viernes, 10 de diciembre de 2010

La luz es más antigua que el amor de Ricardo Menéndez Salmón en Revista de Letras



El oficio de escribir: “La luz es más antigua que el amor”, de Ricardo Menéndez Salmón
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 8.12.10


La luz es más antigua que el amor.
Ricardo Menéndez Salmón
Seix Barral (Barcelona, 2010)

Hay en Ricardo Menéndez Salmón un hilo invisible que recorre todos sus libros y seduce sin necesidad de todos los adjetivos que estos meses ha vertido La luz es más antigua que el amor. Las ideas se imponen impregnadas en la materia, tierra firme anclada al proceso de desvelar su misterio desde la pura realidad, pensándola sin escaparse hacia latitudes digitales, con la clara conciencia de afrontar cuestiones atemporales que han preocupado al hombre desde que el mundo es mundo. Su ambiciosa sobriedad, alejada de tendencias y modas pasajeras, lo asimila a Enrique Vila-Matas, Rafael Chirbes o J.Á Gónzalez Sainz, autores que desde su independencia marcan el paso al ser ellos mismos y tratar su obra como un magma uniforme que avanza libro tras libro al entender que de poco sirve la anécdota si se la valora allende la totalidad. Y la vida, como la literatura, debería ser una constante progresión.


La nada, el poder y la belleza: Sansepolcro como metáfora de consuelos y prioridades.


Al principio fue la naturaleza y luego llegaron los conceptos para intentar comprender el orden universal. Durante siglos la pintura fue el manantial con el que intentamos expresar nuestra cosmovisión, limitada por imposiciones del guión. La Edad Media la usó para glorificar doctrinas eclesiásticas que marcaron una norma a seguir. En los albores del Renacimiento muchos artistas vieron que superar lo estipulado era algo más que una posibilidad. Adriano de Robertis no existió, pero la historia que inicia la novela podría caber perfectamente en el almanaque de ése tiempo oscuro que ardía por despejar la atmósfera de tinieblas. Un joven cardenal obliga al artista a cancelar su virgen barbuda y le condena a enseñar su don a leprosos. El castigo es duro e implica la anulación de lo que no es grato para los mandamases, y la misma suerte correrá el impulso del ruso, otro ser surgido de la imaginación del autor de Derrumbe, Semiasin, con las alas cortadas tras subir la torre de Pedro el Grande del Kremlin y acatar las directrices del borracho Stalin, impertérrito dictador del horizonte. En medio, doliente desde lo verdadero, Mark Rothko y su experimentación de la nada y un tiro suicida el 25 de febrero de 1970 en Nueva York. La figura del letón nacionalizado estadounidense ejerce de vínculo filosófico entre la ficción y la realidad, enlace que permite comprender la intencionalidad del texto, donde quizá sea más importante el respiro que el instante de genialidad, el trance que lleva a futuras plasmaciones que no el lienzo en sí, aunque éste sea la advertencia del mal de la damnatio memoriae, oscuridad en la que intervienen lo personal y los entresijos del cetro de mando. La Madre de Cristo oculta entre esas estancias toscanas del castillo de Sansepolcro, metáfora cristalina del significado del recinto, simboliza una lucha interna por no desaparecer entre los pedazos de polvo que dejamos en nuestro camino y plantea el sentido de la belleza una vez sus artífices han desaparecido. Los tres acólitos de la musa que no mencionaron los griegos tienen relación con el lugar de uno u otro modo. Para De Robertis es su tumba, tránsito hacia otra existencia en la reclusión por atreverse a desafiar los preceptos de la cruz. Rothko acude al lugar en dos ocasiones y se deja deslumbrar por un gesto, mientras que el afamado Semiasin intuye una grieta de salvación antes de sucumbir a la locura. Esta trilogía ahonda en el laberinto del límite de la representación y el mañana en la desesperación de hallar respuestas cuando sólo hay silencio y desamparo una vez los huesos han sido sepultados tras desafiar lo imposible y caer derrotados por el transcurrir de los decenios y las trabas que cada era impone en el decálogo de la ideología, como si engendrar avant la lettre fuese una tortura descomunal, fuente quimérica que del infinito traduce nulidad.



Bocanegra y la solución: dignidad, arte y palabra.

Ricardo Menéndez Salmón se permite, porque sabe muy bien lo que hace, introducirse en su propio manuscrito, y es justo que así sea al no tratarse de una narración típica donde quien escribe cuenta una mera historia de ficción. El vuelo es más alto, teoría que desde un punto cero desarrolla una trama que urge mínimas certezas que quizá localicemos en Bocanegra, alter ego del gijonés, que en la agonía de su segunda esposa versa sobre el amor y lo que despierta. Los movimientos de la mujer y la luz que emanaba la asemejan con el amor, por lo que se produce la asociación de ambas instancias sin que importe en exceso su antigüedad, son iguales que no se repelen, sino más bien lo contrario. El trance, compartido con el primer marido, de asistir a la lenta descomposición de Matilde reafirma su posicionamiento, que posteriormente se consolida en la tercera fase situada en 2040, cuando recibe el Premio Nobel. Aquella lejana redacción escolar de 1989, donde exponía con brillantez el porqué la luz es más antigua que el amor, queda desfigurada por la experiencia que enseña cómo la literatura, y transcribo directamente del hermoso discurso de las páginas finales, sirve para consolar, para librarnos de la aflicción de un mundo en el que la dignidad humana es crucificada todos y cada uno de los días.

Siempre existirán invasiones polacas, muros de Berlín, aviones contra torres o Papas de Roma empecinados en borrar de un plumazo lo estable para darle nueva forma a la rica coordenada autoritaria. Sin embargo, el arte siempre permanecerá para cobijar nuestra desazón y encumbrar pequeños rayos solares de esperanza. A nivel crítico debo confesar que reseñar la última novela de Ricardo Menéndez Salmón ha sido un tour de force más bien imprevisto. Durante más de un mes tuve el libro en mi mesilla de noche, me llamaba pero no atendía a su llamada, como cuando era más joven y los libros de Cesare Pavese esperaban a que los abriera, sabedores de mi temor, casi reverencial. Aquí no existía miedo, sino la convicción, tras haber tratado extensamente su singladura, de tener delante de mis narices un volumen destinado a perdurar, intuición confirmada tras la lectura, donde una voz propia asoma con rotundidad sin pretensiones de crear escuela y con la inestimable virtud de desarrollar un discurso personalísimo e inimitable.

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