miércoles, 8 de diciembre de 2010

Punto Omega de Don DeLillo en Revista de Letras



El extrañamiento en manos de los maestros: “Punto omega”, de Don DeLillo
Por Jordi Corominas i Julián | Críticas | 5.12.10


Punto omega. Don DeLillo
Traducción de Ramón Buenaventura
Seix Barral (Barcelona, 2010)


Roma 1959, Isla Tiberina. La escena inicial de L’avventura de Michelangelo Antonioni nos sitúa en la encrucijada del observador que pese a tener una idea prístina del espacio no ve todo lo que acaece.

Nueva York 2006, MOMA. Un hombre acude hechizado al museo para contemplar la instalación 24 Hour Psycho que ralentiza el mítico largometraje de Hitchcock para que dure una entera jornada. Presencia la escena del baño. Norman Bates sabe quien está detrás de la cortina, no así Janet Leigh, inocente mientras se limpia. Por no tener siquiera tiene nombre. En la misma sala hay un vigilante que gana su sueldo transcurriendo horas en el recinto, mirón de inercia hacia lo anónimo. El tiempo se congela, transcurre más lentamente y la realidad del exterior cobra otra dimensión, notaria del mal que nos acecha por tanta velocidad.

Punto omega, última novela de Don DeLillo publicada en España, irrumpe con lo conceptual de un templo del arte moderno, introducción filosófica de lo que se avecina. Jim Finley es un director de cine de poca monta que cree haber dado con su particular piedra filosofal. Ha contactado con Richard Elster, profesor y asesor bélico del Pentágono, y lo filmará en un plano fijo de una pared en un loft de Brooklyn que para sus intenciones condensa parte de la cruda belleza del mensaje que quiere transmitir con esa entrevista estática sobre los excesos norteamericanos en la guerra de Irak. Para realizar su trabajo viaja hasta el desierto californiano de Anza-Borrego, donde el viejo sabio tiene una guarida en la que reposa dos meses al año. La relación entre ambos es de tanteo a la espera de un clic que detone una verborrea necesaria para los intereses del cineasta. De repente otro personaje irrumpe en la trama, Jessie, la hija, una joven de veinticinco años de la que sabemos más bien poco si excluimos su tiempo gastado en el voluntariado para con la tercera edad. Es difícil decir que nace una atracción entre Jim y Jessie, pero se palpa la espera de algo que debe suceder en un momento indeterminado en ese lugar donde el reloj retumba cada noche en las habitaciones construidas en esa nada inmensa que ralentiza los segundos y genera irrealidad, un desajuste en comparación el acuciante trajín urbano.


En L’Avventura de Michelangelo Antonioni hay tres roles fundamentales. Sandro y Anna mantienen una relación sentimental. Es verano y emprenden unas vacaciones para alejarse del mundanal ruido y descansar en la paz de un íntimo crucero con amigos en las Islas Eolias. Sandro es el típico italiano seductor y se fija en Claudia, la mejor amiga de su chica. Surge el flirteo y se avecina la seducción en el interior de la nave. El grupo visita uno de esos misteriosos atolones, tierra en medio de la enormidad marítima, puntos solitarios a merced de la masa acuosa. Sólo hay piedras y lo yermo se impone. Una voz desencadena la tormenta. Anna, inconfundible morena interpretada por Lea Massari, ha desaparecido. La buscan sin fortuna. El impulso inicial elimina los motivos, y esa deuda pendiente determinará el resto del metraje. Un cuerpo se ha esfumado en lo sólido volátil.

Jim y Elster no avanzan un ápice. La rutina ha ganado la partida y los dos hombres del hogar se contentan con sentarse cada noche en una plataforma para beber whisky y vodka con naranja mientras contemplan el infinito horizonte del desierto. Cuando llega la hora de acostarse el director topa en ocasiones con el deseo al compartir lavabo con Jessie. La ve en bragas e imagina la lujuria, consigue intimidad y la teme porque el asesor, que prepara tortillas con admirable tesón, ya es casi un padre intocable, tanta es la familiaridad que han construido entre susurros y frases metafísicas. Una mañana salen a comprar y al volver se percatan de la ausencia de la chica. No se ha llevado sus pertenencias ni dinero, lo incomprensible atenaza y las preguntas se acumulan en sus cerebros.

Tanto en la película de Antonioni como en la novela de DeLillo la búsqueda posterior se convierte en una honda reflexión poética sobre la alienación entendida en forma de soledad y del desconcierto que sobrevuela en nuestros actos. Sandro y Claudia creen estar enamorados cuando sólo permanecen unidos por el vínculo de la no muerta, por la que siguen viajando por Sicilia porque mantienen la esperanza de dar con ella y así romper el lazo de hermanamiento. Jim y Elstner son más pragmáticos, prometen no abandonar la casa porque confían en el retorno.




En L’avventura el elemento perdido indica incomunicación y la dificultad del hombre para comprender un mundo en mutación donde las coordenadas son las mismas con el pasado, lo esencial conserva su impulso, pero ha sido alterado por la tecnología y los brutales cambios de mediados del siglo XX, cuando éramos capaces de llegar a la luna y el amor seguía sus clásicas pautas. Point Omega narra otro caos de incomprensión que podemos interpretar de varias formas, probablemente todas ellas insatisfactorias. La excusa del conflicto de Oriente Próximo podría guiarnos, y más siendo su autor un magnífico cronista de Historia norteamericana, hacia una reflexión sobre el caos y la desorientación del pueblo de las barras y estrellas en un momento crucial de su dominio planetario, cuando la crisis ha azotado su solvencia y credibilidad mundial. Otra posibilidad, más minimalista, seria enfocar la cuestión desde los mismos problemas vitales del escritor, que con setenta y cuatro primaveras ve cercano el final y se refleja en el asesor, enfermo de inercia que atiende el último suspiro como quien recibe el finiquito, la despedida.

Sin embargo, y espero que el lector entienda que con DeLillo uno debe desmenuzar sin preocuparse de spoilers y tonterías varias porque lo que narra trasciende la literatura, puede que la respuesta esté en la última sección de la novela. Volvemos al MOMA. El extrañamiento es absoluto y se simboliza con el diálogo del anónimo y la chica, desconocidos que intercambian opiniones sobre la ralentización de Anthony Perkins. Él pide a gritos contacto humano que ella no rehuye. Salen a la calle y el nerviosismo acecha, como si tras asistir a la proyección a cámara lenta el aire contaminado de la gran manzana fuera una pesadilla. Surgen las prisas y las típicas petulancias para epatar. Un número de teléfono y la constatación de no saber el nombre de la que encogió los hombros. Antonioni y DeLillo serán recordados por muchos motivos, aunque por lo que concierne a las obras mencionadas en esta crítica su idea era bien clara: usar el arte para poner de relieve la desorientación del género humano en épocas de grandes metamorfosis casi impalpables que nos sacuden hasta desfigurar las referencias y exigir replanteamientos que reubiquen el umbral. Denuncia poética y antropología atemporal.

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