viernes, 30 de marzo de 2012

Adrenalina en el especial erótico de la Revista Excodra






Adrenalina, por Jordi Corominas i Julián


Me pide Excodra, que no es ningún extraño programa informático, que escriba sobre lo erótico, y ello ya de por sí implica un posicionamiento. Podría salir del paso con un relato medio subido de tono y repleto de situaciones morbosas. La última palabra saca un detalle de mi apreciación del fenómeno, pero no define lo que verdaderamente concibo como tal, sólo apunta un matiz del conjunto.


Al meditar sobre el tema me descubro impregnado de literatura. Dicen que los poetas escriben de amor, y la modernidad les ha dado la opción de prescindir de metáforas para describir las sensaciones que les transmite el cuerpo deseado. Bien, esto es así, no lo negaremos. Mi problema personal parte de una profunda negatividad de forma y concepto. No suelen gustarme, tampoco en narrativa, las cursilerías que empapan un texto hasta el pastel. Lo lógico sería hablar del gran motivo universal, olvídense de flechazos y Cupidos, con palabras descarnadas, y eso emplean muchos supuestos valientes que al no medir el ritmo y la atmosfera anulan nuestro objeto de reflexión, que deviene sexo puro y duro, siempre salvaje, raramente suave o tierno, como si tales adjetivos estuvieran reservados a las reinas de la novela rosa.


Reflejar el deseo y preguntarse los motivos que lo activan. Eso es erotismo. Vayamos por partes. Baudelaire tenía razón con A une passante. La modernidad y el nuevo espacio urbano invirtieron nuestra concepción del tiempo. La velocidad tomó los mandos de la nave y dobló su apuesta. Si hiciéramos una encuesta algunos de los participantes confesarían su fijación por fantasías bucólicas en la soledad de lo rural, con una muchacha recostada en un árbol mientras los pájaros silban dulces melodías. He imaginado un cuadro decimonónico y luego mis neuronas han concretado el paso con Scarlett Johanson mojada en la campiña británica en Match Point. Lo arcaico de la soledad et in Arcadia ego y la acústica del silencio, que en lo carnal adquiere otra dimensión en Venecia, tienen su encanto. Es una lástima que anuncios de mantequilla y musas de la repostería hayan ridiculizado esa imagen.


Me decanto por la progresión de Las flores del mal. Su continuidad radica en que la aceleración ha adquirido tonos milimétricos. La abundancia es la mejor aliada del detalle. Mi poética es esencialmente urbana, y buena parte de culpa tiene mi obsesión por pasear y sorprenderme con pequeñeces que no había captado con anterioridad. Las casas regalan joyas inéditas que llegan porque debemos masticar mucho para engullir la comida y saborearla en su justa medida. Miramos demasiado poco hacia arriba y nos han inculcado el piñón fijo, lo que perjudica la maravilla de tener ojos fotográficos. Camino sin música, ya la crea el ambiente, y con los seres humanos que circulan por las avenidas. Son relámpagos de si te he visto no me he acuerdo, peones en el tablero, infinitos lienzos en un segundo, y en cada uno de ellos hay un eco que en función de su procedencia potenciará lo erótico.


Las piernas de una chica en un bar del Paseo del Born, años atrás, en un reloj borroso. Una tarde de deambular rescatada del olvido por una formidable minucia. Llevaba un vestido blanco y puede que fuera morena con flequillo. Lo ignoro. Lo trascendente fueron las piernas, y hasta puede que una ventana tapara el resto del cuerpo. Las piernas o una sonrisa. Añadan un contoneo. Hay magnetismo y fascinación por un instante concreto que alargo con otra efeméride que me suscita casi más erotismo que cualquier otra. Con toda seguridad la clave es intuir la seducción y corroborar que estamos muy vivos.


El parque. El metro. Un claustro medieval. Una esquina de la casualidad. Una patinadora en una tarde romana. Una morena que clavaba sus pupilas en las tuyas y luego disimulaba. La rubia del diciembre napolitano y la absurda y pedante evocación a Petrarca. El piropo de la estudiante universitaria en el Hospital de Sant Pau. La esperanza de las cuatro historias parte del imprevisto, fuente de emoción. Los dados te brindan una oportunidad que rompe tus esquemas. Cavilas y maldices tu agenda diaria. Te levantas del banco. Bajas en la estación que te corresponde. Te despides sabiendo que la atracción ha sido mutua. Son las 18:00, si me paro llegaré tarde. Simpatía universal por quien transgrede lo tejido por las parcas y agita una potencia que nunca se va del todo. Caen las hojas del calendario y un recodo de nuestro cerebro retiene la magia de las musas fantasmagóricas de la ilusión.


Pregunten a novios, amigos, compañeros de trabajo, taxistas y afiladores cómo prefieren calentar su imaginación, si con féminas vestidas o desnudas. Bingo. La primera se llevaría el premio de calle. Lo oculto, velos que desde lo visual activan el resto de sentidos. El olor de la piel. La locura del tacto. El sonido de la inminencia. El gusto de saborear la excitación. Sí, lector, nadie niega que la ausencia de ropas nos conduce a otra esfera. Sin embargo, los trapitos son una trampa que casa con la armonía. Quizá lo más simple sea aceptar que lo erótico se compone de porciones de una belleza que no basta con admirar. La robarías si estuviera en un museo y no la venderías ni por todo el oro del mundo.


Lograr lo que uno se propone es la consecución del morbo. Hay gente que en las horas previas a un acontecimiento de importancia es un manojo de nervios. Con el fútbol ya ni les cuento. Suena el pitido del árbitro y su mecánica de lo histérico es otra. Un gol se equipara a un orgasmo, y hasta hay aficionados que no soportan la tensión y se relajan cuando el partido está controlado por su equipo. Si el contrario remonta recuperan el brío porque el lance es de incierto resultado reavivan su fuego hasta el minuto noventa. Entonces despliegan velas y celebran la victoria poseídos por abstractos furores.


El romance del forofo con su club es una metáfora de cómo no es quimérico perpetuar el morbo tras éxitos apoteósicos, aunque chirría al sonar un poco a sustitutivo del sexo o la ingesta de drogas. La religión fue una cima erótica no hace tantas décadas. Ir a misa, acudir al estadio o al bar. Expectativa de cópula. Fusiones.


Casi me atrevo a declarar con un megáfono que lo erótico desde mi perspectiva monopolizada por el morbo es la piedra filosofal. El Barça de Guardiola y su persistencia con pálpito de metamorfosis positiva. The Beatles hasta el divorcio. Picasso y sus pinceles. Giacomo Casanova y su elegancia de pionero con la escritura más letal sobre nuestra diatriba. Obras que han aprendido a estabilizar el morbo, una atracción indescriptible que deviene creativa, hasta claudicar por tanta descarga eléctrica y finiquitar sus entelequias, primaveras para la superficie.


Desde hace cuatro párrafos el poema Encara el tram de Joan Salvat-Papasseit me persigue. Es el perfecto reverso de los versos baudelerianos, donde el jeroglífico se descifra desde la levedad del cruce de miradas de los transeúntes, efímera corona de laurel. El poeta catalán gira la tortilla. Lo vanguardista reside en el lugar. Un tranvía. La joven lee, no se distinguen sus ojos. Medias finas, manos claras, un pañuelo limpio adornando el cuello rosado. Però els ulls no els sabem! El poeta desciende del vehículo a sabiendas que no verá el iris de la chica. Té, ara ja he baixat! Se regocija de su derrota. Es un impostor que se engaña por lirismo. La dicha por elevar el recuerdo de lo invisible, lo breve enfrentado a lo imborrable del episodio fallido, rutinas del novecientos, costumbres para aliviar el dolor.
Adrenalina.

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