lunes, 4 de abril de 2011

Aguirre, el magnífico de Manuel Vicent en Revista de Letras


Retablo de una escalera polimorfa: “Aguirre, el magnífico”, de Manuel Vicent
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 2.04.11


Aguirre, el magnífico. Manuel Vicent
Alfaguara (Madrid, 2011)


Hace años, en una noche romana de luz narcótica y cerveza aguada, un hombre que recorría Italia tres veces por semana me dijo que sus compatriotas son por definición ladrones y astutos. Podemos aplicar el símil a España cambiando la segunda palabra por picaresca. Ya lo tienen. Todos los analistas deberían abandonar sus sesudos estudios por la simplicidad de lo evidente. Napoleón y Jesús Aguirre se parecen en dos factores: el ego y la irresistible capacidad de ascender a costa de todo y todos, sin complejos ni tapujos. El vicio nacional de arrimarse al hombro que conviene tuvo su mayor paradigma en un hombre marcado por ser un bastardo, impulso definitivo, fuerza intangible de acción que le propulsó del seminario al Palacio de Liria. ¿Su vida? ¡Menuda novela!

Un buen día de 1985 Manuel Vicent asistió a la ceremonia del Premio Cervantes. La Universidad de Alcalá de Henares rebosaba de rostros conocidos. Los chorizos de cantimpalo brillaban y el valenciano se divertía mezclándose entre el surrealismo de tunos acosando a monarcas. En estas apareció el antiguo editor de Taurus y espetó a Juan Carlos I que el autor de Tranvía a la malvarrosa sería su futuro biógrafo. “Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado”. Contarlo todo, desgranar las partículas de un átomo anómalo con muchos secretos y una notoria vida pública que sólo dejaba intuir la verdad de un irresistible ascenso que tocó las piezas fundamentales del retablo ibérico.

Porque Jesús Aguirre nació con una flor en el culo que terminó siendo un jardín polimorfo. La Historia indica que nacer fuera de la canónica normalidad del matrimonio supone un acicate de superación. Si continuamos con las comparaciones grandilocuentes podríamos emparejar a nuestro protagonista con Constantino el Grande, marginado hasta su ascenso al poder por ser hijo de una posadera que mantuvo relaciones extramatrimoniales con un mandamás del Imperio romano. La madre del que fue durante los sesenta el cura de moda de la izquierda madrileña no llegó a ostentar rango augusto, sólo hizo el amor con un militar casado que la dejó en la estacada santanderina, el peor lugar del universo para parir una criatura entre la Guerra Civil y el franquismo. Su retoño desarrolló desde su más tierna infancia una profunda afición bibliófila que derivó hacia los hábitos sacerdotales, que tanto gustaban al primer emperador cristiano, el que vio una cruz en el cielo y emprendió la tarea de evangelizar el orbe mediante decretos y pagana represión. Jesús el cantábro no emanaba leyes, sólo observaba y daba saltos cuando el momento lo requería. Su primera edad adulta en el seminario remite a películas de Jean Vigo y Pedro Almodóvar que plasman centros masculinos con silencio nocturno y rumor entre sábanas, sonidos homosexuales que constituyen la mayor incomodidad del esperpento ibérico que Vicent ha tejido en varios cuadros cronológicos que ayudan a la comprensión de la totalidad.



Del rezo al refinamiento hay pocos escalones que se ascienden con mayor soltura si uno sabe medrar como Dios manda en salones, despachos y fiestas para ser reconocible. Aguirre fue un trepa brutal, un cínico con un background cultural alimentado por el pedigrí del extranjero. Cuando entró en conflicto con los muros de Comillas por su amor a Unamuno y Ortega usó sus influencias, la verdad es que pagaría por saber cómo contactó con Laín Entralgo y compañía, para estudiar en Munich, donde asistió a las clases del Joven Ratzinger y conoció a Martin Heidegger. De retorno a las Españas recaló en la Ciudad Universitaria de Madrid. Sus misas marcaban tendencia por frivolidad y ausencia de pompa. Entre sus acólitos figuraban José Maria Maravall, Miguel Boyer, Enrique Tierno Galván, Nicolás Sartorius, Miguel Herrero de Miñón, Gregorio Peces Barba y un largo etcétera nominal que la democracia encumbró. Su cima llegó al colgar los hábitos. Rompió la linealidad e ingresó en lo mundano de la mano de la editorial Taurus, a la que confirió su legendario prestigio en el campo ensayístico al introducir en nuestro país a la venerada Escuela de Frankfurt, lo que le confirió vitola de modernidad en una tierra gris y congelada por tanto yugo y tantas flechas.

Aguirre y Vicent convergen en un despacho madrileño en una jornada cualquiera de 1970. El valenciano acude a la cita con la idea de proponer una biografía de Manuel Azaña que sacuda el monótono ambiente cultural capitalino. Nunca la escribirá. El lance le servirá para entablar amistad con el excéntrico editor del dálmata y pañuelos de seda, amante de cócteles y habladurías que una vez muerto le impactan de pleno porque se ha abierto una justa veda crítica que analice su personalidad sin la pleitesía que deparaban títulos y postín. Su biografía era perfecta para que Luchino Visconti captara sus matices en el celuloide como si se tratara de Luis II de Baviera o un intelectual desorientado en Venecia por haber descubierto la belleza demasiado tarde.

El colofón es un hueco incomprensible salvo para los que estuvieron en el meollo. España es perfecta para enigmas de gran calado. ¿Cómo un cura reciclado a adalid cultural contrae nupcias con Doña Cayetana de Alba? La sospecha es mayor si cabe porque Don Jesús no era proclive, o eso expresaba la superficie, a correrías sexuales. Se casaron, vivieron felices y comieron perdices. Jodieron mucho, o eso declaraban a los medios, portavoces de un arribista con pose aristocrática que vio cumplido su sueño de intocable estrellato. Le gustaba hablar y figurar, ser la diva de la función. El elegante caballero sobrevivió, ¡ja!, con una asignación para comprar tabaco y disfrutó pavoneándose con sus íntimos de las maravillas conservadas en armarios, del que nunca salió, y habitaciones nobles. Expiró en 2001 y una década después de ser sepultado en un sarcófago de mármol, anhelo de su existencia, reposar como los grandes tras haber embaucado con pericia a los que por cuna deberían haberle barrido del mapa.

El libro de Manuel Vicent ha sido calificado de biografía novelada, lo que sirve para guardar las apariencias y mitigar un escándalo, en realidad no hay para tanto, que es propio de la hipocresía patria. Uno lee otras reseñas del volumen y halla veladas menciones al amor que no dice su nombre, que es la causa del enfado de rancio abolengo que ha salpicado hasta las páginas de ese buen periódico, aún sigue siendo el mejor pese al descalabro, que era El País. Más que valorar el morbo, deberíamos enfocar Aguirre, el magnífico desde otra perspectiva que recupere trayectorias de interés y acerque al gran público entresijos de hondo calado. El caso de Aguirre es especial e ilustra a la perfección ciertas constantes ibéricas que al salir a la luz han agitado la hueca cáscara de la doble moral. Famosos que no quiere micros y aceptan el juego porque esconden mucho más de lo que dicen ante las cámaras. Para eso sirven las biografías, para iluminar y escarbar. Rasgarse las vestiduras es el traje de los derrotados.

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