lunes, 6 de junio de 2011
El espía de Justo Navarro en Panfleto Calidoscopio
El espía de Justo Navarro, por Jordi Corominas i Julián
“Sufriríamos mucho menos si no empleáramos tanto trabajo de la imaginación en reclamarle a la memoria los males pasados con tal de no soportar un presente insignificante.”
Quizá ahora sea un buen momento para que las personas dejen de fijarse en la fecha señalada por la crónica y presten más atención a los días posteriores. La memoria es huidiza y prefiere centrarse en detalles simbólicos. En retrospectiva reconocemos la importancia de 1945, pero a veces olvidamos que, tras el suicidio de Hitler y la firma de la rendición incondicional Nazi, siguieron sucediendo cosas en la devastada Europa. Terminadas las hostilidades se abría un negro horizonte muy poético consistente en poner orden y edificar el mañana desde el caos. Lo precioso de la amnesia sobre estos momentos es que producen una impresión de tiempo congelado, casi inexistente, por eso es bueno recuperarlo.
“Dos partisanos lo detuvieron. Fue la mañana del 3 de mayo de 1945, en Sant'Ambrogio, Rapallo, no muy lejos de Génova, región de Liguria, y en noviembre compareció ante un tribunal en Washington“. Así inicia El espía, novela de Justo Navarro. El acusado es el poeta estadounidense Ezra Pound, residente en el Bel Paese desde octubre de 1924 y sospechoso por más de una razón de traicionar a su patria mediante un abundante amalgama de actividades antiamericanas. El poeta se vanagloriaba de conocer personalmente al Duce , a quien idolatraba en su imaginación como el perfecto Comandante de la más noble causa. Pound era un fascista declarado que durante casi un lustro dilapidó su reputación lanzando incoherentes andanadas radiofónicas contra Roosevelt y a favor del Eje, triunfal hasta que el largo invierno de 1942 y el corto verano de 1943 cortaron sus bazas de victoria. Cuando su Benito Mussolini cayó, el hombre que tanto ayudó a James Joyce y a T.S. Eliot no tuvo ninguna duda en continuar sus sacrificios viajeros para apoyar a través de las ondas la causa de la República Social Italiana, país inexistente, fundado en un despacho, que sirvió para que las camisas negras vivieran un último y patético atisbo de poder.
Durante ese período el anciano nacido en Idaho, excéntrico y brillante pese a su ideología, suscitó comentarios de todo tipo en Cancillerías y Embajadas. Los italianos no sabían muy bien si su juego era favorable a sus intereses. El servicio de criptografía transalpino ralentizaba palabras buscando mensajes ocultos que demostraran la impostura. Nada. La OVRA, espionaje con siglas neologísticas, siguió sus pasos con kafkiano denuedo, y hasta sus compatriotas se preguntaron el porqué alguien tan reputado se dedicaba a soltar sapos y culebras para ridiculizarse en la irrelevancia de una voz que ya no quería ser la del miglior fabbro .
Pound, quien tras su detención pidió mandar un telegrama al Presidente Truman con varios consejos para obtener la paz, fue trasladado a un campo de prisioneros en Metato, cerca de Pisa, donde permaneció internado unos meses en los que descubrió la miseria carcelera y la inspiración para sus Pisan Cantos , que curiosamente ganaron el Premio Bollingen del Congreso de los EE.UU. En 1949.
En estas resulta, lo sabremos tras una completa disección histórica de la actividad del protagonista central de El espía , que un tal J.N. aterriza en el aeropuerto de Pisa con la certeza de tener reservada una casa en la ciudad toscana. Craso error, la vivienda está ocupada y se traslada a una residencia en las afueras. Es junio de 2009 y una noche en su lujosa suite universitaria suena el teléfono. Es un amigo, el escritor Carlo Trenti, otra vez nebulosa entre ficción y realidad en el universo narrativo del granadino, quien le cuenta con positiva pedantería que Pound transcurrió en Metato los mismos meses del calendario que él proyecta transcurrir entre traducciones del Werther de Goethe y distancias para superar la reciente ruptura de su matrimonio.
Los dos héroes topan con la misma encrucijada vital y toponímica.
Y ello, unido a la insistencia de su amigo, hace que el intrépido y deprimido J.N. se aventure a una excursión por la arqueología del siglo XX. Acude a Metato, sin pistas, y cuando en un bar capta la atención de un viejo que lee el periódico entendemos más cosas. El diálogo con los que pueden identificar lo desaparecido enlaza la narración con Austerlitz , obra de W.G.. Sebald que renovó, si es que aún podemos usar este verbo, la tradición de la novela de ideas enfocada en premisas históricas. Su mayor virtud fue crear un puzzle calidoscópico desde el viaje que se zambullía en lo que otrora tuvo importancia colectiva y anónima, pues lo visitado siempre extravía su valor, que permanece interiorizado en la mente de las personas que circularon por su superficie. La suma de elementos genera una totalidad que es reflexiva y sirve para el análisis más allá de los lemas que suelen inundar las estanterías para activar nuestra vena comprometida.
Al mismo tiempo, si pisamos los huecos de lo pretérito, si investigamos para dar con ellos, es porque previamente tenemos una información que nos ha conducido hasta estos enclaves que la mayoría juzga intrascendentes o meras anécdotas a pie de página. La toma de contacto incita a rellenar el cerebro con más datos, lo que puede conseguirse a nivel ensayístico con documentación, no así si se pretende abarcar otra dimensión. En Austerlitz , Sebald tiene en el chico que con su apellido de evocación napoleónica, Europa, da título al volumen un guía que le permite desprenderse del puro fardo teórico para dar tono literario a su experiencia, y este se obtiene charlando con aquellos que con pequeños retales de su cotidianidad anterior pueden hilvanar las piezas para completar el puzzle. En el caso de Navarro la figura de Trenti constituye el reguero de pedacitos de pan que ayude a desentrañar el mayor enigma del relato. ¿Fue Ezra Pound un estúpido enajenado que vendió conscientemente su alma al diablo o, por el contrario, un sagaz doble espía?
El misterio se incrementa porque la estructura del manuscrito alterna con sabiduría saltos cronológicos, enumeraciones y voces dispares que mientras contribuyen a nuestro anhelo por saber la verdad van tejiendo otras parcelas. En este sentido El espía acierta al inmiscuirse en una esquina escasamente transitada en España, la de los vacíos biográficos en segundos muertos. Solemos valorar, y la culpa es de la síntesis, el periplo de muchos artistas en función de infinitos elencos que ocultan los percances en que se enmarcaron. No deja de asombrar cómo Pound y Eliot, dos genios líricos de las vanguardias, viraron hacia posiciones políticas más que extremistas a medida que envejecían. En lo referente al primero su desinteresada labor, que implicaba pesados traslados de Rapallo a Roma para registrar sus alocuciones, constituye un arma en la que cabe el doble filo para imaginar que sus acciones no sólo eran el capricho de un loco prematuro que imitaba la versatilidad de un locutor inglés amante del Tercer Reich. Además, el tratamiento de ese instante remite a la introducción de este artículo. Damos por sentada la absoluta y útil monotonía de la Historia. En tal año acaeció esto, y en el siguiente lo otro. En medio hay una fina línea que acumula enérgicos escombros que esperan su oportunidad para ser contados. ¿Qué hacían los soldados el día después del conflicto? ¿Cómo dormían los habitantes de Berlín en junio de 1945? ¿Quién reconocía a los criminales en fuga? ¿Qué fue de los prisioneros de los campos de exterminio? ¿Por qué un prestigioso poeta posaba para la cámara desgreñado como un pedigüeño?
Siento una pasión más que voraz por la minucia significante. El espía de Justo Navarro la trata con tacto, sabiendo que para darle fuerza hay que mimarla y erigirse en detective que sepa ejecutar precisos movimientos para que lo concreto de lo efímero se integre en la totalidad.
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