Gustav Mahler tuvo la suerte de morir en 1911, justo antes del cataclismo del que este año conmemoramos el siglo. La fortuna de su óbito impidió que en vida se asemejara a los que tanto detestó, pues la cultura que nacería después de la Primera Guerra Mundial, amenazante en el horizonte desde principios del novecientos, lo hubiera considerado una especie de reliquia, digna, pero de otro momento ya superado. En este sentido es digno de encomio que el genio austríaco entendiera a la perfección que un nuevo tiempo se avecinaba. De otro modo sería imposible comprender su relación de amistad con Arnold Schoenberg, a quien confesó no entender con total plenitud su camino hacia la revolución que engendraría el dodecafonismo.
La incomprensión del padre era distinta a las reglas canónicas porque se nutría de una esencia que sabe leer el arte a través de etapas que se complementan entre sí por evolución. Sólo de este modo puede captarse cómo Mahler, además de un prodigioso e innovador compositor, fue un excepcional director de orquestra porque asimilaba las enseñanzas de los grandes del pasado para catapultarlos al presente con su pureza intacta e impoluta, consiguiendo que su canon deviniera clásico mediante el virtuosismo de su batuta.
A lo largo de la última década la bibliografía relativa a nuestro protagonista se ha acrecentado en España desde varias perspectivas. Una de ellas topa con una tendencia bastante absurda que copa la fascinación a través de retales biográficos que se convierten en tópicos. Un cierto sector ha privilegiado su recuerdo a través de la insigne, ínclita y polémica viuda. Alma Mahler y sus escritos gozan de gran atractivo para un reducido, aunque trascendente sector de público. Por otra parte existen otro tipo de obras, como la de Norman Lebrecht que comentamos en estas mismas páginas, que prefieren abordar la existencia del compositor mezclándola con sus logros musicales, fundiéndolos en un todo natural que se aleja del mero homenaje, como se da por ejemplo en los recuerdos de Bruno Walter, e investiga cómo avanzó ese torbellino destinado a evitar la indiferencia antes, durante y después de su singladura de medio lustro por este mundo.
Para completar la serie, infinita porque siempre surgirán nuevos volúmenes que aportarán algo al ingente material disponible, faltaba que apareciera en castellano la magna, por absoluta, biografía de Henri-Louis de La Grange. En mis memorias de paseante por librerías siempre quedará un hueco para esas pausas en la sección de música mientras dudaba si gastarme ciento ochenta euros equivalentes a tres mil ochocientas páginas sobre el que fue director de las más importantes Óperas del fin de siècle. Miraba esos lomos encuadernados de negro con letras blancas y pensaba si valía la pena gastar tamaña cantidad de dinero. Ahora Akal publica la síntesis de esa maravilla en un solo tomo que resume la bestia, idea muy de acorde con nuestra era, donde los monumentos para ser aprehendidos deben ser guillotinados para facilitar su digestión en una sociedad que pide prisa y concisión.
El resumen, factible gracias al esfuerzo de Joël Richard, enfoca la cuestión de condensar tanta hiperactividad con verdadera solvencia. Si el autor necesitó tanto metraje, por usar una válida metáfora cinematográfica, para cumplir con su cometido fue porque su personaje de predilección fue un monstruo que nunca paró en su voluntad de amar su arte y proyectarlo a los demás. Se ha hablado de un Mahler dictatorial, pero lo que encontramos es, sobre todo, un perfeccionista que no quería dejar ningún cabo suelto en su versatilidad que le proporcionaba el hálito para seguir hacia delante. Ello se ve y se entiende desde las dificultades de su origen, burgués de provincia y judío, hasta su periplo para escalar las cumbres que se había propuesto desde una coherencia envidiable basada en dos factores que anticipan muchas modernidades. Una de ellas es su afán por mezclar lo popular con la alta cultura, como si de este modo hubiera entendido con gran antelación que el siglo XX tomaría estos positivos derroteros. Esta postura, audible desde su primera sinfonía, le granjeó duras críticas a las que se añadieron las de una crítica que alternaba sus reproches entre un furibundo antisemitismo y una escasez de miras donde la afrenta del austríaco era imponer pautas originales que reforzaban lo tradicional desde su asimilación, única forma de superar lo vetusto para brindar la primavera a la Humanidad.
Si usamos estos vocablos es porque la labor creadora era el premio a su trabajo anual en teatros de rompe y rasga. El gran laurel fue dirigir la Hofoper entre 1897 y 1907. La gran institución vienesa era más que una ópera, era el sitio donde medir el pulso de una sociedad que se debatía entre un anquilosamiento esquizofrénico simbolizado por Francisco José, el padre amenazante en la cúspide, y un vigor cultural comparable al de París por pluralidad y riqueza. Las embestidas que propinaron a Mahler eran propias de un conformismo que notaba amenaza en un impulso de limpieza donde lo pretérito se hermanaba con el presente sin dificultad. Alguien llegó a decir que las grandes figuras empequeñecen a los sempiternos enfurruñados, y en este caso la ecuación se cumple a rajatabla. Sólo cuando abandonó su puesto se hizo cruenta su ausencia, pérdida que advertía de un adiós al esplendor y una bienvenida al Nuevo Mundo cargado de oportunidades en contraposición con Europa, condenada a quebrarse en su petrificada insolencia.
Mahler en Nueva York es la inteligencia de quien abandona la nave porque sabe del motor gastado. La leyenda ha querido mostrar su estancia estadounidense desde una óptica enferma que desmiente el experto francés, hagiógrafo sin pasarse al atestiguar una precisión cada vez menos frecuente en el género. La Grange considera, no sin razón, que hoy en día Mahler se hubiera salvado y que sólo se topó con la guadaña porque en 1911 no existían los antibióticos. ¿Influyó en algo lo atribulado de su último lustro con el fallecimiento de una de sus hijas y la crisis con su mujer? No debe descartarse, si bien el autor prefiere mimetizarse con el objeto de estudio hasta el punto de enhebrar una obra donde se exhibe la tenacidad de quien se desvivió por aquello en lo que creía hasta entregarle el alma al creer con obstinación en su misión, pues no puede calificarse de otro modo su carrera, tour de force destinado a la inmortalidad con unos ingredientes que asombran por lucidez y que pueden rastrearse no sólo con el alud de datos que contiene cualquier vida porque el volumen se cierra con un análisis pormenorizado de todas sus piezas, diseccionadas al milímetro, una por una, sin dejar espacio para el defecto o la improvisación.
Decíamos al inicio de este texto que Mahler olió el porvenir. Mientras lo hacía también supo dejar su impronta pese a correr millas por delante con un estilo burgués del instante en que esa clase social era capaz de mejorar la sociedad desde la excepción. El vocerío de la ignorancia le afectó como a todos, pero sabía que su herencia, su verdadero poso, estaba en un pedestal mucho más alto, desde donde no se escucha el ruido y la mediocridad queda apartada con naturalidad. Creía en su estrella y por eso aun la contemplamos.