sábado, 8 de enero de 2011

Los Once de Pierre Michon en Revista de Letras


De la literatura, el artefacto, la Historia y el pensamiento útil: “Los Once”, de Pierre Michon
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 6.01.11


Los Once. Pierre Michon
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Anagrama (Barcelona, 2010)
Gran Premio de novela de la Academia Francesa


Se necesitan muchos años para ser creíble, dar una vuelta de tuerca a la Historia y dar verosimilitud en el engaño. Les puedo asegurar que Pierre Michon lo ha conseguido en Los Once, y su buen trabajo le habrá costado. Puede estar satisfecho. No creo que llegue a leer esta reseña, pero seguramente se alegraría al saber que mientras leía su pequeña gran obra consultaba Wikipedia a la búsqueda de informaciones sobre un lienzo de cuatro metros de alto y casi tres de largo que cierra la colección del Museo del Louvre. La tela representa, en una especie de santa cena laica, a los once miembros del Comité de Salvación Pública que en 1794 regían los destinos de la Francia revolucionaria en el período del terror: Robespierre, Billaud, Carnot, Prieur, Prieur, Couthon, Robespierre, Collot, Barère, Lindet, Saint-Just y Saint-André. Once.



¿Y Judas?

Es el mismísimo Michon, traidor al lector al engañarlo con afán enciclopédico de quien se sabe capaz de manipular el arte de la novela mediante la adoración a la Musa Clio. Puede resultar feo empezar desde el final, pero no es así. El cuadro centra el libro y por lo tanto es justo resumir lo que muestra. Once señores que alababan al pueblo y tergiversaban la información para obtener sus objetivos. Podían hacerlo. Todos menos uno tenían pasado en las letras, dominaban la palabra y conocían demasiado bien el poder que ello comporta. Michon también lo sabe, y lo aprovecha en beneficio de la literatura entendida como un juego pedagógico con normas conceptuales y estéticas.

Al concluir la lectura no pensé en Borges, sino en Sebald, causante del recuerdo imperecedero de Austerlitz y su vendaval de aprovechamiento histórico para exponer ideas mediante un viaje por lugares minúsculos pero trascendentales ignorados por la mayoría. El alemán construyó su monumento con un personaje inolvidable, titiritero involuntario que dibujaba la tragedia europea del siglo XX. El francés retrocede más en el tiempo para continuar con la evocación investigativa de fantasmas autobiográficos y mitos personales en una trama que retrocede hasta el siglo XVII al tener presente el axioma del origen como clave para entender las partes que llevan al todo. Y ese inicio, tras un confuso tramo inicial de rosa Tiépolo que entenderemos a medida que avance el relato, se sitúa en el Limusín, con unos campesinos trabajando en la apertura de un canal con sus manos sucias de barro. El contexto importa, y quizá por eso los primeros Coréntin no podían aspirar a la púrpura artística, no al menos el padre del pintor imaginario, empeñado en el éxito literario que llevaba a la inevitable París, que no se acaba nunca y que ya entonces anunciaba oropeles y delirios de grandeza imposibles porque, lo dijo Goethe en su momento, reza la tradición que para sembrar bien la semilla de la gloria cultural deben quemarse cartuchos generacionales. El pionero, el entusiasta, sucumbirá dejando el camino sembrado para que el hijo, más apto y preparado por la arcana experiencia de los genes, recoja la anhelada cosecha. El retoño se llama François-Élie Corentin y ha sido educado por su abuela y su madre en el campo, donde entre viñas, hierbas y setos ha aprendido matices cromáticos que le serán de gran utilidad en su carrera pictórica que avanza pese a su condición social. Antes de 1789 se juntó con almas afines, y esas amistades luego le serán de gran utilidad hasta catapultar su nombre en el Panteón de los inmortales, y así lo recoge, siempre según el habilidoso artefacto de Michon, el historiador Jules Michelet, que dedica a la gestación de su célebre cuadro doce páginas de su Historia de la Revolución Francesa.




Ya tenemos los ingredientes, ahora urge el porqué. Solemos admirar las creaciones del pasado fijándonos en texturas, composiciones y detalles. Es lícito hacerlo, aunque quizá convendría ser menos perezosos y zambullirnos en su contexto. Es probable que, de este modo, entenderíamos más los motivos que empujaron al artista a comprometerse con un tema, máxime si tenemos en cuenta que es precisamente durante el final del siglo XVIII cuando se soltó el lastre de la exigencia del encargo. Jacques Louis David es el esteorotipo. El pintor del Juramento de los Horacios representó en sus lienzos lo que le vino en gana con una clara intención moralizante abriendo una veda que, a posteriori, otros como Gericault y Delacroix aprovecharon para exprimir su genio sin las ataduras de la obligación. Idealizamos la igualdad, la libertad y la fraternidad sin atender las notas al pie de página, preferimos ser positivos y verter el magma histórico en una olla que justifique una visión preconcebida basada en una absoluta simplicidad. Paremos un momento. Tomemos aire. Los años previos al Dieciocho Brumario fueron una lucha atroz por el poder donde la inestabilidad predominó. Se sepultaron las coordenadas del Antiguo régimen, y es bien sabido que un cetro lleva a otro cetro, por lo que, como comprenderán, los nuevos jerifaltes necesitaban pinceles que simbolizaran el cambio de rumbo e hicieran reconocibles los rostros que estaban en la cúspide para que el pueblo, ninguneado desde una demagogia igualitaria que llevó al Imperio, vitoreara a sus salvadores, aficionados en demasía a Madame Guillotine.

Los Once, el falso retrato grupal de los mandamases del terror y la estupenda novela de Michon, es la constatación de unas señas detestables que se repitieron por los siglos de los siglos, amén, hasta que la fotografía y la era de la reproducibilidad alteraron el escenario. La pintura mostraba cómo los de arriba querían ser vistos por los de abajo. Al terminar la lectura imaginamos su acabado. El autor de Rimbaud el hijo nos ha atiborrado positivamente, a lo largo de ciento treinta y siete páginas, de datos que permiten contemplar la obra, pero, insisto, lo más importante no estriba en su contenido, sino en el proceso que lleva a su elaboración. La iglesia de San Nicolás. Tres hombres. Otro expectante. Monedas en la mesa. Palabras. ¿Caravaggio y San Mateo? No, una ficción capaz de resumir una dinámica humana entre la perfidia y la perversidad del cálculo destructivo, una lección de Historia desde su completa manipulación, loa de lo pretérito y su importancia para comprender los entresijos del presente, donde el embuste al colectivo maneja otra moneda para convencernos. No confundamos apóstoles con pontífices. Michon es un oro extraño: activa el resorte de lo que no debemos olvidar si queremos seguir en nuestros cabales.

2 comentarios:

Jesús Garrido dijo...

Anagrama y su alegre secta, por más que la maquillemos con Borges, Sebald y demás.

Jordi dijo...

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