Los legados del maestro y la
evolución de una temática decimonónica: Yvette, de Guy de Maupassant, por Jordi
Corominas i Julián
Guy
de Maupassant, Yvette, Pasos Perdidos, Madrid, 2014
Traducción
de Luisa Juanatey
La
figura literaria de Guy de Maupassant suele nutrirse de una serie de hermosos
tópicos típicos en aquellos autores que suelen ser muy mencionados pero poco
leídos, sobre todo en España, donde gozó en su tiempo de una fortuna crítica
que el paso de los decenios ha virado hacia un cierto aire de anecdotario donde
destaca, al situarlo en una parte clave del conjunto, Bartleby y compañía, de
Enrique Vila-Matas.
La
inmortalidad literaria de Maupassant pareció ser una obsesión que terminó en
locura, y en este sentido sus coordenadas vitales no se alejan mucho de la
historia de Yvette, que también puede relacionarse sin duda alguna con el
aprendizaje que el escritor de Dieppe recibió de su maestro, Gustave Flaubert.
La nouvelle del alumno tiene en algunos instantes fundamentales reminiscencias
de Madame Bovary, aunque en realidad su verdadera inspiración no deja de ser la
vida de su autor, alocado en su triunfo prematuro, abocado al disfrute de los días entre París y esa periferia festiva, alejada del
centro desde una temible cercanía, como si una fina línea separara lo visible
de lo oculto del exceso.
Al
fin y al cabo Maupassant, maestro de concisión y dueño de una prosa afilada
como pocas para su época, dominaba muy bien el arte de contar las aventuras de
jóvenes que se sumergen en la mundanidad de la capital francesa. Pienso en Bel
Ami como máximo ejemplo, pero en el caso que nos concierne las situaciones
reflejadas son un boceto de lo que vendrá entre salones de lujo y engaño,
personalidades a la deriva y la magnífica hipocresía de las costumbres que
flotan entre máscaras donde la fiesta es sólo un camino para apaciguar notorias
amarguras.
La
protagonista de la nouvelle es la ingenuidad en forma de encanto capaz de
llevar su condición a extremos peligrosos. Yvette ha vivido poco y las lecturas
no dan la experiencia. Su madre la protege en medio de espacios donde la
ilusión de la opulencia y los piropos de cuatro desgraciados son un pan
agradable a los oídos. Nada ofrece complicaciones y las noches se repiten en su
tono ocioso entre juego, bailes y charlas banales. En estas irrumpen dos crápulas
sensacionales, entregados a la causa con el fervor del devoto. Saval irá a por
la progenitora y Servigny a por la pequeña sin muchos remilgos en una carrera
que al ser narrada por Maupassant cambia de color con intencionalidad, dándole
a cada fase de la trama una dimensión distinta que remarca su evolución
interna. Por eso pasamos del jaleo de la calle Berry a la supuesta calma del
campo colindante a la ciudad de la luz, íntimo entre cuatro paredes y generoso
en la voluntad de encontrar la diferencia en lo excéntrico de la juerga. No deja de ser lógico que ambos opuestos colisionen en una isla.
Eso
desde la idea colectiva que sitúa el ambiente propio del relato, un mundo
disipado de prostitutas y balas perdidas, y poco a poco acentúa matices para
preparar la explosión del contraste, visible entre las cuatro paredes de una
casa donde la chica padece hasta descubrir cómo las apariencias engañan. De nada
servía la belleza ni el ideal mientras las diferencias sociales marcaran
barreras inexpugnables, fronteras básicas en el abismo entre placer, deber y la
conveniencia.
A
partir de ese instante la nouvelle se adentra en una nueva dualidad que transcurre
entre la mente de Yvette y la alienación de los demás, ajenos por completo a un
drama en ciernes, disolución de un yo hacia otra senda. Es en este punto donde
Maupassant prosigue lo emprendido por Flaubert desde otra perspectiva propia de
una Francia donde los pecados de provincia se han alejado del escándalo de 1856
y han avanzado hacia una feminidad aun inocente y frustrada por la dureza de la
realidad y un papel fijo en la comedia de la existencia. En ambos casos la
amenaza del suicidio planea en el horizonte. Cianuro, cloroformo, veronal. La
droga, el mecanismo, sólo es un paso más en la cronología que hermana a los
franceses con Zweig y Schnitzler, con Emma y Else, mujeres reacias al tormento
de ceñirse el corsé de su período histórico. La muerte, o su anhelo, como
resistencia a tener solo un cuerpo y nada más, única transacción para salvar
unos muebles escasos ante los mecanismos imperantes, sorteables desde el
cinismo, no desde la bondad de aceptar las normas del guión e instalarse en sus
pútridas páginas.
La
madre de Yvette ha entendido la lección, no así su hija, víctima del desencanto
de la mediocridad. Las vías de escape trazan un panorama que otorga la
felicidad más allá del canon, con todo lo que ello conlleva, distanciándose de
lo palpable para alcanzar la paz en las antípodas. Ahí Maupassant, en ese sueño
alucinado del limbo, consigue sus más brillantes logros de una notable nouvelle
que durante algún fragmento flaquea por su deseo de mantener el suspense con
rodeos innecesarios, como si el francés saliera del paso para cumplir con el
expediente, resuelto con su habitual solvencia a partir de un talento innato.
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