Que coincidan en ciertos aspectos no significa que sean iguales. Sirva esta aclaración inicial para evitar confusiones. Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina han vuelto este mes a las librerías con dos novelas que insisten en alejar el género de un canon decimonónico que estos últimos tiempos, por no hablar de otros, quiere arrinconar sin eliminarlo. No se trata de matar el origen, sino más bien de mostrar, algo en lo que han insistido otros autores, que la vieja dama tiene una vida que se alarga mediante transformaciones, evoluciones que aceptan que su tejido no puede basarse siempre en el mismo corte y confección.
El impostor y Como la sombra que se va comparten esa afinidad con otra obra aparecida recientemente: Lo que a nadie le importa de Sergio del Molino. En estas novelas asistimos a una búsqueda que es una investigación donde el escritor no se esconde y es protagonista al indagar y desnudarse en pos de su objetivo: un personaje diferente en cada caso, motivo que condiciona la trama, el enfoque de la misma y el resultado final.
La desnudez que es exhibir el proceso está presente en esta trilogía. Si Del Molino escarba en los vericuetos de una existencia cercana aunque distante, su abuelo, Cercas lo hace con un hombre que aun vive y con quien puede hablar, Enric Marco, el genio maléfico que metamorfoseó mil veces su existencia para ser lo que no fue y proyectarse en esa ansía de figurar con una extraordinaria habilidad. Por su parte Muñoz Molina lo hace con un ilustre fallecido: James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King.
Los tres autores, distintos y afines, consideran a su creación, que lo es por cómo la tratan al tiempo que goza de otra condición mediante su existencia real imposible de plasmar en su totalidad, un hilo que ahonda en una instancia superior: la Historia, protagonista de sus relatos desde una perspectiva donde el ser que camina con ellos, en la escritura y la imaginación, sintetiza a la perfección la visión que se quiere plasmar. José Molina es la España callada por un siglo XX enloquecido y una dictadura atroz. Enric Marco es la imagen del superviviente que moldea un mundo dentro de un mundo y lo hace creíble a ojos de los demás. James Earl Ray es alguien que escapa de sí mismo, un barco perdido en un universo de fantasía demasiado teñido de realidad. Todos ellos, quizá sin saberlo, creen en la frase de Dedalus en Ulises, en esa pesadilla de la que intentan despertar, la Historia, muda y siempre activa, tortura e inevitable acción.
Seríamos hipócritas y este artículo sería mera retórica si pretendiéramos afirmar que lo que se comparte conduce a una pura igualdad. En algún momento de cada uno de los libros se plantea la posibilidad de una impostura por parte del autor. En lo que concierne a Del Molino sólo se perciben leves atisbos que más bien están relacionados con la impotencia de no poder preguntar al abuelo, un lamento que viaja hasta el instante de la adolescencia donde José Molina era un extraño que no despertaba gran interés, un cuerpo raro entre la maleza de una vida formándose.
Cercas ha esgrimido su propia farsa más en entrevistas posteriores a la publicación de su última novela que en la misma, donde se erige, en una línea que caracteriza buena parte de su estilo, en un inquisidor que navega en sus propias páginas con una energía que inquiere y quiere abordar una meta desmenuzándola mientras lanza hipótesis que se convierten en luchas a verificar a cada paso, de la pregunta al dato hasta alcanzar posibles conclusiones que enhebran el conjunto hasta darle solidez. Con Marco tiene delante un cuadro cubista. A primera vista es una cosa hasta que la contemplación exhaustiva permite ver claro y eliminar el facetado hasta adquirir una forma nítida porque mirar para él es una tarea detectivesca, un reto salvaje, como lo es para Muñoz Molina confesar que durante ese período de incertidumbre que todo hombre tiene una singladura se sentía un timador entre un sinfín de ríos bañados de alcohol y duda. Duda de la doblez del funcionario que aspira a ser escritor y no se atreve a proclamarlo a los cuatro vientos pese a insistir en su pasión. Duda por el caos de un matrimonio y un espacio desajustado. Duda por ir a Lisboa como un perdido y descubrir, veinticinco años más tarde, que James Earl Ray también dio con sus huesos en la capital lusa desde la desorientación alienada de quien camina sin saber donde está en esa ciudad frontera, encrucijada de signo distinto porque para el ubetense fue luz y para el asesino del adalid de los derechos civiles un limbo previo a la condena.
Aquí, de repente, Sergio del Molino se despide del texto, y lo hace con otro apretón de manos al dúo resistente, con quien sigue una senda que visita los lugares donde acaecieron los hechos por amor a la precisión y una obsesión que es el mismo acto de engendrar un hijo literario. No se menciona en su libro a Don Quijote de la Mancha, quien para Cercas guarda una similitud fundamental con Marco. Al final de la novela cervantina su héroe asume, al fin, ser Alonso Quijano. Asimismo al final del camino Marco, el prestidigitador que fue Secretario General de la CNT y caudal de la memoria histórica, puede aceptar lo que fue sin la bolsa repleta de mentiras que paseó durante más de ochenta años. En cambio, en Como la sombra que se va la magna creación de Cervantes desde ángulos heterogéneos entre los que cabe mencionar cómo es quimérico pensar en una escritura terminada con rotundidad, en lo utópico de un punto y final mientras datos, informaciones y efemérides se cruzan en los pasos de quien se adentra en el laberinto de una temática que siempre crece, como si se tratara de un ente independiente que rechaza descubrir todos sus rostros. La reflexión nos sirve a otro punto donde Don Quijote irrumpe con fuerza a partir de las cavilaciones de la imaginación mientras se construye la pieza. La compilación de notas y documentos permite vislumbrar cómo aconteció lo que centra las pesquisas, pero todo se altera al ver con los ojos enclaves, objetos y asfaltos. Esa realidad palpable permanecerá intacta mientras que el libro ha creado otra, certera, a partir de la primera.
Puede que haya dicho adiós a Sergio del Molino con excesiva premura. Su novela tiene su base en el estudio de un allegado, y en este sentido él es quien da más trascendencia a este aspecto. Para Cercas su hijo es el acicate que impulsa a dar el salto, abandonar miedos y lanzarse a la aventura de ir a por los intríngulis de ese magma de energía desmedida que es Enric Marco. Para Antonio Muñoz Molina los íntimos, pasados y presentes, marcan un antes y después prístino, tanto que su compañera se erige en tabla de salvación que supera lo pretérito y disipa las brumas de la impostura que no fue tal. Más tarde, no hay que olvidarlo desde la elegancia con que se infiltra en el texto, recorre con él los parajes que aparecen en Como la sombra que se va, cómplice y aliada, paisaje extraordinario que no puede obviarse si se analizan los límites de la nueva entrega del autor de Plenilunio.
Si siguiéramos con las diferencias este modesto ensayo rebasaría su grado de legibilidad en la red, aunque no está de más, de hecho es menester, remarcar como mínimo una primordial. El envite de Enric Marco es contra sí mismo. Bien, alguno podrá decir, y no le faltará razón, que combate contra su época y un destino marcado desde ese nacimiento en un manicomio que todo parece marcarlo con fuego. Sin embargo, su guerra es interior enmarcada en los dimes y diretes de Clío que lo ofende poco al ser él mismo, desde una posición humilde, quien medra hasta alcanzar cotas impensables en el quilómetro cero. Esto lo distingue de James Earl Ray, quien pese a su eterno vagar por carreteras de Estados Unidos y su acuciante complejo de inferioridad, fruto de una más que desafortunada infancia familiar, se inserta en la Historia con mayúsculas al terminar con la vida de un ejemplo para toda la Humanidad. Al apretar el gatillo de su rifle e impactar en el Doctor que se asoma al balcón de un motel crea un mártir y deviene, con redoble de tambores, un mártir de sí mismo. En este aspecto Muñoz Molina, con su lírica sosegada a la par que intensa, ejecuta con maestría una sinfonía que tiene cierto aire fílmico porque nos brinda la perspectiva enfermiza del criminal, mutante en sus nombres tanto como Marco, para luego, en un leve suspiro imprescindible, desgranar los temores de Luther King, quien estresado en su contienda flaquea y también, como todos, se pregunta si no es un impostor, una fachada que oculta un moldeado deficiente, con pies de barro, el de un hombre débil y por lo tanto grande en su envergadura moral.
Es hora de cerrar estas páginas. Supongo que existen infinitos modos de rizar el rizo, pero ahora acude a mi memoria Impostura de Enrique Vila-Matas que a su vez se emparenta con Pirandello por mímesis. En esa novela de 1984 la falsa identidad retrata un tiempo y un lugar, esa Barcelona gris del franquismo donde un usted no sabe con quién está hablando definía la pauta del comportamiento comunitario. No está de más recordarlo porque esa maraña, su confusión intrínseca, crea una línea de continuidad expresada desde distintos puntos de vista que sin quererlo contemplan la pasada centuria como la de la impostura, y no deja de ser curioso que se pueda trazar esta línea en la literatura española desde autores tan importantes, nombres que dejan un poso y saben metamorfosearse con la palabra, no para engañar, sino para ensanchar el espectro.