viernes, 26 de noviembre de 2010

Mi crítica de un adúltero americano de Jed Mercurio en Panfleto Calidoscopio



Un adúltero americano de Jed Mercurio

Por Jordi Corominas i Julián


“Antiguamense te decía que sólo un buen hombre sería un buen rey, pero si el fornicio fuese un acto infame habría habido muy pocos reyes buenos”
(Jed Mercurio, Un adúltero americano, Barcelona, Anagrama, 2010)

Juventud, temple, carisma, capacidad de liderazgo, glamour, Camelot, nuevas fronteras, conciencia cívica, deshielo, igualdad racial, deshielo atómico, preocupación global, pero también, para su propia desgracia, la enfermedad de Addison e hipotiroidismo con la consecuencia de sufrir fatiga, debilidad, anorexia, vómitos, náuseas, pérdida de peso, pigmentación de la piel y las mucosas, somnolencia, pérdidas capilares, depresión y aumento del colesterol, todo ello tratado con un abundante surtido diario de píldoras rojas, verdes y amarillas. John Fitzgerald Kennedy, encarnación presidencial vivía un tormento continuo con su cuerpo, sujetado por una faja ortopédica, que sólo lograba aliviar con la mejor medicina: el sexo.
La figura del primer mandatario católico del país de las barras y estrellas siempre levantará ríos de tinta y montañas de celuloide. Hace ya casi veinte años Oliver Stone recuperó su figura a base de polémica con la meritoria JFK, película de tesis que desmontaba las conclusiones de la comisión Warren sobre el asesinato de Dallas. Jed Mercurio, y es de agradecer, concluye Un adúltero americano ese fatídico 22 de noviembre de 1963, abordando el asunto desde otra óptica, pues su libro puede leerse como una interpretación de los dos años y medio de Kennedy en la Casa Blanca con lo que ello conlleva en decisiones y medidas adoptadas, granjeándose con las mismas la profunda y temerosa enemistad de las más altas instancias, poderes fácticos que en absoluto podían tolerar el golpe de timón que se pretendía dar desde el despacho oval para cambiar órdenes estables poco aconsejables para quien cada mañana se sentaba con la aspiración de construir un mundo pacífico que sepultara la Guerra Fría al bunker de la Historia.

El personaje que aborda Mercurio, un autor idóneo para tratar el tema al ser médico de profesión, es, sin duda, uno de los pilares del último medio siglo occidental, una de aquellas figuras conocidas por todo hijo de vecino. Cualquiera puede tener una opinión formada sobre Jack Kennedy, y probablemente sea así porque su figura es pionera en el moldeo de una imagen efectiva, muy bien enfocada al universo mediático que ya despuntaba a finales de los cincuenta. Un ejemplo seria el primer debate de la campaña electoral de 1960 contra Richard Nixon, quien cayó derrotado por la telegenia de su rival, siempre mirando a la cámara, impecable en su vestimenta y con una oratoria cercana para el telespectador, embelesado y rendido ante una forma distinta de dirigirse al votante, con un lenguaje profundo y cercano que distaba un universo del empleado por Eisenhower, paternalista y anacrónico, halcón con otras perspectivas para su pueblo. Asimismo la familia del futuro presidente ayudaba a catapultar su trayectoria con influencias y consejos, entre los que cabe mencionar la búsqueda de una esposa útil para sus objetivos, una mujer perfecta de cara a la galería, que apabullara por inteligencia y atractivo para potenciar sus estratagemas de seducción a la opinión pública. Jacqueline Bouvier fue la elegida y cumplió el papel a las mil maravillas, con el añadido de ser la única con quien su esposo creía ser capaz de convivir y respetar.

Sólo como marido y mujer

El mismo título de la novela de Mercurio ya indica cual es el argumento central de la misma. John Fitzgerald Kennedy y sus amoríos, siempre mitificados, siempre flotando por la superficie ávida del cotilleo que poco se preocupa de entender los motivos que impulsaban al estadista. Ya hemos comprobado como su cuadro clínico era desolador. La responsabilidad pesaba tanto como residir en el 1600 de Pennsylvania Avenue. Antes de llevar los galones de mando las cosas eran más sencillas para saciar las necesidades del lecho; la urgencia de curvas se solventaba con secretarias, amigas y flirteos ocasionales que llegaban a buen puerto. Ser el mandamás implicaba mantener una actitud prudente o encontrar una vía óptima para dar rienda suelta a la energía que le proporcionaba hacer el amor. Es la tónica del seductor, por eso la elegancia de Jackie era menos que nada en la cama, una rutina intolerable para el conquistador doliente, voraz acaparador de presas. El orgasmo y la calma, reanudación de la normalidad y bienestar inmediato, bálsamo del dolor. Los músculos se recomponían y el trauma de ser el emblema del vigor, un engaño de carne y hueso, se mitigaba al recuperar piezas extraviadas en la abstinencia: concentración, confianza y capacidad de convicción, fundamental en la guarida del lobo de Washington, infierno sobre la Tierra, pentagonal nido de ratas. Los generales son verdugos que defienden su interés sin contemplaciones. Les ampara ser los liberadores de 1945 y el interés industrial fomentado por Ike entre 1952 y 1960. El país tiene bien implementada su fábrica de armamento. Los misiles y las pistolas deben salir de los almacenes y quemar bloques comunistas, las amenazas del bloque oriental son excusas para obtener pingues beneficios. Kennedy cae en la trampa, porque tampoco tiene otra alternativa y no sabe rechazar una operación militar heredada de su predecesor, de Bahía Cochinos, pero aprende de sus errores y empieza a pregonar con acierto sus intenciones de virar la embarcación y dirigirla al horizonte del futuro, donde la bomba atómica será un recuerdo de una época aciaga y la discriminación racial una pesadilla remota. Las ideas del presidente topan con las de sus asesores, y esa lucha produce la angustia que determina su frenesí erótico-festivo. Becarias, invitadas, actrices y prostitutas ceñidas a un mismo patrón estético desfilan por despachos, piscinas y hoteles en un circo delirante. Los coitos, por los impedimentos físicos del héroe renqueante, son suspiros que en el presente muestran la aceleración del gobernante, repleto de vínculos pasados poco recomendables que aprovisionan su despensa con Venus de rompe y rasga, famosas rendidas a la estrella del rey, quien las usa como a sus jóvenes empleadas, simples distracciones, analgésicos que, a diferencia de las pastillas del doctor, tienen sentimientos y pueden rebelarse, secretos de seguridad nacional con corazón. Si late demasiado la expulsión del paraíso está garantizada.

Esas amistades previas a la púrpura, la mafia y sus contactos con la farándula hollywoodiense, se juntan con los ases de la baraja -FBI, Ejército y periodistas- para facilitar a Mercurio la estructuración de la trama mediante ilustres nombres que suscitan la atención del lector. Sinatra es el pobretón que al encumbrarse se transforma en altivo pavo real, Marylin -sin un atisbo de Bob Kennedy en todo el manuscrito- el presagio de la amenaza que destruya la privacidad de la existencia, Mary Meyer la voz de la conciencia, Ellen Rometsch la espía que me amó, Judith Campbell una ruleta del hampa y J. Edgar Hoover el peso de la tradición disturbada, firme constatación que sus acciones están traspasando unos límites que incomodan a la cúpula que no depende de unas elecciones para ostentar bastones de mando, ojos que están por todas partes y se otorgan, al controlar los mecanismos, el derecho de juzgar al bostoniano de origen irlandés que ocupa el trono con ínfulas de reforma.



Hoover es el último vórtice de la pirámide. Su aparición en escena tiene ecos shakesperianos que genera la misma vida. El presidente no resiste la tentación que acucie su íncubo corporal y aprende cómo sortear las trabas, pero en ocasiones eso no basta. Ser el jerifalte conlleva estar vigilado las veinticuatros horas. Los agentes apostados en la puerta tienen años de oficio y una red amplia que va de lo más alto a lo más bajo. Los peones edifican, transmiten y las carpetas hacen el resto. El jefe del FBI, de extraños hábitos extralaborales, emite sentencia y recomienda. El disgusto moral fluye en paralelo al desencanto temeroso por la metamorfosis. Si la apariencia es agradable de cara al exterior con las giras internacionales, la distensión y un liderazgo universal, la realidad de la administración y allegados contiene un germen viciado que no tolera la actitud del mocoso cargado de buenas palabras, mejores intenciones y firme voluntad de trastocar el tinglado porque cree en lo que hace y no da su brazo a torcer. Evitar la Tercera Guerra Mundial y aplacar los belicosos ánimos comunistas se contempló como un estorbo a la lógica instaurada tras la derrota del nazismo. Las armas y el retumbe lucran más el bolsillo que erradicar enfermedades, pobreza y disputas. El enfado del verdadero poder, en la sombra, correrá siguiendo el pulso de la paranoia que mezclará el ritmo privado con la esfera histórica. La desconfianza interna se intenta contrarrestar, algo imposible, estrechando lazos con aliados fiables, primos lejanos con mucha sapiencia.



A veces las efemérides de dos naciones nadan por mares con asombrosas similitudes. La amistad de Kennedy y Harold Macmillan, primer ministro británico entre enero de 1957 y octubre de 1963, se nutre de contrarios que se complementan. La esposa del premier le es infiel desde hace siglos, al igual que JFK lo es con Jacqueline, derrochadora que suple su carencia afectiva ensalzando la moda en beneficio de su marido. Ambas parejas son discretas en sus luces y sombras, pero tienen la mala suerte de vivir en la época donde los medios de comunicación empezaron a desentenderse del elogio de la virtud para escarbar en la mierda ajena. El escándalo Profumo, ministro de defensa que mantuvo relaciones con una bailarina que a su vez se acostó con un conocido espía soviético, fue el pistoletazo de salida de ese pan que ahora masticamos cada dos por tres, mierda empapadora de cerebro, balas eficaces de múltiple impacto. La situación inglesa, que acarreó la dimisión de Profumo, ocurrió cuando el acoso al presidente se incrementaba en un negro instante donde convergieron la muerte del neonato Patrick, la presión para intervenir en Vietnam del sur y la inminente vorágine viajera por los Estados de la Unión para consolidar apoyos en vista a la cita electoral de 1964. La tragedia americana se nutría de ingredientes, y sólo el regicidio de la Plaza Dealey impidió que las hienas consiguieran su misión de devorar la carroña de un idealista herido de muerte, desafiante, empecinado en defender un proyecto y perecer, como así fue, en el intento. El tema cobra actualidad porque la actual situación estadounidense se hermana con la narrada a lo largo del relato. Un hombre valiente ocupa el poder y combate con uñas y dientes para reformar pese a la oposición de una serie de grupos, que más o menos son los mismos que en los sesenta, obstinados en no ceder ni un ápice de su terreno. La última administración democráta antes de Barack Obama se vio salpicada por un episodio sexual por todos conocido. Clinton aparece en su versión pueril, cuando con apenas dieciséis años visitó la Casa Blanca y estrechó la mano a su ídolo, y la referencia no es casual, sino otro guiño que realza la crítica completa a la tendencia de apuntar con dedo acusatorio a quien sea hurgando en secretos de alcoba y adicciones sin contemplar causas o motivos porque el dardo envenado es un certero ariete, escaparate de diseño para ocultar verdaderos males que siempre nos acompañarán si el sólido esqueleto de los titiriteros sigue esparciendo la cicuta ociosa, información de gran valor nimio, que enmascara sus fechorías.

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