viernes, 8 de abril de 2011

Thomas Pynchon, un escritor sin orificios de Rubén Martín G. en Literaturas


Thomas Pynchon, Un escritor sin orificios de Ruben Martin G., por Jordi Corominas i Julián

Nunca leí nada de Thomas Pynchon. Antes de leer el librito de Rubén Martín G. (Cerdanyola del Vallés, 1979) sabía más bien poco del escritor norteamericano, a quien suelo asimilar con J.D. Salinger por su férrea voluntad de permanecer ajeno a los focos mediáticos, postura muy digna que, sin embargo, adquiere cualidad de claroscuro porque incrementa el interés del público, siempre sediento de misterio, siempre feliz cuando alguien apuesta por no facilitar demasiado las cosas.

¿Seguro?

Uno de los argumentos centrales de Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios es el límite que el escritor norteamericano plantea con su escritura, que no da respiro al lector, ahogando sus neuronas en un mar de exigencia difícil de superar. La idea es interesante porque evoluciona hasta plantear una pregunta muy oportuna. ¿Realmente la gente lee a determinados autores? Joyce y Proust son un paradigma en este sentido, nombres que dan lustre intelectual y son considerados monumentos útiles, en mi caso es así, para emprender retos veraniegos, epopeyas literarias de gran magnitud. Esta es la parte buena, la mala mete el dedo en la llaga, sin pedanterías, al plantear la validez de ciertos cánones y la hipocresía de una determinada escala de valores con demasiado tufo a falsedad, palabra que podríamos aplicar al ensayo que reseñamos. Sí, es falso. ¿Cómo no va a serlo? Abrimos el volumen y al instante intuimos parte de su estructura. A finales de abril Thomas Pynchon recibió dos cartas anónimas. Los expertos del Club Bildeberg rastrearon el texto sin hallar respuesta a sus pesquisas, por lo que decidieron contratar los servicios de un prestigioso lector profesional para así determinar el origen de las misivas.

La primera epístola abre el fuego desgranando con inteligencia los dimes y diretes que configuran la trayectoria del narrador, catapultado a la fama el 28 de febrero de 1973, fecha en que publicó El arco iris de la gravedad. El hombre que una década antes había sido galardonado con el William Faulkner Foundation Award, el alumno que Vladimir Nabokov no recordaba ingresaba en otra dimensión para la que sería eternamente visible desde su invisibilidad. El día antes de la fama el mundo asomaba tranquilo, ausente de trabas. Cuarenta y ocho horas más tarde el cielo se nubló y aparecieron negros nubarrones. Adiós a la privacidad callejera, bienvenida polémica. El Pulitzer de 1974 quedó desierto porque juzgó Gravity’s Rainbow obscena e incomprensible. Los del National Book Award juzgaron la cuestión sin tanta acritud, proclamaron ganador a Pynchon. Lo recogió un payaso.

Anécdotas las hay de todos los colores. Esta carta inaugural va más allá y las usa como excusa para lanzar dardos envenenados que oscilan entre ironía, parodia y, es lo que tiene la empatía, paranoia en un frenético juego narrativo donde van encadenándose las temáticas con sano descaro que acrecientan las notas al pie del informe lector, precisas y enciclopédicas con la belleza de hacernos dudar, pues desconocemos el grado de verdad en las informaciones que transmite el manuscrito.

La kermesse, término que servidor suele asociar con ciclistas y carreteras belgas, prosigue en una segunda parte donde la crítica se vuelve demoledora y es recomendable precisamente por eso. La ausencia de pelos en la lengua convierte este pasaje en un ejemplo de coherencia del que muchos deberían aprender para dejar de ser tan buenistas cuando emprenden la tarea de reseñar cualquier manuscrito del panorama nacional. Rubén Martín G. tiene bula porque sus ataques, constructivos desde esa ambigua mezcla entre admiración y ofensivo desdén, forman parte de un artefacto en el que se expresa claramente que “Pynchon no merece la crítica ficticia, por sus actos de escritura y por nuestros malditos actos de lectura.” Será así, no lo pondremos en tela de juicio, pero la ópera prima del chico otrora conocido por su blog Cuaderno Célinegrado tiene una admirable solidez para tratarse de un encargo editorial. Algunos dirán que así las cosas son más fáciles porque hay unas pautas que si se siguen con tino dan como resultado un producto perfecto, sin astillas. No nos corresponde calibrar lo impoluto de los orificios, sólo sabemos que el texto se defiende, no obstante el talento ilustrador de Alfonso Rodríguez Barrera, muy bien solo, y eso es una buena noticia que esperamos refrendar cuando Rubén vuele libre y se zambulla en la aventura de parir sin brújulas para asumir un nuevo reto. De momento me animó a adquirir varios Pynchon, y eso ya es una buena noticia.

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