lunes, 1 de agosto de 2011

Curiosità romane o el eterno retorno en Panfleto Calidoscopio



Curiosità romane o el eterno retorno

Por Jordi Corominas i Julián



Creo que hace tres años empecé así un artículo. Quizá era una reflexión. Poco Importa. El 28 de abril de 2008 estaba en Roma. Eran las tres de la tarde y compraba tabaco para endulzar mi resaca de cumpleaños. La noche había sido más que intensa. Desde hacía unos años tenía la costumbre de acercarme a la Ciudad Eterna para festejar el envejecer de mis primaveras. Ese día, sin embargo, fue funesto. Atendía en la cola y la radió emitió la tragedia. Me enamoré durante casi un decenio del aire de la capital italiana, esforzándome por amarla mediante el conocimiento de su significado en una órbita que superara la Historia y tocara lo cotidiano.

Si algo quise, y quiero, son sus personas. Ese lunes me defraudaron. Sí, lo sé. En democracia es sana la alternancia política, pero la victoria de la derecha en la Urbe hacia presagiar la demolición de una etapa regeneradora. Era aterrizar en Fiumicino y sentir que encontraría todos y cada uno de los monumentos limpios y restaurados para mi goce, acrecentado siempre por la alegría de las calles, con esos frescos que piropean a las chicas, beben en las plazas y ríen con grandes carcajadas porque saben del gran absurdo que es nuestra existencia en este planeta. ¿Cómo no lo van a saber ellos, que llevan casi tres milenios al pie del cañón?

El Berlusconismo de 2008 tenía mucha peor pinta que sus anteriores versiones. Decidí no volver a pisar su territorio hasta que las cosas no cambiaran. Y si lo hice fue también porque en mi misma singladura vital algo indicaba que cerraba un ciclo y debía lidiar con ello sin contaminarme con elementos del pasado, que siempre vuelve, motivo central de estas palabras que escribo a medianoche pensando en el retorno.

Porque no es tan fácil prescindir de un amor tan fuerte. Si, ya lo sé. El acróstico y todo eso. Hace una semana cayó en mis manos el libro Gabinete de curiosidades romanas de J.C. McKeown. El volumen editado por Crítica recoge un sinfín de anécdotas que sirven para entender cómo se comportaban los romanos de la Antigüedad. Las hay muchas y destacadas. No sabría especificar el motivo, pero me interesó particularmente la que cuenta el hallazgo en 1876 de una fosa con más de veinticuatro mil cuerpos de pobres plebeyos muertos por la peste durante el principado de Marco Aurelio. En aquellas fechas las epidemias aún no eran el pan nuestro de cada día que fueron durante muchos siglos y el impacto de las mismas era abrumador. Morían cinco de cada diez habitantes, y claro, los de las clases más desfavorecidas eran enterrados deprisa y corriendo para que el mal no empapara la atmósfera y perpetrara mayores daños a una Humanidad compungida que aún creía en los Dioses.

Imagino al arqueólogo que descubrió tan macabro sepulcro. Lo abrió y se tapó con un pañuelo. Habían pasado mil setecientos diez años y el hedor cadavérico permanecía. El mal y una advertencia, como si ese instante olvidado en la retina de Clío, busquen en Google y verán que no hay entradas sobre el tema, escondiera bajo la superficie un regalo envenenado de nuestra inmortalidad al emular con ironía la cantinela del esclavo que acompañaba a los generales victoriosos en la celebración de sus triunfos.

La efeméride y la lectura del libro me condujeron por vericuetos que intuía y que más que nada indican que ha llegado la hora de reconciliarme con lo pretérito. Llevo toda la tarde con imágenes evocadoras de gratos recuerdos. Cuando uno apuesta por la metamorfosis no puede olvidar que todos tenemos un bagaje que cargamos en nuestro inconsciente y que se nutre de cerebro y retina.

Tenía veintiún años cuando acaeció el flechazo. Un taxista me engañó y topamos con el Coliseo en un plano deformado. Reconozco que por aquel entonces mis preferencias se enfocaban al Foro Romano. Durante ese otoño de 1999 lo visitaba cada noche y me sentaba en el Tabularium para contemplarlo. Acudía a mi mente la imagen de Escipión Emiliano llorando ante las ruinas de Cartago. Su llanto era una metáfora de futuro, pues el comandante que destrozó al ancestral enemigo, muy venido a menos, sabía que algún día su patria también sería pasto de las llamas. Sonaba Murder Mistery de The Velvet Underground y notaba que aquel paisaje me producía un Mal de Stendhal benéfico, que insuflaba energía a mis venas y les daba la bendita posibilidad de inquirir cancelando fronteras.




Llegaba a casa y leía. Mi habitación eran vestigios y mi curiosidad una enorme voluntad de entender y desear que mis pies no se sintieran extranjeros. La vida privada era feliz, pero los momentos más especiales eran con nombres desaparecidos y leyendas que sólo guardaban su poso en piedras muy sabias.

El 15 de marzo de 2000 la magia volvió. Cuando creces los ídolos cobran otra dimensión más matizada, admiras sus gestas sin caer en la locura de la hipérbole. Julio César murió en esos Idus y Roma aún festeja su enorme y genial figura. En una estatua de la Via dei Fori Imperiali la gente deposita flores, al igual que en su tumba, destruida en mayo de 1527 por el ejército de Carlos V. Sus restos son una minucia que ignora la grandeza de antaño por mucho que conserven un extraño vigor que durante esa jornada se manifestaba por la afluencia de público. César fue un loco meteorito que de tanta ambición acabó cegado por unos puñales supuestamente republicanos. La conmemoración de su asesinato me llevó a las cinco de la tarde al lado del Arco de Tito y sus relieves con el tesoro del Templo de Jerusalén. Deposité mis posaderas en una roca, contemplé el paraje que tanto me encandilaba y posé mi mano en el mentón, cabizbajo y reflexivo. No sé si transcurrieron una o dos horas, sólo recuerdo que, de repente, un vigilante me tocó el hombro y me dijo con amabilidad que tocaba irse porque iban a cerrar. Levanté la cabeza y el silencio me hizo constatar la maravilla de estar solo en el Foro, soo en la inmensidad que ahora era una nada llena transitada por individuos que circulaban por el recinto ajenos a su verdadera trascendencia de origen, desde el aburrimiento de los que esperaban los veredictos en la Basílica Giulia, lo demuestran los improvisados tableros de tres en raya en sus escaleras, hasta esa Curia con increíble acústica que asistió a los discursos de Cicerón durante su consulado.

Cuando era más pequeño me inventé, y nunca me arrepentiré, que era guía de la zona. Entraba al Senado y pronunciaba algunos vocablos para que el eco retumbara. Otras veces prefería distraer al personal contándoles el misterioso caso de la piedra negra, hipotético emplazamiento de la tumba de Rómulo. Era genial, aunque los mejores paseos eran individuales. Salía de clase y me perdía voluntariamente. Descendía por la Vía Cavour, me adentraba por Panisperna, esquivaba a las prostitutas y giraba por un camino lleno de hojas de parra y casas bajas, atajo para proseguir el itinerario en una extraña subida bordeando un templo guerrero. Un viernes por la mañana opté por transgredir la norma y enfilé la ruta posterior al Coliseo. La Vía di San Giovanni in Laterano es una monótona avenida envidiosa de sus laterales, que pese a no salir en las guías ostentan un inigualable encanto que me hechizó, tanto que cuando mi imaginación acude a Roma se ubica en esos parajes, concretamente en el Arco de Dolabella, puerta de ingreso a un lugar de ensueño. Uno mide sus pasos y se encuentra rodeado por dos muros que dan al asfalto una irreal sensación de ascensión al paraíso. Los pájaros entonan melodías incomprensibles y la cuesta cede para ensanchar el espacio. A la derecha un convento que fue el templo del Divino Claudio, el tartamudo que tan bien caracterizó Derek Jakobi. A la izquierda una blanca abertura. Villa Caelimontana. El Celio, monte de ricos, apartado del mundanal ruido en la Antigüedad que no se cansa de sus buenas y mudas costumbres. No había una sola alma, la paz era absoluta.




En el centro, antesala de mi asombro, la Iglesia de los Santos Giovanni y Paolo. Esta construcción se sostiene con unos contrafuertes que crean una hilera de arcos. Es el Clivo di Scauro, mi gran pasión en la Urbe, el sitio donde moriría si fuera posible elegir una última morada. Es una de las calles más antiguas del mundo, pues su trazado se mantiene idéntico desde antes de Cristo. Su brujería está escrita en ese ladrillo romano, perfecto, pequeño y sólido que enciende unas alturas circulares por las que pasamos cariacontecidos, alucinados por su precisión, delirio de encantadora pequeñez y profunda significación, como si nos regalaran un pasaporte a la emoción.

Supongo que escribiendo este texto hago terapia. El Clivo, joya recóndita de la corona, fue mi particular peregrinaje. Siempre iba a leer antes de la cena porque sabía que nadie molestaría mi romance con su arquitectura. La Fontana di Trevi es famosa por la tontería de la moneda y recordada por la escena de La Dolce Vita de Federico Fellini. Marcello, come here. Mi Silvia es el Clivo. Acudía a su vera y notaba una ataraxia que implicaba un pacto infinito con la Ciudad Eterna. Lo degustaba, me inculcaba con su magma y luego procedía a reingresar en la sociedad, yendo a Santa María in Trastevere para charlar con amigos y desconocidos en los escalones de la fuente.

Otra perla de mi predilección era Santa Costanza, alejada del centro, remanso de absoluta tranquilidad en la Nomentana. Erigida entre los últimos estertores de Constancio II y el inicio del Imperio de Juliano, es la cuadratura de la síntesis entre lo clásico y el sopor que se avecinaba con el cristianismo y sus imposiciones. Se salva por su aroma a disciplina que reniega del presente en que la edificaron al ser demasiado bonita como para evocar cualquier atisbo de fanáticos de la cruz. Es circular y vive de la luz de sus ventanas. Los sarcófagos de mármol quedan en segundo plano por su columnata central y algo más banal para la Historia pero más importante para lo que nos concierne. Sus muros contienen las firmas de muchos fieles que quisieron dejar su autógrafo para la posteridad. Cómo pueden entender mi memoria es un recipiente que abarca datos, algunos muy desdibujados. Creo recordar a un holandés de 1519 y a un alemán de 1700, hombres eternos sólo por esa pequeña gamberrada, si bien no tanto cómo el que hizo el grafito de Alexámenos en el Palatino, donde un burro crucificado representa la primera burla conocida a Jesucristo. La pieza, un prodigio de arte urbano, data de finales del siglo I dC y exhibe a las claras el magnetismo de mi madre italiana, Roma, deposito de incalculable valor que con sus pertenencias acumulados a lo largo de tanto tiempo nos exige volver para reencontrarnos, pues al fin y al cabo la coartada del abandono era un mero respiro para ahondar en mi interior en otras latitudes, pero al centro siempre se regresa, es inevitable y necesario. Los cadáveres de 1876 desprendían un perfume de dolor que sólo pudo ser recuperado excavando. Retornar a Roma después del romance es restaurar en el mapa indicios que fueron nuestros y que volviendo a catar aúnan la capacidad de revigorizar nuestro pulso. Heráclito siempre tuvo razón. También Orfeo. De nada sirve saber y reconocer sin regresar para dar al yo el sentido de sus transformaciones. El polvo de esos esqueletos no precipita, simplemente avisa de nuestra mortalidad sin laurel. Cuando paseamos tenemos la misión de escarbar, porque al fin y al cabo lo visible esconde detalles que desvelan nuestra personalidad más allá de la misma.

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