callejera en los cines. Máquina del millón, salas recreativas y atracos sin ton ni son. Los más bien conservadores Ignacio F. Iquino y José Antonio de la Loma y el integrado Eloy de la Iglesia fueron las puntas de lanza del género.

Los primeros buscaban reflejar la sórdida situación de los desangelados sociales, mientras el segundo intentaba ser fidedigno al conocer el ambiente soterrado del relato. Perros callejeros, Las que empiezan a los quince años, Los violadores del amanecer, Nunca en horas de clase, Los últimos golpes del torete, Miedo a salir de noche, Navajeros o El pico eran cócteles explosivos de violencia, sexo, perversión, maldad y otras cosillas que sorprendían a los españolitos de la época, escandalizados y extasiados ante el viento de novedad de estas obras que enseñaban la parte más oscura de la plácida e inestable pirámide ibérica. Estos realizadores, a los que añadiríamos nombres del prestigio de Carlos Saura con Deprisa, deprisa o Pedro Almodóvar con ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, abrazaron la chispeante, por tremebunda, estética de lo marginal y le fueron dando una vida que traspasó el mero hecho artístico. Muchos de los protagonistas de estas cintas eran chicos de la calle, quinquis auténticos que a partir de sus interpretaciones deformaron su propio código para darle un toque fílmico. Cuando en 2007 hablé con Roberto Saviano, me dijo que uno de sus mayores impactos en Secondigliano, nido de camorristas napolitanos, fue observar el modus operandi de los delincuentes, más propio de Scarface por atuendos y actitud. En España lo real cedió paso ante la ficción y los delincuentes supieron aprovechar el tirón, y no el del bolso, sino otro mucho más dañino. El vaquilla fue célebre por sus performances ante las cámaras -chute en directo, persecución hollywoodiense- pero el mal no se cebó en las apariciones televisivas. Cuando el crimen adquiere tintes sensacionalistas, los medios sacan petróleo de la tinta. Chicos normales, desamparados por las circunstancias, fueron portada de algunas de las más importantes revistas y rotativos del país. La chabacanización hispánica, la que permite tener a verduleras como grandes tertulianas sabelotodo, se inició en los ochenta y la culpa no fue del pueblo, sino de los que generan y mueven la información, lobotomizadores de profesión que sobredimensionaron el canto del cisne de la picaresca y le dieron carta de defunción para preparar otros deleznables futuros. Stop.

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