Las contradicciones romanas de
Julien Gracq, por Jordi Corominas i Julián
Dentro
de las letras europeas Julien Gracq (1910-2007) constituye un extraño caso de
conspirador coherente, y usamos este adjetivo porque si lo calificáramos de
oculto caeríamos en una agradable redundancia. Su obra es poco conocida y su
figura, por voluntad propia mientras estuvo entre nosotros, permanece en un
incómodo plano hasta que irrumpe a la superficie.
Los
motivos de este interesante aislamiento son comprensibles. Hará poco más de un
lustro Nortesur publicó en nuestro país La
literatura como bluff, un libelo que ya en 1950 radiografiaba muchas de las
constantes del mundo de las letras entre su continua campaña electoral de
seducción y una exageración de los logros artísticos del presente para vender
la mercancía. Al año siguiente Gracq tuvo la osadía de renunciar al Premio
Goncourt que había recibido por su legendaria novela El mar de las Sirtes.
Ahora
Confluencias publica Roma, en torno a las
siete colinas, libro de viajes iconoclasta por varios motivos. En primer
lugar está la cronología. El francés viajó por vez primera a la Ciudad Eterna con
setenta años de edad, en un momento histórico convulso para Italia y la Urbe,
sumida en los negros años de plomo simbolizados por las maniobras subterráneas
del Estado y el terrorismo multicolor culminado con el secuestro y muerte de
Aldo Moro en mayo de 1978.
El
autor es consciente de la tradición del Hexágono sobre la antigua capital del
mundo. Sabe que antes de su escrito nombres como Du Bellay, Chateaubriand,
Stendhal o André Gide plasmaron en páginas plagadas a partes iguales de elogio
o desdén, pero claro, uno piensa en la capital de los césares y sus dos
milenios de relevancia conducen a un canto continuo de admiración que en pleno
siglo XXI cae en el tópico convencional carente de imperfecciones, error
tremendo porque la belleza de Roma radica en los rincones y sentidos ausentes
de guías y propagandas. Gracq apunta más hacia esta última línea y no se ahorra
expresiones de disgusto. Aborda su visión desde el conjunto que empieza en la
periferia, donde circula por la bota y muestra su predilección veneciana
mientras se aturde con la campiña que circunda el objeto de sus palabras, sosa
y casi lúgubre por su abandono.
Una
vez ingresa en el mito de las siete colinas teje su prosa poética enlazándola
con personas y arquitecturas. Se declara asombrado por la proliferación del
ladrillo rojo de la antigüedad y el contraste cromático que hilvana con la
vegetación y los edificios de otras épocas mientras agradece, por el bien del
paseante, la reclusión de las estatuas grecorromanas en museos para que su
blanco átono no desbarate más aún el amasijo de arte en un espacio enorme
aunque reducido que sólo desde el siglo XIX ha recuperado su vitola de lugar
habitable.
El
retorno de los funcionarios en 1870 tras la caída de Porta Pía y la definitiva
unificación transalpina recobró un pulso perdido que sólo el milagro de ser
sede papal evitó transformar en perpetuo pasto para pastores y rebaños. Estos largos
siglos de despoblación y lucir oropel por lo que fue confirieron a Roma un aire
que cuando Gracq la visitó era aún más palpable por el aumento del tráfico
motorizado en cualquier calle y la célebre indolencia de sus habitantes, clave
si se quiere entender cómo un símbolo para toda la humanidad se tiñe todos los
días de un aire provinciano sólo localizable mediante el arte de caminar y
perderse entre sus recovecos para encontrar, más allá del merodeo gatuno,
gestos y actos de unos actores pequeños que han hecho suyo un teatro de primera
magnitud.
Nos
gustaría charlar con Gracq y decirle que parte de sus juicios son un manual de
chovinismo. Una de sus críticas estriba en el mal gusto que supone ser una
acumulación de estratos sin unidad estilística como acaece con París y sus
lustrosas avenidas de la reforma Haussmann. El autor olvida la labor de piquete
del famoso barón en aras de la uniformidad y la magia que supone el contraste
de eras por mucho que creen desigualdades en un cielo horizontal donde aun se
atisban las reconstrucciones medievales, la incongruencia de los palacios
renacentistas en estrechísimos pasajes enfrentados a casuchas o la
omnipresencia de las iglesias, tanto que el visitante, a diferencia de otros
centros urbanos, desconoce la ubicación de los ministerios, anónimos entre la
colosal masa de piedra del centro y sus alrededores.
Pese
a tanto lamento hay momentos de entrañable lucidez. Uno de ellos se asimila al
ridículo de La grande bellezza, ese
hermoso plagio de La dolce vita, y
muestra el choque entre el turista americano sediento de poder y el populacho
contento con transcurrir jornada tras jornada en un marco privilegiado que le
hincha de amor propio y le da exactamente igual porque la Historia está sin
estar. Otra iluminación es admonitoria desde la debilidad de quien, pese a
declarar un inconformismo a prueba de bombas, acepta la belleza del sitio y la
encumbra porque los inmuebles de hormigón surgidos desde el fascismo son mucho
más feos y difíciles de destruir. Imaginarlos en un futuro con hierbajos y
grietas es un canto a preservar lo pretérito para no caer en la uniformidad
maldecida durante esos años por Pier Paolo Pasolini. En las contradicciones
está el hechizo, y la humanidad.
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