Han matado a Terry, han roto el
paisaje, por Jordi Corominas i Julián.
L’ofici
que més m’agrada, que diría Joan Salvat-Papasseït, es caminar por Barcelona. Es
agradable porque de noche los transeúntes, salvo los escasos curiosos, van a la
suya y la ciudad se vuelve una inmensa cuadrícula vacía. Una de mis rutas
favoritas consiste en salir de las estribaciones de plaça de Espanya y caminar
hasta Horta perdiéndome entre el Laberinto de calles.
Hace
poco lo hice y, para preparar un artículo, quise ir al carrer de Sant Elies
para dar con la casa donde vivió durante una buena temporada Carlos Barral, uno
de los grandes olvidados de nuestra cultura. Dejé atrás plaça Molina, ascendí
unos metros y ahí estaba, yerma y desolada, sólo enfocada por esas luces
nocturnas más estridentes si las avenidas se estrechan.
Rehíce
el camino para adentrarme en Gracia y algo turbó la normalidad. Barcelona, como
cualquier otro lugar del mundo, tiene una serie de partículas mínimas que
identifican zonas de su planisferio. Para mí el camino hacia plaça Molina desde
Balmes se identificaba con la publicidad de Terry en un muro destinado a tener
esa función, y así lo atestigua una fotografía de los años cuarenta. En ese
espacio no podía ir otra cosa. Me va.
Por
eso cuando constaté su desaparición emití un llanto mental compartido por
muchos ciudadanos. La excavadora reposaba y una pequeña valla advertía de las
obras causantes de la muerte de un símbolo minúsculo, de esos cuando
desaparecen renuevan mientras empequeñecen el espacio. Consolidan memorias, nos
hacen abuelos de batallitas y muestran el desprecio por ese patrimonio
invisible.
En
unas clases de Historia siempre les digo a los alumnos que me gusta husmear en
las hemerotecas y leer noticias irrelevantes de los periódicos antiguos porque
exhiben mejor el espíritu de la época. Si hubiera existido la prensa en la
época de la supuesta crucifixión es probable que ni siquiera hubiera figurado
en breves de internacional.
Lo
mismo acaece con las minucias significantes de las urbes. Otra que me encanta,
indultada en su momento, es el búho de rótulos Roura de passeig Sant Joan con
Diagonal. Forma una curiosa trilogía con la Sagrada Familia, al fondo de la
imagen, y el monument a Verdaguer. No es bonito, ni falta que hace, pero supone
un baluarte de su territorio, una visión indispensable y lo mismo ocurre con
otros elementos sin excesivo valor estético aunque fundamentales para el
imaginario del paseante. Mientras lo escribo pienso en la casa de Mario Catalán
Nebot en el número 112 de Sant Antoni Maria Claret, santo y seña de feísmo con
teselas de suelo de piscina. Sin su presencia la calle sería otra bien distinta.
La
ignorancia por el paisaje urbano es una vergüenza intolerable. Otras pruebas se
han dado a lo largo de las últimas décadas. Acuden a mi memoria el mamotreto de
la Diputació de Barcelona, sombra amenazante de la casa Serra de Puig i
Cadafalch o las oficinas de las nuevas Arenas de Barcelona que tapan la
maravillosa casa de la papallona del carrer Llançà, y ya puestos a no olvidar otra
ruptura de la perspectiva es la del edificio del Gas Natural, culminación de la
serie estatuaria que antes de su presencia era perfecta en los tres tramos de
passeig de Sant Joan.
El
lamento no conduce a nada, pero remarcar las ausencias conlleva, de forma
inevitable, una reflexión. Quien siga mis artículos habrá entendido que, en
líneas generales, estoy bastante de acuerdo con la gestión del actual
ayuntamiento de Barcelona, entre otras cosas por su apuesta en pos de gobernar
para todos e intentar poner freno al parque temático. Sin embargo la diferencia
entre BCN y Barcelona se cifra también en esa nimiedad llamada memoria
sentimental. Tiene tanto sentido salvar un edificio modernista como rescatar de
la ruina un cartel de una publicidad franquista que para muchos importa y
constituye una referencia que, asimismo, se ha transformado en esencia. Los
vacíos se llenan para que nada sea lo mismo.
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