miércoles, 13 de octubre de 2010

Suites imperiales de Bret Easton Ellis en Revista de Letras


Veinticinco años después en la inercia: “Suites imperiales”, de Bret Easton Ellis
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 8.10.10


Suites imperiales. Bret Easton Ellis
Traducción de Aurora Echevarría
Mondadori (Barcelona, 2010)

Es importante reparar en la fecha de nacimiento del lector. En 2005 cayó en mis manos Less than zero de Bret Easton Ellis, publicado veinte años atrás. Me hubiese gustado trasladarme a ese momento para poder captar su corrosividad, lo salvaje que erosionaba por un sinfín de referencias escandalosas que el paso del tiempo diluyó por mimesis, aceptación del producto y reiteración, en múltiples lenguas y relatos, de la historia, vieja conocida que en los setenta plasmó con más soltura, y su habitual elegancia contundente, Martin Amis en Dead babies. El debut de su colega americano desmenuza la típica vivencia de unos cuantos hijos de papá descarriados que, pese a sus quejas, aceptan el orden establecido y se lo beben en una vorágine autodestructiva propiciada por el aburrimiento del Hollywood de los ochenta. El impacto que causó la breve novela sólo puede entenderse en su contexto histórico, donde el alboroto fue notable porque se criticaban los muy asentados valores de una sociedad conservadora capitaneada por Ronald Reagan. El despiece se ejerció con magistral pericia y esas migajas en el camino de crispación al abordar temas tabú como la homosexualidad, infiltrada en el texto con mucha naturalidad a través de una desnudez estilística que reforzaba más aún la visibilidad de las lacras, ocultas entre ricas paredes para no manchar el plácido exterior del sueño estadounidense. Esta idea vertebra parte de la obra del californiano, fiel y crudo notario de la personalidad más sucia del país de barras y estrellas. La cima fue American Psycho, donde los postulados de Less than zero ganaban en profundidad y se expandían hasta el infinito a través de un personaje mítico, Patrick Bateman, hombre que al tener todo sin esfuerzo lucha por vencer su sopor asesinando , impune por su traje de yuppie y una frialdad a prueba de bombas, desatado con niños, putas, mendigos y compañeros, egocéntrico vengador darwinista que su creador transforma en un símbolo individual de una mentalidad colectiva que flota en la feliz sordidez acumulativa de marcas, detalles banales y un culto a la imagen que catapulta la máscara al más alto pedestal, por lo que podemos intuir sin mucha dificultad que el autor, y así lo corrobora su trayectoria, se gusta desvelando ambientes reales donde nada es lo que parece.





Lo mismo ocurre con su última y esperada novela, Suites imperiales, en la que reaparecen los personajes de Less than zero cinco lustros después, y no crean que han cambiado mucho. Easton Ellis los conoce demasiado bien. Aviso para navegantes. Mondadori ha editado los dos volúmenes, y seguramente convendría sumergirse en el primero para entender mejor el segundo. Las pinceladas son útiles para quien tiene referencias previas, no así para el neófito que compre el libro y sienta cierta desorientación por una excesiva síntesis en la construcción de Clay, Blair, Julian, Rip y compañía. Sus vidas han seguido un perfil previsible. Clay lleva la voz cantante desde su deriva de éxito en el microcosmos del séptimo arte. Escribe guiones, reside en un apartamento de lujo y domina el arte de seducir con promesas de pacotilla a actrices desesperadas que se venden al mejor postor. Cada noche es una fiesta, rutina de exceso ansiosa de la repetición de la novedad. Sin embargo, el narrador es muy consciente que con esas premisas poco puede ofrecer, por lo que exprime la maquinaria introduciendo los justos elementos que enganchen. El suspense surge de un seguimiento automovilístico que levanta sospechas, ulteriormente confirmadas cuando comprueba que su lujoso pisito ha sido visitado por alguien con la clara intención de hacer notar su invisible presencia, inquietante por omnisciencia y mensajes de texto calcados a un GPS de pasos marcados. La siguiente estratagema de impacto es la chica, una rubia despampanante intuida en otro sarao y materializada porque así, nunca mejor dicho, lo requerían las circunstancias del guión. La joven quiere obtener un papel en una película The listeners, donde Clay es influyente. Cherchez la femme. Por interés te quiero Andrés. Semanas de vicio y follar a diestro y siniestro. Tranquilidad en el acoso. Cesan los pitidos telefónicos hasta que, de repente, Rain Turner- porque ése, y no otro, es el nombre de la pésima actriz con formas de modelo- coge sus maletas y se despide durante una semana rumbo a San Diego, tramo temporal repleto de imanes que convergen en encuentros de los antiguos camaradas del instituto, desperdigados en una cercana lejanía de movimientos ajedrecísticos de alto voltaje. Esta primera parte del libro mantiene la tensión y destaca por su dominio de la condensación ambiental. La meca del cine y sus relaciones son un pueblo de dimensiones estratosféricas que se conectan entre sí por marujeos y tecnología. Julian, Blair, Rip y los demás han seguido una senda paralela, tan sólo diferenciada en el grado de celebridad y números en la agenda, similar por sus hojas en blanco al rompecabezas subterráneo que la trama hilvana sin exhibir hasta el tramo final de su recorrido, cuando explote la traca y los aficionados al artefacto se relaman con secuestros, snuff movie, burdeles, crímenes, juego sucio, sueños premonitorios, pistas, infidelidades y obsesiones guiadas por un estúpido y poco creíble enamoramiento que en ocasiones parece dotar a la historia de un toque negro característico de ciertos roles del género, muy en boga en el cine de los cuarenta, que sucumbe por la precipitación vertida en las últimas páginas, veloces y muy confusas, aceleradas en una secuencia de acontecimientos que mantienen la intriga sin tener muy clara la resolución ni el vínculo que existe entre ellos, como si el batiburrillo se generara para acumular situaciones extremas para épater le bourgeois y ser bestia hasta el disparate, trasgrediendo por normalidad estilística sin que ello signifique brillantez, sino más bien un territorio trillado, campo de minas sorteables porque ya conocemos su ubicación.

Sorprende constatar como un escritor proclive a la genial extenuación de la minucia se deje llevar por la inercia y dilapide el crédito de Suites imperiales por querer cerrar el asunto en un abrir y cerrar de ojos confiando en tópicas tretas para asegurar el tiro y mantener usos representativos de su narrativa. Los adeptos poco exigentes estarán contentos. Los que creemos en el crecimiento continuado de un escritor esbozaremos una mueca agridulce, porque Easton Ellis, pese a tener en su pluma la posibilidad de una novela a reseñar, sigue demostrándonos cómo se embarranca en las distancias cortas, con lo que quizá su tan cacareada economía se resuma sólo en lo austero de su prosa, necesitada de kilómetros para encajar las piezas.

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