viernes, 11 de septiembre de 2009

Los hechos y la noche: El crimen de Carmen Broto ( IV)




A lo largo de este especial hemos conocido personajes, espacios y hasta hemos visto cómo son en la actualidad. El aluvión de datos resultaría inocuo sin una precisa narración de los hechos acaecidos en las primeras horas del martes 11 de enero de 1949. Trasladémonos al interior del bar Alaska. De la panorámica de esa noche cualquiera de finales de 1948 pasamos a un plano medio. Vemos a Carmen Broto hablando con un joven atractivo y muy caradura. Es Jesús Navarro hijo. Se conocen desde hace unos meses. Una nota del camarero nos desvela su relación. Son amantes, amigos hermanados en sexo y alcohol, porque la chica, aragonesa afincada en Barcelona desde 1940, es más lista que el hambre y se ha amancebado con un importante empresario teatral que le brinda todos los caprichos habidos y por haber. Jesús no pretende casarse, tiene novia y sólo quiere pasárselo en grande mientras, casi inconscientemente, recaba valiosa información que compartirá con su amigo de infancia Joaquín Viñas, amargado con su trabajo en una panadería de la calle Mallorca, y su padre, experto espadista, rey de cajas de caudales y candados a prueba de bombas.

Lo que el buscavidas cuenta a sus futuros cómplices es simple. Carmen es la querida de Martínez Penas, dueño del Tívoli que vive en la Calle Aribau 139, la catedral de la leche, edificio de mantenidas y crímenes sonados. Tiene mucho dinero y podemos acceder a su domicilio con la ayuda de quien ya sabéis. El padre se relame, Viñas sueña durante un leve instante en lujos bizantinos y la inoperancia del dolce far niente. Navarro hijo suspira e imagina una existencia más tranquila sin necesidad de hacer chapas para mantener su trajín habitual. Los tres hombres acuerdan actuar el lunes 10 de enero de 1949. Los periódicos mencionan la victoria dominical del Barça contra el Madrid. El plan es sencillo. A la una de la madrugada Jesús pasará por casa de Carmen para buscarla e ir de copeo. El padre esperara en el Bar Mingot de Travessera de Gràcia. En vano. Esa jornada no fue propicia porque la víctima estaba cansada. Pospusieron la operación hasta la siguiente madrugada y dejaron que el lunes volara con su ritmo monótono hasta que el crepúsculo accionó el marasmo. Pasean y vean señores. Antes de acomodarse les ruego visiten el restaurante. Son las nueve y media. Carmen Broto, Martínez Penas y Sylvia de Bettini cenan en el Parellada de la Diagonal. Los criminales ingieren alimentos en casa con el presentimiento de no volver a verla, comen deprisa y salen a la calle. Jesús Padre al bar, Jesús hijo con su novia al cine. ¡Qué casualidad! Acuden al Capitol de la Rambla para visionar Alma en Suplicio, la misma película que contemplan Broto, Penas y Bettini en el Metropol de Roger de Llúria. No elucubren demasiado. En la Barcelona de aquellos tiempos el lunes era jornada de estreno y el público aprovechaba las escasas diversiones de la penuria. Al salir del celuloide ambos grupos convergen en el centro urbano. La extraña pareja se despide de Sylvia de Bettini en el Ritz. Navarro queda con Viñas en el Bar Núria y se dirigen a la búsqueda de su presa, quien llega a su portal de Sant Antoni Maria Claret a la una y cuarto de la madrugada. Las luces se encienden hacia los bares. Industria 239 es un buen garito para comentar la película y degustar un coñac que sirva de tentempié para la borrachera, que prosigue en el Bar Isern de la Plaza de la Sagrada Familia. Imagino los lugares como en una fotografía donde el negro prevalece con escasos puntos amarillos de paupérrimos faroles y tabernas para los atrevidos. Otro Napoleón. Motor en marcha. Podemos ir a otro. Va, miremos por el Ensanche, no perdemos nada. El automóvil alcanza las estribaciones del Hospital Clínic y la alegría se desvanece con golpes de maza perpetrados por Viñas al entender que no triunfarán en su cometido. La Broto tiene aprecio por Martínez Penas, quizá no se acueste con él, pero agradece su generosidad. Es un caballero. No les permitirá acceder a la codiciada caja de caudales. Las voces comprimen el interior. Brota la sangre, se lucha por el volante. El coche da bandazos y Carmen intenta escapar a la altura de Rosselló con Aribau. Un vigilante nocturno se preocupa y los dos cómplices le cuentan una milonga sobre un hospital privado y se dan a la fuga, o si quieren a su cita con Navarro padre, confiado hasta que descubre la cruda realidad del fiambre femenino y el fracaso absoluto. Son las dos y cuarto de la madrugada. Una hora bastó para terminar con una vida y generar un mito. Lo han matado a dos calle de su tesoro y ahora sólo queda enterrar la prueba del delito en un huerto propiedad de la familia. El trío protagonista deja el vehículo, porque no lo aparca debidamente, en Escorial con Sant Lluís. Su torpeza es manifiesta y huele a derrota, con la maza en el asiento trasero y numerosas manchas de sangre empapando las ventanas. Carmen Broto recibe sepultura en la calle Legalidad, toca su carne con la tierra bien enterrada, sin manos entre hierbajos ni nada tan literario. Se da el pistoletazo de salida hacia la incoherencia del condenado. Navarro padre enloquece, habla con su mujer, se despide y a las cuatro de la mañana un taxista lo halla tendido en el cruce entre Industria y Roger de Flor. Ha ingerido una dosis mortal de cianuro, suicidio con tintes nazis de pacotilla. La misma suerte correrá Viñas dos días más tarde en un hotel de la calle Junta de Comerç con su absurda nota de suicidio de la vida es sueño. Navarro hijo será detenido y vivirá casi hasta nuestros días para tergiversar la historia que protagonizó en primera persona, acto único que suscitará pasiones y desdibujará la narración de un crimen que el contexto histórico, la literatura y el natural morbo de lo negro elevaron a unos altares y polémicas que pretendían hacer de un robo fallido un asesinato con implicaciones de las más altas esferas barcelonesas. Así se creo la leyenda de la Broto, puta de lujo, puta barata, espía de todo color, lesbiana empedernida, embaucadora y lo que ustedes quieran. Con ella, según los cánones de la deformación, se acostaron jerifaltes y obispos, pipiolos y tetudas. El análisis de los acontecimientos desde una perspectiva humana que mira de reojo al mapa de la ciudad permite entender que las cosas eran mucho más sencillas. Tres hombres se unieron por interés que podía resultar. En tiempos de cartillas de racionamiento husmeaban oro puro por el contoneo de esa rubia platino del abrigo de astracán y las alhajas. Investigaron, dedujeron y optaron por la aventura. Hubiese sido una hazaña delictiva de la que seguramente no hubieran salido indemnes. El misterio que me intriga es el del doble suicidio con el cianuro comprado en la Plaza Rovira, enclave nostálgico de la trama por obra y gracia de Juan Marsé. Una cápsula y adiós. ¿Miedo al fracaso? ¿Temor carcelario? ¿Vergüenza y frustración? ¿Clarividencia del error? Nunca lo sabremos y los espejismos volverán a sobresalir porque esa chica aragonesa mutó de piel para integrarse en la de un personaje que ya es parte de nuestra tradición oral.

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