lunes, 3 de agosto de 2009

Imágenes vitales para ver más claro: “La lluvia antes de caer” en Revista de Letras





La lluvia antes de caer. Jonathan Coe
Traducción de Javier Lacruz
Anagrama (Barcelona, 2009)



Jonathan Coe también fue joven. Ahora es sabio. Tuvo una brillante idea estructurada en tres elementos. Una misteriosa casa, una niña ciega y una canción, Baileros, interpretada por Victoria de los Ángeles. El puzzle era brillante. Me lo imagino emocionado en su escritorio, pero con la frustración de saberse inmaduro para concretar su reto literario. Pasaron los años. El chico de Birmingham se ganó un nombre como narrador satírico, fino observador de la Inglaterra finisecular. Todos le etiquetaron y cuando apareció La lluvia antes de caer muchos, quizá por falta de imaginación o banales tópicos periodísticos, proclamaron a los cuatro vientos que Coe cambiaba de tercio, que abría una nueva etapa.

Sus declaraciones lo desmienten y son un ejemplo para cualquier escritor con un poco de mollera. Hay ideas que nos sorprenden en pañales. Las abrazamos y nos rechazan porque el cuerpo necesita arrugas para emprender grandes tareas. La novela no deja de ser un edificio arquitectónico complejo, con estructuras y requiebros que requieren experiencia y oficio. Cuando el autor de ¡Menudo reparto! sintió que había llegado el momento encendió su ordenador y dejó fluir su viejo sueño para convertirlo en un libro sólido e intenso, marcado por una nostalgia que es recuerdo y sello notarial de un pasado desdibujado por metamorfosis fulminantes, cambios históricos acelerados por el siglo XX.

Rosamund fue una mujer terca, una resistente de la vida. Muere, o se suicida, con 73 años y deja dos tercios de su herencia a los hijos de su hermana, David y Gill, y el otro para Imogen, una desconocida, que Gill recuerda de una lejana fiesta de cumpleaños en los coloridos y decadentes años ochenta. La chica era rubia, ciega y hermosa. Tendrá que encontrarla. Este inicio ya daría para una novela, pero Coe reserva sorpresas. Gill acude a casa de la difunta y se siente aturdida ante los elementos que observa. Una silla, un micrófono, una botella y unas cintas de casete acompañadas de una nota donde se especifica que son para Imogen.

La búsqueda se revela infructuosa. Gill decide escuchar las grabaciones con sus hijas. Son comentarios, descripciones de veinte fotografías que resumen la singladura vital de Rosamund, mujer atípica, lesbiana en la Inglaterra previa a los años sesenta, paria social con una existencia marcada por episodios decisivos y lugares clave. Su voz, consciente de la inminencia del encuentro con la guadaña, transporta a las oyentes hacia parajes que ya no existen y situaciones irrepetibles. Cada instantánea es parte de un proceso, el orden es evolutivo. Las piezas encajan. De la infancia en las afueras de Birmingham descubrimos su estrecha relación con su prima Beatrix, hermana por un pacto de sangre y primer eslabón de la cadena que avanza hacia memorias teñidas de inocencia, cuando Inglaterra aún no era pop y la posguerra dibujaba un universo limitado entre lo rural y ciertos residuos victorianos.

El relato avanza como si estuviéramos somnolientos, como si esa voz narrativa saliera de las páginas y adquiriese textura oral. Los saltos son femeninos, de celuloide y carne pura. Jennifer Jones y la conciencia sexual, pérdidas caninas entre la nieve, preludio de otras más importantes. Fugas irlandesas, viajes londinenses para estudiar y enamorarse de Rebecca antes de reencontrarse con su prima y el desastre inesperado. Pequeñas partículas se instalan en nuestra mente y determinan los pasos de baile del destino, alumbrado a base de vivencias ante las que poco podemos hacer. En La lluvia antes de caer sólo lo percibimos a medida que nos acercamos al punto y final, lo que indica un excepcional dominio en la construcción del tempo narrativo, hilado con maestría para que las piezas del rompecabezas se junten cuando todo pueda ser desvelado, antes seria un sinsentido, una ofensa para un lector que se deja llevar por la cadencia y el paso de las instantáneas en una retina escrita que nos acoge con suavidad pese a su tremenda dureza. Roca vital, símbolos destructivos. Fotos para iluminar a una ciega y facilitar la comprensión de una saga familiar bañada por desencantos e incomprensiones.

Los detalles y la nostalgia como característica de una generación
Un antiguo profesor insistía, por su obsesión con Nabokov, en que nos fijáramos en los detalles. Tenía mucha razón. Gajes del oficio, perlas de sapiencia. La biografía de Rosamund cruza media centuria de historia inglesa, con sus cambios, modas y actitudes. Coe logra captar la atmósfera de cada década a partir de pinceladas contextuales. Los cuarenta son la guerra y la naturaleza. Los cincuenta un intermedio paradójico donde aún no explota la revolución. Los sesenta alternan las típicas vacaciones en la playa con la incipiente rebeldía juvenil y la tozudez de lo antiguo. Los setenta un despropósito entre música y caravanas. Cada período y sus características circulan con la verosimilitud que se espera de un relato que pasito a pasito traspase las fronteras temporales y llegue al presente para resolver la trama.

El título de la novela que comentamos surge de un pensamiento infantil casi perfecto. ¿Cuál es tu lluvia favorita? La lluvia antes de caer no existe. Por eso es mi favorita.

Salvo en Martin Amis, excepcional rara avis, da la sensación que parte de los grandes narradores del Reino Unido se hayan dejado seducir por una nostalgia más que embriagadora. Ian McEwan sería el paradigma con obras como Expiación o Chesil Beach, retrato de un universo extinguido que desapareció de un plumazo en Carnaby Street y Abbey Road. Julian Barnes tiene más prestancia, pero obras como La mesa limón o Arthur and George parecen flotar en un magma donde las frases se congelan sin oler a contemporaneidad, no de estilo, sino de recuerdo y aire pretérito. Hasta los más jóvenes, pienso en Geoffrey St. Aubyn y su espléndida Leche materna, se han contagiado de un virus literario impalpable pese a insertarse en los caminos de la novela, como si los literatos se aferraran a una sensación de pérdida que urge transmitir a toda costa. Por supuesto hay notables excepciones, Nick Hornby e Irvine Welsh, nombres que, quizá desde su gusto por un universo muy personal y más cercano cronológicamente, prescinden de la melancolía y apuestan por historias comprensibles para todos los públicos a partir de un estilo más fresco, con menos grandeza en sentido tradicional.

Jonathan Coe no ha cambiado estilo, su versatilidad le permite escribir textos como el que acabamos de comentar. Muchos tendríamos que beber de esa dicha narrativa, de esa polivalencia. Si en Inglaterra la nostalgia invade las letras, en España pecamos de querer ser demasiado contemporáneos, y atemporales, con leves concesiones a períodos históricos a reivindicar. Siempre consideré al querido término medio, aunque en ocasiones leo, me admiro y aplaudo la tenacidad de una generación que con el pasado y ofrecerlo con absoluta calidad a las nuevas generaciones, afortunadas por poder disfrutar de buena literatura que entretiene, educa y no pierde un ápice de estilo.

Jordi Corominas i Julián
http://corominasijulian.blogspot.com

http://www.revistadeletras.net/imagenes-vitales-para-ver-mas-claro-la-lluvia-antes-de-caer/

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