domingo, 13 de marzo de 2011

El perro que comia silencio de Isabel Mellado en Revista de Letras



Surrealismo naïf en la época neutra: “El perro que comía silencio”, de Isabel Mellado
Por Jordi Corominas i Julián | Críticas | 9.03.11

El perro que comía silencio. Isabel Mellado
Páginas de Espuma (Madrid, 2011)


El nuevo Chile literario tiene un arsenal de plumas femeninas que España debería conocer. A la progresiva, porque un día estallará y el impacto será tremendo, Claudia Apablaza se une Isabel Mellado, violinista de la filarmónica de Berlín a la que pronto deberían acompañar la más que consistente Paula Ilabaca y otros nombres como Mariela Malhue o Marcos Arcaya Pizarro, poetas que no cejan en su empeño de renovar las letras de su país.

El otro día escuchaba la radio y Javier Rioyo, que raramente critica ningún libro en su sección, se deshacía en elogios hacia El perro que comía silencio. Afirmaba haberlo leído de un tirón por el disfrute que le proporcionaron sus páginas. Pocas horas después recibí la obra en mi buzón, la examiné detenidamente y me prometí leerla durante el fin de semana. Sí, la obra, algo inevitable por sus breves relatos, se devora con facilidad, es gustosa y desborda una plácida sensación de empatía que aumenta exponencialmente por ritmo y velocidad del texto, estructurado en tres partes que culminan con una serie de aforismos que algunos reseñadores han comparado sin mucho esfuerzo con las míticas greguerías del maestro Gómez de la Serna. Ojo. Está muy bien parangonar para que la reseña quede redonda, pero hay que considerar otros elementos que en este caso vuelan por un doble campo donde la economía del volumen, veinte folios para el tramo final, se entrelaza con una producción poética que pretende apuntalar los dos fragmentos narrativos que la preceden para dar sentido completo al manuscrito.

La ópera prima de Mellado tiene un estilo dulzón, donde el surrealismo no es el contundente caballo de batalla que permite desmontar la realidad desde una perspectiva feroz, de voracidad que ponga el dedo en la llaga para arremeter de manera lúcida contra el presente. Sus historias son más bien un meloso juego literario basado en la libre asociación y la exploración de mínimas experiencias cotidianas que la autora concibe con lírica del absurdo, desde la fornicación con el pez en una habitación de hotel hasta la burocrática ola que se convierte en un código, algo que por otra parte, sin el mar por en medio, articuló Fernández Mallo con más ímpetu conceptual en su reciente remake de El hacedor de Jorge Luis Borges.


Visto lo visto seria lícito pensar en una experimentación sin trabas, válida por prescindir de tópicos y enarbolar una bandera que prescinde de tópicos. Maticemos. Isabel Mellado tiene una mente eminentemente musical que reluce en especial cuando emplea la sinestesia como recurso. Sus meditaciones sobre el lenguaje son divertidas, con la gracia de quien escribe para pasárselo bien y descubrir un universo alternativo al de su profesión. En “Sueño o página” la belleza del desfile de vocablos, sinónimos, antónimos y abecedarios entretiene porque podemos imaginar el desbordante batiburrillo mental que encierra una inventiva que, tras armar un desbordante jaleo, evoca la potencia del silencio justo antes de adentrarse en instrumentos, conciertos y notas que protagonizan la irregular segunda parte del compendio. En ella destacan las piezas que transmiten un toque personal que prescinde de la originalidad por la originalidad y buscan ahondar en aspectos más o menos insólitos, como la preparación de la concertista en los instantes previos al acto supremo de interpretar, o la fantástica gamberrada de un público que se salta a la torera la solemnidad y da rienda suelta a la locura en el escenario melódico donde la mudez debe prevalecer por encima de todo.




Esas chispas de humor, presentes a cuentagotas, refuerzan la unidad de un conjunto con ciertas aspiraciones sinfónicas y cierta influencia norteamericana en la finalización de las tramas, lo que las desnaturaliza y les da un cierto aire a bocetos inconclusos, ideas que de tanto estar en la cabeza debían ser plasmadas para no caer en el olvido. No es ningún reproche. Lo fragmentario abre campos que probablemente el paso del tiempo consolide para dar más solidez a un recorrido que tan sólo acaba de empezar, camino que muestra determinados trazos atribuibles en exclusiva a Mellado, quien con El perro que comía silencio traza su particular apuesta por un surrealismo naïf corroborado en sus aforismos, a los que acompañan ilustraciones de trazo ligero para proseguir con lo lúdico buenista, nada vanguardista, que impregna el contenido.

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