sábado, 20 de agosto de 2011

Acicates veraniegos en Sigueleyendo




Acicates veraniegos, por Jordi Corominas i Julián

Publicado en 19 agosto 2011 por sigueleyendo



El verano es una estación absurda. Cuando era pequeño, y este año el clima parece confirmar mis peores sospechas, la identificaba con el surrealismo de los dibujos donde siempre brillaba el sol. En estos meses de supuesto calor me trasladaba al Montseny y el mes de Julio César me recibía con leves precipitaciones, fantásticas tormentas y algún regalo en forma de astro rey, factor que en mi adolescencia me preocupaba en plan altruista con la vista puesta en Francia. Quería calor para el ciclismo y buen tiempo para la piscina, y quizá sigue siendo así. ¿Qué habrá sido de Stéphane Heulot, maillot amarillo en un trágico sábado lluvioso de 1996? Esos recuerdos son oro, minucias que nuestro cerebro conserva para sorprendernos, literatura al fin y al cabo, libros abiertos de la realidad de nuestro pasado individual.

La única diferencia con mis años mozos es que ahora identifico mi retiro de la ciudad como una gran ocasión para trabajar a gusto y escribir sin tanta tentación urbana, pues la verdad es que en el pueblo apenas salgo, soy otro Jordi porque aprovecho mucho mejor las horas, más pausadas y silenciosas. La música no me abandona, pero la casa, el espacio y las sensaciones son una especie de bálsamo que me ayuda a escribir con pasmosa facilidad, como si las ideas hubiesen esperado ese instante para explotar, consolidarse y plantar su campamento en el papel.

Ello sería quimérico sin determinadas lecturas, lo compruebo cada vez que releo esporádicamente mis textos, que aportan inolvidables matices que con toda probabilidad me acompañarán hasta que desaparezca de este mundo. Sonia Antón Ríos, directora junto a un servidor del Panfleto Calidoscopio, opina que pasé por una profunda fase italiana y que en la actualidad, no lo negaré, estoy más metido en lo inglés. Si analizo mi summertime por libros de cabecera le daré parte de razón.





El primero de esta modesta serie de favoritos es Conversación en Sicilia de Elio Vittorini, un autor de bandera que merecería mucho más reconocimiento en nuestras tierras. Lo compré por la portada con la irresistible Virgen de la Anunciación de Antonello da Messina. Esa imagen me catapultó a una lectura impresionante. El italiano escribió su obra cumbre harto de la situación internacional y la injusticia de la Guerra Civil Española. Para sortear la censura fascista usó un lenguaje alegórico que pasados más de setenta años sigue capturándonos con arte hipnótico. Abrí el manuscrito y me embobé.

“Io ero, quell’inverno, in preda ad astratti furori. Non dirò quali, non di questo mi son messo a raccontare. Ma bisogna dica ch’erano astratti, non eroici, non vivi; furori, in qualche modo, per il genere umano perduto. Da molto tempo questo, ed ero col capo chino. Vedevo manifesti di giornali squillanti e chinavo il capo; vedevo amici, per un’ora, due ore, e stavo con loro senza dire una parola, chinavo il capo; e avevo una ragazza o moglie che mi aspettava ma neanche con lei dicevo una parola, anche con lei chinavo il capo. Pioveva intanto e passavano i giorni, i mesi, e io avevo le scarpe rotte, l’acqua che mi entrava nelle scarpe, e non vi era più altro che questo: pioggia, massacri sui manifesti dei giornali, e acqua nelle mie scarpe rotte, muti amici, la vita in me come un sordo sogno, e non speranza, quiete.”

Un hechizo y la identificación. El protagonista viajaba a Sicilia para reencontrarse con su madre, volvía al origen, topándose con personajes congelados en la cronología. Las naranjas eran buenas y el queso incomparable, al igual que el arenque, aceitoso hasta el punto de colmar el plato y derramarse por el suelo. Luego estaba el afilador. Lloraba por el dolor del mundo ofendido, compadreaba con medio pueblo y generaba ataques de risa, mérito del gran Elio, sólo con acercar su boca al oído de un amigo y carcajearse con simplicidad rural. Vittorini, del que también es absolutamente recomendable Uomini e no, dio el pistoletazo de salida de un rompecabezas que durante esa ya lejana estación completó el volumen más heterodoxo de Cesare Pavese. El turinés es un autor difícil, tanto que durante un período compré compulsivamente sus novelas y reconozco que al acercarme a su estantería meticulosamente ordenada y reservada me entraba un miedo casi ancestral. Quería devorar Il compagno, Tra donne sole o La bella estate y algo lograba paralizarme. No fue así con mi debut en sus redes. Dialoghi con Leucò, diálogos entre dioses y mortales que descienden hasta la raíz del mito a la búsqueda de la esencia primigenia, pureza de tierra y sangre en un intento de comprender al género humano tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, como si con esa completa desnudez repleta de memorables sentencias, el lenguaje en forma de cuchilla afilada a la perfección, trazadas con un arado que quiere escapar de la oscuridad en el desolado paraje donde todo está por construir y la nada ha reemplazado al caos. Sin estas dos lecturas nunca hubiese completado Colors, novela en catalán, sepultada en el pozo de una lamentable y quebrada distribuidora, donde un hombre sin nombre llegaba de pura casualidad al pueblo de pueblos tras extraviar voluntariamente un mapa. La escritura prosiguió y surgieron personajes y escenarios simbólicos en un 14 de julio que tomé por su obvio canto de libertad y por ser el cumpleaños de Domingo Blanco, un viejo del barrio de Gràcia que escandalizaba a la muchachada con su épico toma castaña, un hit de los bares de la zona hasta que un resfriado le retiró a sus cuarteles de invierno, de los que sólo vuelve para emborracharse con sus allegados en la literaria Plaça del Diamant.





1922 y lo inglés: Joyce, Eliot y hasta lo austrohúngaro


2008, me siento un auténtico pesado contando una y mil veces esta historia, amaneció crítico. Terminé un relato que verá la luz en breve y enfermé por culpa de mi obsesión por captar cualquier detalle del paseo de una asesina. La luz del Diamant desaparece en la Calle Asturias, en las estribaciones de Torrent d’en Vidalet y así prosigue hasta que las narcóticas farolas de la Plaza Rovira brindan la justa ambientación para una masacre que resultó ser doble: la de unos pobres que maté en mi texto y la mía en Roma, con fiebre por vez primera en una década y una confusión mental que bloqueó completamente cualquier atisbo de escritura coherente, hasta que descubrí el sentido de mis anotaciones desperdigadas en libretas donde recogía frases ajenas, pensamientos callejeros y ocurrencias que ya no desdeñaba. Entendí que quizá había rebasado una frontera, y del malestar pasé a la alegría de saber con certeza que autocensurarse e imponerse límites era ridículo y perjudicial para mi salud. Renacer es una expresión osada y falaz, porque al fin y al cabo cuando inauguramos una nueva etapa llevamos con nosotros un bagaje que no desaparece.

Lo italiano siempre estará merodeando en los alrededores, pero desde aquel entonces usé más la música para comprender mis procesos y viré hacia terrenos más satisfactorios, menos estresantes, lo que resulta paradójico porque incrementé mi actividad, dedicando muchísimo tiempo a llenar huecos con caprichos que me pedían compañía a gritos. Uno de ellos fue James Joyce. La lectura de su mítico Ulysses, una de esas obras que todos mencionan pero nadie lee, ocupó un mes y medio de ese verano, y si bien creo que transcurrirá el infinito hasta que lo retome debo decir que sus dieciocho novelas en una fueron un aprendizaje inmenso que me reafirmó más si cabe en la obsesión por captar la totalidad y para ello usar mil formas y cuerpos. Ya desde la torre Martello sientes que estás flotando, tocando lo especial, y ése pálpito se expande in crescendo por las calles de Dublín, verdadera protagonista de la trama en una tradición muy en boga a principios del Novecientos, desde Manhattan Transfer de John Dos Passos hasta Berlín, sinfonía de una ciudad de Walter Ruttman.

Sin embargo mi memoria se para en lo concreto. Los fuegos artificiales y la masturbación en la playa. La genial catequesis del capítulo quince. El funeral. El riñón. El monólogo final es una obra de arte, pero prefiero otras partes de ese conjunto segmentado que debería ser obligatorio para todos aquellos que osen llamarse escritores. El irlandés era un tipo de armas tomar, un loco ególatra, una mala persona que mediante la conciencia de su brillantez esclavizó a sus semejantes. Si quieren comprobarlo les recomiendo Mi hermano James Joyce, relato autobiográfico escrito por Stanislaus Joyce, otro abnegado que también aparece en Los años de Esplendor, James Joyce en Trieste, magnífico ensayo donde John McCourt desgrana la experiencia babélica y alcohólica del autor de Dublineses, otra obra que leí en estío con la consiguiente depresión que desprende tanta decrepitud cotidiana, en la urbe fronteriza, patria natal de Italo Svevo, otra bestia con la que gocé durante horas con sus tres novelas y sobre todo con sus relatos, entre los que destaco L’assassinio di Via Belpoggio, una perla que, espero equivocarme, aún no tradujeron al castellano.




En 2009 entregué parte de julio y agosto a lo austrohúngaro. Sí, ya lo sé, Berlanga y el humor barato que trasciende esa esfera y nos introduce en un ciclo casi perfecto, una edad de oro que marca las primeras décadas del siglo XX desde cualquier ventana de la antigua sastrería Goldman&Salatsch de Adolf Loos. Podría mentir y decir que me empapé de Hofmannsthal y Weininger. No. Mi favorito es Arthur Schnitzler. Una vez superé su tópico Kubrick me maravillé por su hermandad psicológica con Freud en novelas como La señorita Else, Apuesta al amanecer o El teniente Gustl, historias de pavor e incertidumbre que van de la mano con Veinticuatro horas en la vida de la mujer de Stefan Zweig, monstruo voraz, ejemplo de hiperactividad, a quien admiro por versatilidad, cosmopolitismo y ojo clínico.

La noria de Viena y las mil setecientas páginas de Los demonios de Heimitio von Doderer siguen en mi mesa y algún día serán devorados. Ocurre lo mismo con Proust, algún que otro Dostoievski -El idiota y, curiosamente, Los demonios- y las memorias de Carlos Barral. Sé que caerán, sé con garantías que me reservan estupendas veladas.

Otro must de mis vacaciones es Martin Amis, de quien recomiendo, ¿por qué lo inmiscuyen a la babalà tantos literatos españoles en sus obras?, Experiencia, ligero, ácido, sarcástico y superior, sólo comparable en calidad con sus primeras novelas, en especial El libro de Rachel.

Toca ir cerrando este artículo, y lo haré con otra anécdota que condensa el porqué los libros veraniegos tienen tanta importancia en mi singladura.

En 2009 intentaba concentrarme en una suite poética, un descenso desde Sarriá al barrio de Gràcia. Mi bloqueo era monumental. De repente, husmeé en mi biblioteca y mi mirada me transportó a La tierra baldía de T.S. Eliot. Abril será el mes más cruel. Destierren lo manido. Abran el volumen. Su efecto es destructivo por benéfico, un imán que todo lo cubre, un verdadero río lírico de libertad, contundencia y empatía. Sus cinco partes, publicadas en el milagroso año de 1922, son un alud de sugerencias y estímulos que siempre me generan una irresistible necesidad de escribir, como si esas valientes palabras políglotas que circulan por un delirio muy racional supieran darme el impulso que enciende lo que guardo dentro y soy incapaz de sacar sin eso ligera ayuda casi espiritual. Naturalmente, aunque siempre habrá alguien dispuesto a trollear y opinar lo contrario, no siempre acaece así, pero reconozco que el poeta anglosajón siempre acude a mi vera cuando estoy apurado en un atasco, es mi superhéroe, y en la misma categoría podría englobar gran parte de los textos que han surcado estas líneas, acicates que demuestran su valía por su apoyo al ánimo y la mejora de mis capacidades.

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LIBROS CITADOS EN EL ARTÍCULO:

Conversación en Sicilia, de Elio Vittorini (Gadir, 2004)

Il compagno, de Cesare Pavese, (Einaudi, 1947)

Tra donne sole, de Cesare Pavese (Einaudi, 1949)

La bella estate, de Cesare Pavese (Einaudi, 1949)

Dialoghi con Leucò, de Cesare Pavese (Einaudi, 1947)

Ulises, de James Joyce (Lumen, 2010)

Manhattan Transfer, de John Dos Passos (Debolsillo, 2004)

Mi hermano James Joyce, de Stanislaus Joyce (Adriana Hidalgo ed., 2000)

Los años de Esplendor, James Joyce en Trieste, de John McCourt (Turner, 2002)

L’assassinio di Via Belpoggio, de Italo Svevo, 18990.

Dublineses, James Joyce, 1914

La señorita Else, de Arthur Schnitzler (El Acantilado, 2001)

Apuesta al amanecer, de Arthur Schnitzler (El Acantilado, 2004)

El teniente Gustl, de Arthur Schnitzler (El Acantilado, 2006)

Veinticuatro horas en la vida de la mujer, de Stefan Zweig (El Acantilado, 2010 – 11ª ed.)

Los demonios, de Heimitio von Doderer (El Acantilado, 2009)

El idiota, Dostoievski (Alianza, 2003)

Memorias, de Carlos Barral (Península, 2001)

Experiencia, de Martin Amis (Anagrama, 2000)

El libro de Rachel, de Martin Amis (Anagrama, 1985)

La tierra baldía, de T.S. Eliot (Cátedra, 2006)

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