jueves, 25 de febrero de 2010

Cosas que los nietos deberían saber de Mark O. Everett en Revista de Letras





“Vivo escondido dentro de mí mismo en la vida real, para evitar el dolor y la humillación, pero en cuanto subo a un escenario trato de montar un número apasionado y sentido. Es la hostia.”


( Mark Oliver Everett)

La frase que encabeza esta reseña serviría para resumirla. La autobiografía del cantante de Eels es una elegía entrelazada con la constante de superar el malestar y buscar un sentido a la existencia. Sólo así puede entenderse la resistencia ante un despiadado e ininterrumpido flujo mortuorio encuadrado en la cercanía, como si la vida del protagonista se abalanzara inevitablemente hacia la más absoluta soledad y al reto de paliarla con música, único consuelo, compañera inseparable en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad y, demasiados, si me apuran en la pobreza y en la riqueza, pues el dinero también influye lo suyo en Cosas que los nietos deberían saber, último libro de la editorial barcelonesa Blackie Books, espléndida como siempre en sus ediciones y contenidos, siempre precedidos por un prólogo de autor, en este caso del argentino Rodrigo Fresán, quien a lo largo de veinte páginas introduce las excelencias de Mark Oliver Everett, rara avis in terram del panorama pop por su obstinado método creativo y la firme voluntad de no seguir las coordenadas en el convencional guión de la industria.

Dos posibles sabores en un mismo recipiente: Your inside is out and your outside is in.

Todos tenemos una infancia. En Virginia, sobre todo si eres un astro futuro, parece un período difícil. Miren a Morrison y sus traslados, primer paso hacia el genial abismo. Nuestro protagonista no se movió de su casa, que con el tiempo se erigió en metáfora de ruina y descomposición familiar, gran y anodino espacio novelesco que explica las partes del drama. Sus recovecos esconden el pasado, las habitaciones de los mayores el último suspiro. Lo mejor, o lo peor para quien lo padece, es que toda su historia está instalada en la más pura realidad. Imagínense a un adolescente inadaptado y medio rebelde, sumido en un marea mental de descubrimientos. Cuando llega al hogar nacen murallas de incomunicación. Sus padres son un genio atareado con tendencia a largas siestas y una buena mujer querida por la comunidad. De repente, mientras transcurre uno de tantos veranos del amor, el progenitor muere y el contacto que, ya sin hálito, se produce con su hijo es el más fuerte que ambos nunca tuvieron. El casi veinteañero lo recordará siempre y acrecentará su importancia cuando a la lista de difuntos se sumen su hermana, suicida por elegir mal el camino, y su madre, víctima de un cáncer pulmonar de amor pasivo, deceso inércico con humo acumulado.

Las pérdidas clánicas tendrán matices oscilantes entre el aplacamiento de emociones positivas y lecciones filosóficas que el río nos sirve cuando menos lo atendemos. La pueril batería de los primeros aplausos evoluciona hacia confines más técnicos y pulidos, escuchar produce sabiduría y de los demás se aprenden los andares básicos para ingresar en el escaparate del sueño musical. Everett lucha mucho consigo mismo y se fusiona con su pasión como un jugador que apuesta todo a una sola carta. Y le sale bien. Su proverbial ensimismamiento le lleva a proceder al revés. Los directos llegan a la meta en segundo lugar porque la producción se anticipó y catapultó al artista, mediante una serie de benditas coincidencias callejeras, a una discográfica de postín que mostró buena voluntad. Sus dos discos en solitario quedaron eclipsados con el nacimiento de Eels, banda de nombre forzado por circunstancias comerciales, lean el libro y sabrán el motivo, que sorprendió a propios y a extraños, también al mismo Everett, en el universo alternativo por su apabullante éxito mundial. Lo significativo es observar cómo su líder y compositor confiesa abiertamente la dualidad que encierra su profesión. Su ego es débil, de una marcada inseguridad. Las debacles pesan. El héroe lo sabe y asume que cada parcela oculta un nuevo ciclo, no tiene sentido limitarse, por eso cada nueva entrega del variable, en cuanto a componentes, conjunto estadounidense es el reflejo directo de la irrenunciable vocación de su artífice para con su trabajo, comprensible sólo desde la perspectiva de ser artesano en el estudio y rompedor en el escenario, donde nunca nada se repite por ese magnífico afán de cerrar etapas y experimentar todo lo posible, haciendo que cada gira sea completamente distinta a la anterior. Esa búsqueda consciente es otra fuente de problemas. Los empresarios de la inestable constelación musical respiran con la soga al cuello y no entienden de arte en sus carteras, quieren inmediatez radiada para bañarse en verde, algo que Mark Oliver no puede garantizar.

¿Cómo va a hacerlo si hasta es reacio a ceder sus canciones para anuncios publicitarios de rompe y rasga?

Esa integridad es la mejor seña de identidad del autor, hombre obcecado, dotado de una extraña paz casi metafísica que le permite ir más allá, aunque quizá su verdadero halo, entre tanto caerse y levantarse venga de la pasmosa naturalidad con que interpreta su papel de estrella, niño curioso que se emociona cuando sus ídolos quieren colaborar y se congratula por pequeños detalles cotidianos sin perder el rumbo que marca su estela, repleta de efemérides en las que el pobre cantante se ve sumido en situaciones surrealistas causadas por la anormalidad de los gobernantes, como cuando durante la campaña electoral de 2001 George W. Bush predicó la maldad del LP Daisies of the Galaxy como ejemplo de porquería vertida a la juventud. Tomarse versos al pie de la letra es puro refrendo al vicio político de tratarnos como imbéciles. Goddamn right, it’s a beautiful day!




El músico convertido en escritor: una apreciación final.

En los últimos meses el mercado editorial español ha publicado una considerable cifra de obras escritas por músicos. La solvencia del género está por ver, pero si podemos afirmar que, desde Antonio Luque pasando por Nick Cave y llegando a Mark Oliver Everett, la calidad de estos volúmenes es un peligroso tobogán, aunque no siempre es así, que seduce en la escalera y puede generar daños irreversibles a la ilusión del aficionado al final de la bajada. Cosas que los nietos deberían saber se salva holgadamente de la quema por lo contado en estas líneas y por poseer un estilo directo agradable sin ostentación ni pavoneo, melodía profunda con toques ligeros perfectos para sumergirnos en vivencias que esperamos se prolonguen, en la prometida segunda entrega prevista para dentro de cuatro décadas, cuando la guitarra seguirá electrizando y quizá el novel literato presuma de vasta estirpe. En caso contrario se la inventará. Quedan avisados, ¡Ah! Yo también creo que cualquier niño al que no le gusten The Beatles será mala persona.


Jordi Corominas i Julián


http://www.revistadeletras.net/la-confesion-de-lo-agridulce-cosas-que-los-nietos-deberian-saber-de-mark-oliver-everett/

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