sábado, 18 de junio de 2011

Perderse y ganar en se fue al otro barrio de Bcn Mes


Perderse y ganar, by Jordi Corominas i Julián
Lo mejor de Barcelona es que pese a las acometidas destructoras de sus mandamases aún hay un mínimo espacio para la magia. Todo sería más perfecto si el hechizo se acompañará de sonrisas y tonteos por la calle, pero eso ya es mucho pedir, así que nos limitaremos a coger el metro y dar un buen paseo por sitios que merecen la pena sólo por su nombre.

Empecemos. El otro día actuaba por el Raval. Bajé con mis bártulos en la parada de Sant Antoni y, de repente, me tope con la Plaça del Dubte, más que idónea para la ocasión, pues servidor iba perdido y hasta tuvo que preguntar a una mossa, de esas con placa y porra, el camino para llegar a mi destino. La de la duda se sitúa en un enclave anónimo, por lo que es más probable que paséis por delante y ni siquiera os percatéis de su existencia, coronada cronológicamente por una doble placa que recuerda los tiempos franquistas del distrito quinto, tan bien reflejados en la literatura dedicada a nuestra ciudad por Juan Marsé, quien en su última novela, Caligrafía de los sueños, retorna a los parajes de putrefacción del chino para que el joven protagonista cate los primeros alcoholes y la tentación del sexo, aún vigente en esos parajes para los que quieran degradarse en las calles, que al menos ahora no constituyen el abrumador pasillo humano de antaño.

Un poco más abajo del escepticismo, tan propio de nuestra desangelada época, hallaréis la calle de la Cera. Por favor, no la confundáis con el museo. Es un rinconcito soso, sin más chicha que un montón de bares y una aglomeración de viandantes de rostro extranjero que dominan esos parajes sin molestar a nadie porque han hecho suyo lo que nosotros desdeñamos durante decenios. En un punto determinado la calle se bifurca mediante un muro que abre la veda hacia otra hermosa plazoleta. Desechad la estética, pasad de los comentarios de Google maps y entrad en Pizzas l’Àvia. Regentado por un escritor uruguayo, el local tiene una oferta calidad-precio excepcional. Puedes comer macarrones, lasagna y lo que quieras por menos de cuatro euros y sales con la barriga contentísima. Lo descubrí de casualidad y sólo me impide repetir tiberio la lejanía con mi campo de acción habitual, ubicado en Gracia.


Ser ciudadano adoptivo del mejor barrio de Babilonia es un problema. Sus cuatro fronteras son un muro insalvable que llena de pereza hasta al más osado, como si el resto de la capital catalana fuera una molestia espacial con la que convivir. Quizá por eso conozco demasiado bien las calles de la Vila, laberinto sin Minotauro que transforma a los jóvenes en viejos por la escasa movilidad de su placer. Normalmente termino mis noches en el restaurante Amèlie, de nombre trasnochado y copas de vino carísimas. ¿El motivo? No lo diré, quien quiera que vaya y lo descubra. Lo importante acaece tras la cita con Baco. Subo por otros recodos y alcanzo mi calle favorita, la de las tres señoras, lugar infravalorado que, os lo aseguro, volverá a brillar con luz propia en menos que canta un gallo. Su nomenclatura se debe a un clásico del siglo XIX. Gracia, que llegó a ser la octava ciudad de España, creció a golpe de compra de parcela. La correspondiente a la Plaza del Señor Rovira i Trias, con el que mantengo estupendos diálogos, fue adquirida por los potentados Massens, Rabassa y Torrente, no el de Santiago Segura, sino más bien el que bautizó el Torrent de les Flors, catalanizado erróneamente tras la muerte del dictador para generar una sinfonía de arroyos entre Vidalets, Mariners, Ollas, Lligalbé y un largo etcétera fluvial.


Volvamos a lo nuestro. Los tres compradores del terreno tenían tres mujeres, y las desdichadas, viendo que podían cobrar protagonismo en placas que les pertenecían por mera economía, exigieron a sus esposos una parte del pastel. Querían su calle a toda costa. La solución final impidió un desbarajuste. ¿Queréis vuestro nombre grabado en piedra? Pues no. Nosotros somos los patrones. Os concedemos una arteria para todas, y así es cómo surgió lo de las tres señoras, que nada tiene que ver con las famosas gemelas que engañaron nuestros días de infancia.


Cuando alcanzo mi auténtico barrio, el tranquilo Guinardó, suelo pisar la Calle del Olvido, aunque esa, porque de otro modo sobrepasaré el límite de palabras que me exigen, ya es otra historia que espero, recordéis con la esperanza de hallar ignoradas avenidas que claman atención en su silencio. Si lo hacéis ligaréis más y no tendréis resaca, os lo aseguro.

Ilustración. Nil Bartolozzi

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