La utopía de un retorno: El
exilio imposible, de George Prochnik, por Jordi Corominas i Julián
George
Prochnik, El exilio imposible: Stefan Zweig en el fin del mundo, Ariel,
Barcelona, 2014
Traducción
de Ana Herrera Ferrer
No
deja de ser curioso que El mundo de ayer fuera el libro que resucitó la
popularidad de Stefan Zweig entre los lectores hispanoparlantes. Su gran última
obra, memorias que de la individualidad vierten a lo global de un universo
desaparecido, fue la piedra con la que el malogrado Jaume Vallcorba empezó a
edificar el edificio de una nueva fama para el austríaco. Pasados los años el
fenómeno se ha consolidado y es normal que entre el mundillo literario el autor
de 24 horas en la vida de una mujer sea citado como un referente de principios
de siglo XX.
En
vida fue célebre y adquirió una dimensión mundial que ni siquiera la tortura
del nazismo paró en lo brillante de su notoriedad. Era celebrado y se le
consideraba un símbolo mucho más importante que Joseph Roth o Arthur
Schnitzler, y eso por mencionar otros dos nombres de esa generación dorada que
convirtió a Viena en una de las capitales literarias del mundo con permiso de
Londres y París.
Sin
embargo, y es posible que George Prochnik lo insinúe entre líneas a lo largo de
su notable ensayo, su época terminara en 1918, cuando cayó el Imperio de los Augsburgo
y su difícil construcción nacional desmoronó una riqueza milagrosa en pleno
centro de Europa. Puede que así fuera, pero Zweig sólo lo notó porque las
piezas del tablero cambiaron de repente y su idea europea, que defendió con el
ahínco propio del pionero, sufrió por el proteccionismo económico, el cierre de
fronteras y la debacle que suponían los pasaportes como arma de control
ciudadano. Este elemento fue su suplicio a partir de 1933.
El
ascenso al poder de Adolf Hitler y el progresivo auge del nazismo en Austria,
culminado con el Anschluss, le convirtieron en un fugitivo físico y mental, lo
primero por la obligación de escapar de las garras enemigas y lo segundo por el
malestar de saber que su hora se esfumaba ante la cruda metamorfosis del
contexto histórico. Bath, Salzburgo, Nueva York y Brasil en dos ocasiones lo
alejaron de un epicentro que iba condenándose a seguir la espiral que
predominaba en el continente, con el inevitable encumbramiento de los
totalitarismos que despreciaban las letras y nutrían al hombre de su perniciosa
ideología.
Por
eso, por el contraste entre el presente y el pasado que cedía inexorable,
Prochnik usa en su personalísima investigación el recurso de mirar atrás y
sumergirse en la Viena donde su protagonista disfrutó del estrellato entre
cafés, la idiosincrasia burguesa y la amistad con esa gran constelación
artística de la capital de Francisco José. Mediante la explicación de esa
gloria puede comprenderse mejor el desasosiego interno del escritor en su
periplo de exilio donde siguió con su incesante actividad con un sinfín de
biografías, novelas y proyectos que alternaba con cenas multitudinarias,
conferencias y el magno esfuerzo de adaptarse a sabiendas que nunca estaba en
casa. Los supervivientes de esa época lo recuerdan como un hombre afable que
sin embargo padecía por lo perdido, demasiado consciente en su labor de
asimilar que era una utopía regresar a la salida de casilla por la que siempre
transitaría en otro sentido consistente en vagar y vagar porque juzgaba casi
cada elemento desde el riesgo, como cuando abandonó Inglaterra ante la amenaza,
siempre improbable, de una invasión nazi durante los primeros meses de la
Segunda Guerra Mundial.
Nueva
York tenía duende, sí, pero no desde una perspectiva lorquiana. Irse a zonas un
poco más alejadas fue un alivio que topaba con la velocidad norteamericana,
arquetipo de futuro, droga para un mañana sin viejas costumbres ni acicates
pretéritos. Zweig parece considerarse una reliquia deprimida sin solución, y
eso se corrobora hasta en Brasil, donde es recibido con los brazos abiertos,
publica un libro donde habla del gran porvenir que le ve al país sudamericano y
se aclimata al imprevisto rumbo de su existencia entre la lentitud del tiempo,
lo barato de su domicilio y la posibilidad de ser agasajado mientras
transcurren los días y termina obras que serían su legado póstumo para toda la
Humanidad.
Su
estatus propiciaba facilidades que en otra tesitura hubieran sido gratas. En
aquel instante de decadencia las agradecía sin más porque también llegaban
críticas. Fue un hombre amante del progreso con cierta ambigüedad política. Los
escritores de la tierra del orden y progreso le acusaron de venderse al
establishment carioca con su Brasil, país
de futuro, producto que consideraban banal por tener una visión demasiado
sesgada de una realidad muy desconocida para ese sexagenario que dejó
iluminarse antes de cerrar las persianas de su singladura.
Su
suicidio, dadas las circunstancias, huele a punto y final previsible que
sintetiza las contradicciones vitales de un hombre egoísta que empujó hacia la
muerte a su segunda pareja, mucho más joven y con opciones para sobrevivir a la
masacre bélica. Ello no sucedió y sólo demuestra la egolatría tan típica de los
grandes de la primera mitad del siglo XX, capaces de empujar a sus semejantes a
un mimetismo accional dañino se mire por donde se mire. En esa cama de
Petrópolis Zweig escribió con su último suspiro otra página más de unas
andanzas en las que asoma la posteridad entremezclada con el deambular de una
inteligencia que no supo reponerse del gran mazazo del nazismo, sepulturero de
la diversidad, salvaje notario de la defunción de una era agonizante desde que
desapareció la bandera del águila bicéfala.
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