sábado, 25 de junio de 2011

Las ratas de Montsouris de Léo Malet en Revista de Letras


Crimen, antropología, París: “Ratas de Montsouris”, de Léo Malet
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 24.06.11

Ratas de Montsouris. Léo Malet
Traducción de Luisa Feliu
Libros del Asteroide (Barcelona, 2011)


El género negro en Francia es una joya nacional. Siempre pensé, y creo no equivocarme, en sus orígenes de amor a lo americano, a ese cine de tenebrosa fotografía, muchos tiros y rostros turbulentos de los años cuarenta, celuloide único que aún deleita pese a la velocidad de nuestro tiempo, donde la lentitud de la pesquisa quiere ser enterrada en aras del efectismo, cáncer pésimo, pútrida rutina que la tecnología confirma.

Los detectives de hoy no entienden el ayer. Aún así los asesinatos no pasan de moda, simplemente se resuelven con otros métodos que ya hacen imposible películas al estilo de Le Samourai de Jean Pierre Melville y otras perlas del Hexágono. La novela negra de antaño respiraba barrio, lo comía y se integraba en su tejido, haciendo de la muerte una señora que impregnaba las calles, verdaderas protagonistas de tramas racionales con el crimen en primer plano.


Léo Malet no era, si es que eso existe, precisamente normal. Este eterno huérfano se trasladó a París cuando era un adolescente y malvivió en un sinfín de trabajos que curtieron su mente en vericuetos de todo tipo. Fue albañil, picapedrero y hasta figurante de cine. Su gran suerte fue conocer a los más destacados elementos del círculo surrealista de la capital gala. Entabló amistad con Magritte, Breton y Louis Aragon, quienes le ayudaron a publicar sus poemas en revistas. Más tarde, ya seguro de sus capacidades, dio el salto hacia la independencia, y pese a ganarse el pan bajo varios seudónimos también reivindicó su nombre con un ambicioso proyecto consistente en escribir un noir ambientado en cada uno de los veinte arrondissements de la ciudad de la luz. Ratas de Montsouris es uno de ellos y transcurre en el distrito XIV, mezcla de bohemia, bajos fondos y burgueses venidos a menos.

Sólo un hombre como Malet podía concebir un detective privado con la anárquica inteligencia de Néstor Burma, apasionado investigador que con tal de tener un caso es capaz de meterse en las peores pocilgas y sacar petróleo que le permita seguir con lo que más ama. Su oficina está en cualquier parte y en su despacho, donde la bella Helène atiende las llamadas y soporta con tono agridulce los delirios de su jefe, que en esta ocasión inicia el baile con una doble cita que vira hacia la coincidencia.

Nuestro héroe acude disfrazado, así se lo han exigido, a un bar donde da en los billares con un antiguo conocido. Ferrand, como Clermont, es un tipo amargado que alberga la esperanza de ver recompensado tanto sufrimiento embolsándose muchos millones. Tiene el plan y la voluntad, lo mismo que un juez retirado con una joven y hermosa esposa que pide a Burma vigilar una estafeta de correos para seguir el rastro, oh cielos, de Ferrand, quien aparecerá muerto en su domicilio al lado de la estación de tren, otra clave romántica que nos transporta a esos años cincuenta donde el carbón era importante y se asociaba el temblor de la tierra con el paso del ferrocarril.

En el edificio del cruento homicidio el detective ha observado algún que otro detalle esencial -¿Qué sería de un relato de estas características sin roles atractivos?-. Cuando leemos la crónica de sucesos del siglo XXI sentimos decepción. Los periodistas han olvidado el valor de lo mundano y centran sus palabras en hechos, sin entrar en ningún momento en lo humano que contiene la tragedia, rompecabezas que desde la frialdad oculta muchos puntos calientes entre vivencias, romances, efemérides y recuerdos que conducen a la resolución. Burma lo sabe, y por eso recordará a esa mujer de la escalera, una pelirroja de aúpa que tras el asesinato viste extraños ropajes manchados de sangre, telas para dar aliento al avieso sabueso.


Preguntar, indagar. Malet construye con la figura de este policía más allá de la ley con su propio ADN, lo que confiere al personaje una magia que alterna humor con las premisas de un Marlowe europeo y con cultura. No es nada casual que una de las claves del misterio resida en la visita al hogar de un experto en arte naïf, y tampoco surge de la nada que el marido de la peligrosa pelirroja, una ninfómana empedernida, sea un pintor de alto standing que desperdicia su arte retratando a magnates y gobernantes, mediocres que desprecian lo artístico en pos del cinismo funcional. Cambiare tutto affinché nulla cambi.

¿Quiénes son las ratas de Montsouris? La apariencia de la realidad engaña, y una de las virtudes de la estructura de esta rápida y meditada novela es su jolgorio al guiarnos hacia callejones que juzgamos previsibles hasta que el narrador, manejando sus títeres con sorna, nos golpea y rompe esquemas que el detective domina con el desparpajo típico de su época, cuando estos señores que fumaban en pipa y lucían andrajosas gabardinas tenían el don de una sabiduría vetada al resto de los mortales. En este sentido Burma responde a unas coordenadas más que conocidas. No se le escapa ni un suspiro, extiende su mirada, ata cabos y actúa en el siguiente escenario, pues una de las maravillas de este tipo de narrativa es situar lo urbano como una gran obra de teatro con distintos enclaves que desde su diversidad conducen de manera inevitable a la unidad que es la verdad, siempre esperando en la esquina, siempre condenada a resurgir para que la estructura pueda tener un sentido completo.

Porque al fin y al cabo la novela negra debería ser un tablero que reflejara los vaivenes de la sociedad. Malet amaba la Historia y quizá por eso dota a su émulo literario de conocimientos que permiten comprender mejor su modus operandi, que en parte se basa en lo enciclopédico del pavimento. Situando hechos, recordando lo pretérito y asumiendo comportamientos se llega a la cocción deseada, y cada barrio es un mundo que merece ser desgranado para alcanzar el cáliz del éxito. Si se investiga en el Raval no se procederá como en Las Rozas, son universos con ingredientes opuestos que obligan a desarrollar los poderes deductivos en función del contexto. La conciencia de esta frontera da a la prosa de Malet un aire que traspasa lo criminal y lo adentra en la crónica de un tiempo y un lugar, antropólogo con ánimo taxonomista que refleja un estado de cosas y encima logra divertirnos.

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