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viernes, 15 de marzo de 2013

El Paseo de San Juan en Benjaminiana de Bcn Mes




El paseo que nadie pasea, by Jordi Corominas i Julián

En nuestra ciudad hay varias avenidas que gozan de una cierta consideración de nobleza. Encabezan la lista el Paseo de Gràcia y la Rambla de Catalunya. La primera destaca por su belleza modernista que combina edificios y mobiliario urbano. Tiene un par de problemas: es un escaparate vetado al ciudadano y ello se corrobora por su condición de parque temático, con esos bancos con trencadís que se crearon para dar a la gente una ilusión de templo modernista.

La segunda es la nobleza, y así deberíamos aceptarla, porque tiene en su ADN un pedigrí insuperable. Si miráramos más hacia arriba comprobaríamos un esplendor disminuido por culpa de las atrocidades que perpetró el alcalde franquista Porcioles con sus añadidos en la parte superior de muchos inmuebles, pura especulación urbanística que afea el todo, como demuestra desde otra vertiente el horrible mamotreto del Banco de Sabadell al lado de la iglesia de Montsioó, extraña pareja hija de los desmanes municipales y la poca precaución por preservar un cierto patrimonio. Este último factor se verifica en la sede de la Diputación, la preciosa casa Serra de Puig i Cadafalch, pervertida por culpa del bodrio anexo que tapa el cielo y se erige en pionero de esa costumbre edilicia barcelonesa de estropear perspectivas y tiro porque me toca.

A lo que vamos. Una cosa es el tópica. Otra, bien diferente, la excepción medio oculta. El passeig de Sant Joan aglutina su interior síntomas de patito feo, cementerio de desechos y esplendor por excepcionalidad. Se puede leer desde múltiples prismas. Acoge la gloria de la Exposición Universal de 1888, y si se camina ascendiendo desde ese punto uno puede hallar la evolución cronológica, por ejemplo, de la gestación del Eixample.

Muchos de los palacios iniciales de la refundación de la Ciudad Condal se encuentran en la zona que va de Tetuán a la estatua de Jacint Verdaguer. Entre ellos siempre es recomendable acercarse al cruce entre Bailén y Consell de Cent para contemplar el taller Masriera, ese conseguido sucedáneo de templo griego que alberga misterio y el aura de un tutti frutti nada homogéneo, característica del neonato Eixample antes de 1880, maravilloso tormento que provocaba dolor de cabeza a muchos visitantes extranjeros.





Esta mención a la periferia del Passeig de Sant Joan es sólo otro guiño a su riqueza, que en el pasado quiso transformarle en una vía esencial, y por eso no era paseo, sino Salón, a la francesa, con la exhuberancia tranquila de un sosegado debutante que plantaba bibliotecas con escaleras culminadas en una estatua de la libertad, les ruego que vayan al número 26 de nuestro objeto de interés, y se atrevía a colocar una caperucita roja en un lateral.

Que esta leyenda de nuestra infancia se vea marginada con tanta crueldad es producto de la invención estatuaria del centro de la avenida. De arriba abajo la petanca y los viandantes quedan desplazados por un reguero escultórico compuesto por Ponce de León, Anselm Clavé, un apuesto Hércules, el poeta de Canigó, el Doctor Robert, el Arco de Triunfo y la columna con Rius i Taulet encastrado en medio. De todos estos elementos cuatro mantienen su posición original. Clavé estaba en Rambla Catalunya/ València, el héroe de las doce pruebas en el Pla de la Boqueria y el impulsor del tancament de caixes en Plaça Universitat.
Este desacierto, que quiso dar una potencia simbólica a un espacio unitario sólo por su nombre, acrecienta el desapego de los laterales, que son perlas inolvidables. Fíjense en nuestro amigo, el búho indultado de ojos psicodélicos, emblema de rótulos Roura, y deténganse en la puerta de la Casa Macaya de Puig i Cadafalch para hablar con la ciclista de Eusebi Arnau, el mago de los detalles en las fachadas.

El búho, caperucita y la ciclista sintetizan la visión que se tiene de su  paseo. Conocido pero secundario, transitado aunque periférico en la mente de las personas. Quizás sea una suerte su ausencia de publicidad, quizá así ostentará durante décadas su secreto de museo metáfora de la heterogeneidad de la modernidad barcelonesa.

Ilustraciones de Nil Bartolozzi

lunes, 18 de febrero de 2013

La Plaza de Catalunya en Bcn Mes





La Plaza de Catalunya, por Jordi Corominas i Julián

Durante siglos, en especial hasta el derribo de las murallas en 1855, el centro de Barcelona fue la Rambla, avenida que sorprendía hasta a los escasos visitantes extranjeros que pululaban por nuestra ciudad. De ella valoraban su aspecto afrancesado y un aire auténtico, sin folclóricas ni toreros, algo que volvió con el franquismo y sigue en la supuesta democracia mediante el parque temático que quieren imponernos para mayor gloria de los turistas.

El principio del fin de la centralidad de nuestro paseo más emblemático llegó con el adiós a los muros que oprimían una capital sitiada desde Montjuic y la Barceloneta. El pla de batalla, inmensa cantidad de terreno que separaba Barcelona de villas importantes como Gracia. Sí, ya saben, existía el Paseo que los turistas confunden con el barrio que más me gusta, pero aún no se tenía noticia del Eixample, que en sus planes iniciales no contemplaba la posibilidad de construir la Plaza de Catalunya, zona aledaña a la Rambla que con el tiempo constituiría el extraño núcleo fundamental de donde parten todos los caminos de la rosa de foc.
La Plaza Catalunya fue un deseo popular, un espacio que poco a poco cobró identidad. Sus muchas fases de existencia demuestran un progreso hacia el estrellato mezclado con un desdén del concepto foro, como si las ágoras modernas no sirvieran para el debate y el encuentro del pueblo. En este sentido las protestas iniciadas el 15 de mayo de 2011 han revalorizado el lugar, que de amable emplazamiento para vagabundos y palomas pasó a ser el santo y seña de encuentro, discusión y debate, por mucho que en Barcelona las cosas no tuvieran las proporciones, santa y maravillosa, envidia, de Madrid, mucho más combativa en el siglo XXI en su papel de heredera de lo que hicieron nuestros abuelos.

Los mismos, esos señores que en algunos casos crían malvas y en otras son un bálsamo que nos reconforta, no pueden recordar que el primer edificio del Eixample se edificó en la Plaza. La Casa Gibert observó el crecimiento de la ciudad desde 1864 hasta 1895, justo al lado de la conocida como Estación de Martorell, preludio de una senda que dio a ese enclave que ahora destaca por sus centros comerciales la condición de templo del transporte barcelonés entre tranvías, autobuses y mil y un aparatos populares que contrastaban con la opulencia de restaurantes y hoteles que rodeaba ese diseño rectangular hasta 1927, cuando con motivo de la Exposición Internacional de 1929, la Universal fue en 1888, tomó su característica forma circular. Por suerte descartaron ideas estrambóticas que hubieran afeado el conjunto, pues al principio se planteó la posibilidad de adornarla con un obelisco y un templete, horror de horrores que no excluye el hecho que pocos son los paseantes que se fijan en sus hermosas estatuas, de las que sólo eliminaríamos el adefesio del monumento a Macià, al que queremos mucho sin ese monstruo urdido por Subirachs en 1991 y que molesta sobremanera al paisaje y a la pobre diosa de Clarà, llorando en silencio entre el agua que la circunda, mansa  y enamorada.

Bien cerca de ella hay otra característica que muchos soslayan. Los jugadores de ajedrez de Plaza Catalunya, seres mágicos que con sus peones, alfiles, reinas, reyes y torres mueven desde su invisibilidad los designios de la urbe. Ellos lo saben todo, tejen mantos y corroboran que no es quimérico actuar consecuentemente, sin miedo. La banalidad es no usar los ojos. La banalidad es tumbarse en el sofá sin respirar el aire de la calle, que será tóxico, pero forma parte de nuestra singladura. El centro de Barcelona abandonó su misérrima imagen sedada en 2011, pero el recuerdo se puede escarbar en fotografías. No quiero caballos muertos ni barricadas como el diecinueve de julio de 1936, sólo quiero que los sitios nos traspasen una energía que borre la mierda y haga de lo puro algo más que un sueño. Se llama implicarse y consiste en mojarse el culo. Aprender de los abuelos, conocer la Historia para fundar el futuro.


Ilustración by Nil Bartolozzi

viernes, 18 de enero de 2013

La Plaza Rovira en Bcn Mes






La Plaza Rovira, by Jordi Corominas i Julián
Inauguramos una nueva serie de artículos destinados a captar la esencia de determinados lugares de la ciudad. En cierto sentido mi elección inaugural se debe a una mezcla entre nostalgia y amor por lo que nunca veré de la Plaza Rovira. Quizá por esa imposibilidad decidí que este enclave de Gracia sería uno de los puntos neurálgicos de mi novela José García, inventándome varias historias de su número uno, una casa vieja que pese a todo mantiene un extraño encanto, decrépito y con cierta carga de Historia en su raída fachada.

Por ella, y eso hay que precisarlo, circularon antes más tramas narrativas. No en su interior, pero sí en la cercanía. Si mencionamos la Plaza debemos pensar automáticamente en Juan Marsé, que en su infancia y adolescencia residió un poco más arriba, en el 104 de la calle Martí, donde aún es posible vislumbrar un rastro de antigüedad en la entrada, similar a una Masía de las que debieron poblar la Vila de Gràcia a finales del siglo XIX. Marsé ambienta muchas de sus novelas en la Plaza Rovira. Quizá la más conocida de ellas sea El embrujo de Shangai, aunque mi memoria, caprichosa, recuerda Un día volveré y, cómo no, Si te dicen que caí, relato inspirado parcialmente en el crimen más famoso de la posguerra: el asesinato de Carmen Broto.

Quien acuda a la parte que mira al mar del recinto dividido en dos partes hallará la droguería donde dos de los implicados en el crimen compraron una dosis letal de cianuro. Sus cuerpos cayeron en la calle y en uno de los casos dieron con sus huesos en la Calle Mozart, donde hasta hace bien poco tenía su sede el festival LEM en el edificio que servía de morgue del barrio. La droguería me hace pensar en Adolf Hitler por el método elegido, y no es de extrañar. La muerte de la rubia aragonesa, querida del empresario del Tivoli, acaeció en enero de 1949, cuatro años después del fin del conflicto más sangriento del siglo XX.

Por aquel entonces lucía en la esquina con Providencia el legendario Cine Rovira, abierto hasta 1965, fuente principal de imaginación, ahora clausurada por un triste banco que oculta otros esplendores cercanos, entre los que cabe mencionar la calle Torrent de les flors, arteria que cumple en su número 98 una de las obligaciones de todo buen paseante: mirar hacia arriba, porque de otro modo la columna torcida de ese edificio quedará ignorada por los siglos de los siglos.

Dicha construcción se halla a escasos metros del carrer de les tres senyores, que en su nombre nos conduce al origen del asunto que nos concierne. En 1861 tres hombres acaudalados compraron los terrenos que configuran este rincón de Gràcia. Sus nombres eran Massens, Rabassa y Torrente Flores. Quiso la casualidad que el nomenclátor de la barriada tiene en su haber un buen número de torrentes. Los más conocidos son el de l’Olla i el d’en Vidalet, pero si seguimos la trayectoria de los mismos encontraremos más allá de sus fronteras el d’en Mariner i el de Lligalbé, todos ellos auténticos y con una etimología prístina. Sin embargo el pobre Torrente Flores quedó relegado en beneficio del poético Torrent de les flors, que, no está de más, casa bastante mejor que los apellidos del propietario y su aire al personaje de Santiago Segura.

Massens, Rabassa y Torrente Flores coronaron su bonita área gracias al artífice arquitectónico de la zona: Antoni Rovira i Trias, uno de esos catalanes olvidados por una inmensa mayoría de forma bien injusta. Creó el cuerpo de bomberos, estuvo implicado desde el principio en el proyecto de derribar las murallas y hasta ganó el concurso para construir el ensanche, pero Madrid tomó medidas y le concedió el más preciado caramelo de Barcelona a Ildefons Cerdà. Suponemos que el bueno de Rovira, que también erigió la torre del reloj de Rius i Taulet, sintió una frustración enorme que a bien seguro compensó la estatua que desde 1990 adorna su plaza. El bronce está sentado en un banco y goza de la simpatía de propios y extraños, si bien en ocasiones se despierta manchado por pintadas de cuatro vándalos que no saben valorar su silencio. Él, un vencedor derrotado, observa callado el devenir de personas, animales y tiempo, impertérrito a burlas, caricias, cagadas de paloma y enamorados que ignoran la trascendencia de ese ilustre barbudo tan bien vestido con su chalequito, reluciente entre unos pocos quilos de más.

Se podrían decir muchas más cosas nuestra heroína del mes. Su partición en dos partes casi simétricas, analizada al dedillo por Enrique Vila-Matas en su Nueva tentativa de agotar la Plaza Rovira, la convierte en un espacio donde muchas tiendas y elementos están duplicados. Nadie se fija en sus farmacias, tampoco en las puertas cerradas que apuntan a crisis y dejadez. En este sentido, sé que lo esperabais, es hora de soltar la clásica bronca al ayuntamiento, que desdeña emblemas cotidianos y hace oídos sordos a la hora de dignificar la pequeña Historia, triste porque vivimos en la capital con menos placas conmemorativas, ciudad orgullosa, fiera de ser como es sin una pizca de información de lo pretérito. Intentaremos resolverlo en esta columna.